Tú no estarás. Ya no.
En la última tarde tu mirada tenía
un dolor a jardines descuidados,
una luz huidiza y astillada,
un caminar de hombre con mirada de trapo,
y un corazón tartamudo.
Llevabas un temblor de naufragio y una venda en los ojos.
El temblor también es una forma de mirar.
Y tú temblabas mientras tu luz caía.
Crepitar es caer. Pero hacia dentro.
Estaba requiriendo una llamada.
Estabas demorándote
en aquellos días primeros del verano,
contra un presentimiento de invernadero triste,
de sangre requisada.
Perdido en las aduanas del corazón.
Supe que te morías por tus ojos.
Esos ojos que eran
con dolor a madera,
con sabor a manzanas,
párpados de cobre
como cofres de lluvia
que se abrían con lástima.
Ahora todo es ausencia.
Los pájaros que encuentro,
el crujir de la tierra sobre la mansa lluvia,
el llanto de los niños detrás de las palabras.
A veces el pensamiento se ensombrece de pronto
y declina el mundo aún más deprisa
y nos sobreviene una noche destemplada, una herida negra.
Sé que me buscaste.
En esa larga noche de imperdibles sin rumbo,
en el instante mismo en que tu cuerpo
se astilló para siempre
y tu llama empezaba a ser fractura,
témpano,
camisa desplomándose.
El verano se acaba.
y los recuerdos ruedan
sobre los empedrados negros
como regueros de sombra.
Y es cierto que tal vez puedas vivir años y años
sin regresar de una sonrisa
Y tú estás regresando
con el verdor de los arces en la lluvia
sobre la claraboya más blanca de la luz.
Y tu frente ha tomado
la difícil transparencia del brezo o la retama.
Y veo descarriarse de pronto
aquel ovillo de lana triste
que fue toda mi infancia,
aquella habitación de costurera
aquel balcón solaz
que de muy niña
se asomaba al clamor hirviente de las calles,
y ahora lo veo todo
irse desmadejándose encima de tu cuerpo,
detrás
detrás
detrás
y todavía
mi pequeño puñal de niña sin palabras,
DEPRISA,
MÁS,
CAER
Y SIN EMBARGO,
un cuerpo que se rompe,
EL CABO FINAL DE LA MADEJA,
aquel reloj de arena creciendo
desmesuradamente
mientras cae
cada pequeña muerte en granazón,
y todas se reúnen,
y la arena se agranda
hasta cubrir toda la habitación
con un murmullo seco de sombras alejándose.
En este sueño, padre,
puedo verte jugando con mis manos.
Cuando las manos eran cálidas y obradoras.
Lápices de ternura,
que nos llevaban siempre a emborronar los sueños.
R. A. 1990
En la última tarde tu mirada tenía
un dolor a jardines descuidados,
una luz huidiza y astillada,
un caminar de hombre con mirada de trapo,
y un corazón tartamudo.
Llevabas un temblor de naufragio y una venda en los ojos.
El temblor también es una forma de mirar.
Y tú temblabas mientras tu luz caía.
Crepitar es caer. Pero hacia dentro.
Estaba requiriendo una llamada.
Estabas demorándote
en aquellos días primeros del verano,
contra un presentimiento de invernadero triste,
de sangre requisada.
Perdido en las aduanas del corazón.
Supe que te morías por tus ojos.
Esos ojos que eran
con dolor a madera,
con sabor a manzanas,
párpados de cobre
como cofres de lluvia
que se abrían con lástima.
Ahora todo es ausencia.
Los pájaros que encuentro,
el crujir de la tierra sobre la mansa lluvia,
el llanto de los niños detrás de las palabras.
A veces el pensamiento se ensombrece de pronto
y declina el mundo aún más deprisa
y nos sobreviene una noche destemplada, una herida negra.
Sé que me buscaste.
En esa larga noche de imperdibles sin rumbo,
en el instante mismo en que tu cuerpo
se astilló para siempre
y tu llama empezaba a ser fractura,
témpano,
camisa desplomándose.
El verano se acaba.
y los recuerdos ruedan
sobre los empedrados negros
como regueros de sombra.
Y es cierto que tal vez puedas vivir años y años
sin regresar de una sonrisa
Y tú estás regresando
con el verdor de los arces en la lluvia
sobre la claraboya más blanca de la luz.
Y tu frente ha tomado
la difícil transparencia del brezo o la retama.
Y veo descarriarse de pronto
aquel ovillo de lana triste
que fue toda mi infancia,
aquella habitación de costurera
aquel balcón solaz
que de muy niña
se asomaba al clamor hirviente de las calles,
y ahora lo veo todo
irse desmadejándose encima de tu cuerpo,
detrás
detrás
detrás
y todavía
mi pequeño puñal de niña sin palabras,
DEPRISA,
MÁS,
CAER
Y SIN EMBARGO,
un cuerpo que se rompe,
EL CABO FINAL DE LA MADEJA,
aquel reloj de arena creciendo
desmesuradamente
mientras cae
cada pequeña muerte en granazón,
y todas se reúnen,
y la arena se agranda
hasta cubrir toda la habitación
con un murmullo seco de sombras alejándose.
En este sueño, padre,
puedo verte jugando con mis manos.
Cuando las manos eran cálidas y obradoras.
Lápices de ternura,
que nos llevaban siempre a emborronar los sueños.
R. A. 1990