EL DESVAN
Quién de niño, no ha sentido esa atracción angustiosa de saber qué cosas misteriosas se guardaban allí arriba, donde el abuelo te anunciaba fantasmas y ratas enormes, temeroso de que “enredes con los trastos y le desordenes el desván”.
Así es que yo conseguí subir con autorización, en los últimos años de la niñez, consciente de que en el desván solo se guardabalos trastos viejos, fuera de uso o recuerdos de familia, y esto fue lo que encontré.
Tras subir dos tramos de escalera, desembocabas en la puerta del desván que era espacioso y bien ventilado por tres ventanas que asomaban a la Calle Nueva. En un rincón del desván había una estancia cuyas paredes estaban construidas con tarimas, el centro de la estancia lo ocupaba un camastro donde el abuelo dormía la siesta en verano, en la pared de enfrente, el tio Jesús en sus años mozos, había pintado sobre la tarima con pinturas de cera el dibujo de una mujer lavando sobre una artesa, a escala mayor del natural; aquella figura tenía una mirada inquietante que te seguía en tus movimientos. A los pies de la cama un baul con ropajes viejos y no lejos de la cabecera, colgado sobre la pared un cajón con dos divisiones a modo de baldas en las que se apilaban una docena de libros y algunas revistas militares y otras de corte y confección. Aquello era la biblioteca de la casa, años después me llamaba la atención que entre los libros había varios de ordenanzas militares, algunos de la República. Guardo especial recuerdo de un libro pequeñito que fue mi primer lectura sin “estampas ni santos”, se trataba del Conde Lucanor.
Del techo del desván colgaban varales en los que se oreaba la matanza, y unas tablas que pendían de unas cuerdas sobre las que se habían dispuesto unas tapas de latas de conserva que dificultaban el deslizamiento de los ratones hasta los quesos en las que se curaban. En otra zona del desván, en los veranos maduraban una carga de melones ocultos entre el grano de un montón de trigo y ya en septiembre en la vendimia del majuelo del abuelo, se separaban los racimos de moscatel para tender sobre hojas de periódico en el suelo y así conservarse casi hasta Navidad.
No era la conservación alimentaria que también se hacía en la panera, lo que mas me intrigaba, sino lo que se ocultaba en los arcones o escondrijos mas discretos. Levantar la tapa de aquel gran arcón, suponía un esfuerzo considerable para nuestros pocos años, pero la curiosidad lo superaba: tiempo después supe entender los enseres que se guardaban en aquel arcón: era el depósito de los bienes de la Cofradía de las Animas, en la que el abuelo fue el Hermano Mayor hasta su extinción. Libros forrados en pergamino en los que en letra grande y prieta estaban escritas oraciones y jaculatorias o el paño negro de un estandarte en el que campeaban unas letras doradas de estilo gótico, cordones o cíngulos dorados terminados en exuberantes borlones y una campanilla de triste tañer que imagino anunciaba el paso de cofradía amén de otros objetos litúrgicos, mezclados en casual desorden con cacharros de la matanza o de hacer fideos.
La Cofradía de las Animas debió existir hasta los años cuarenta, pues siempre oí decir que su última salida ocurrió en el acompañamiento al funeral de la abuela, que fue por esos años. En las procesiones, los cofrades se tocaban con una capa castellana.
Siguiendo con los descubrimientos, recuerdo que en una pared del desván siempre conocí colgado un cuadro de gran formato y aspecto tenebroso debido a su color casi negro (imagino que a causa del humo de las velas) en el que se adivinaba la figura de un fraile, que bien podría ser un San Antonio. En uno de nuestros juegos con mis hermanos, el cuadro se descolgó dejando a la vista una hornacina excavada en la pared, donde ¡oh, sorpresa ¡apareció un arsenal, allí había dos granadas de piña, peines con balas para el fusil Mauser, correajes con cartucheras, dos bayonetas caladas en su tahalí y dos navajas cabriteras de dimensiones impresionantes (30 cms de hoja) que se utilizaban para desollar mulas. Con los años supe que todo este material había sido traido como recuerdo por mis dos tíos, militares profesionales y que las navajas eran utilizadas por el abuelo en su profesión de pellejero.
Pero el objeto mas preciado que encontré, fue en el cajón de una desvencijada mesa envuelto en un fardel negro. Allí estaba, una preciosa pistola del principios del siglo XIX con dos cañones abatibles de sección exagonal y paralelos, de entre los cuales salía un estilete de 15 cms.., el principio de funcionamiento era el mismo que las escopetas de caza, con retrocarga, dos perrillos o percutores y gatillos escamoteables, la culata tipo trabuco con cachas en madera negra y cantonera metálica, el arma no medía mas de 20 cms. y estaba toda ella niquelada. Con los años, ya de estudiante, traje conmigo a Madrid el arma y en un encuentro con los amigos en los Jardines de Sabatini, les mostré el arma ufano, como objeto de museo, me desaconsejaron su tenencia (corrían los años 60) y ese mismo día la pistola acabó en las manos de un anticuario del Rastro por cuatro perras. Era una hermosa arma.
A la muerte del abuelo, los objetos se desperdigaron, aunque la casa sigue en pie y habitada, apenas ha sufrido modificaciones.
Quién de niño, no ha sentido esa atracción angustiosa de saber qué cosas misteriosas se guardaban allí arriba, donde el abuelo te anunciaba fantasmas y ratas enormes, temeroso de que “enredes con los trastos y le desordenes el desván”.
Así es que yo conseguí subir con autorización, en los últimos años de la niñez, consciente de que en el desván solo se guardabalos trastos viejos, fuera de uso o recuerdos de familia, y esto fue lo que encontré.
Tras subir dos tramos de escalera, desembocabas en la puerta del desván que era espacioso y bien ventilado por tres ventanas que asomaban a la Calle Nueva. En un rincón del desván había una estancia cuyas paredes estaban construidas con tarimas, el centro de la estancia lo ocupaba un camastro donde el abuelo dormía la siesta en verano, en la pared de enfrente, el tio Jesús en sus años mozos, había pintado sobre la tarima con pinturas de cera el dibujo de una mujer lavando sobre una artesa, a escala mayor del natural; aquella figura tenía una mirada inquietante que te seguía en tus movimientos. A los pies de la cama un baul con ropajes viejos y no lejos de la cabecera, colgado sobre la pared un cajón con dos divisiones a modo de baldas en las que se apilaban una docena de libros y algunas revistas militares y otras de corte y confección. Aquello era la biblioteca de la casa, años después me llamaba la atención que entre los libros había varios de ordenanzas militares, algunos de la República. Guardo especial recuerdo de un libro pequeñito que fue mi primer lectura sin “estampas ni santos”, se trataba del Conde Lucanor.
Del techo del desván colgaban varales en los que se oreaba la matanza, y unas tablas que pendían de unas cuerdas sobre las que se habían dispuesto unas tapas de latas de conserva que dificultaban el deslizamiento de los ratones hasta los quesos en las que se curaban. En otra zona del desván, en los veranos maduraban una carga de melones ocultos entre el grano de un montón de trigo y ya en septiembre en la vendimia del majuelo del abuelo, se separaban los racimos de moscatel para tender sobre hojas de periódico en el suelo y así conservarse casi hasta Navidad.
No era la conservación alimentaria que también se hacía en la panera, lo que mas me intrigaba, sino lo que se ocultaba en los arcones o escondrijos mas discretos. Levantar la tapa de aquel gran arcón, suponía un esfuerzo considerable para nuestros pocos años, pero la curiosidad lo superaba: tiempo después supe entender los enseres que se guardaban en aquel arcón: era el depósito de los bienes de la Cofradía de las Animas, en la que el abuelo fue el Hermano Mayor hasta su extinción. Libros forrados en pergamino en los que en letra grande y prieta estaban escritas oraciones y jaculatorias o el paño negro de un estandarte en el que campeaban unas letras doradas de estilo gótico, cordones o cíngulos dorados terminados en exuberantes borlones y una campanilla de triste tañer que imagino anunciaba el paso de cofradía amén de otros objetos litúrgicos, mezclados en casual desorden con cacharros de la matanza o de hacer fideos.
La Cofradía de las Animas debió existir hasta los años cuarenta, pues siempre oí decir que su última salida ocurrió en el acompañamiento al funeral de la abuela, que fue por esos años. En las procesiones, los cofrades se tocaban con una capa castellana.
Siguiendo con los descubrimientos, recuerdo que en una pared del desván siempre conocí colgado un cuadro de gran formato y aspecto tenebroso debido a su color casi negro (imagino que a causa del humo de las velas) en el que se adivinaba la figura de un fraile, que bien podría ser un San Antonio. En uno de nuestros juegos con mis hermanos, el cuadro se descolgó dejando a la vista una hornacina excavada en la pared, donde ¡oh, sorpresa ¡apareció un arsenal, allí había dos granadas de piña, peines con balas para el fusil Mauser, correajes con cartucheras, dos bayonetas caladas en su tahalí y dos navajas cabriteras de dimensiones impresionantes (30 cms de hoja) que se utilizaban para desollar mulas. Con los años supe que todo este material había sido traido como recuerdo por mis dos tíos, militares profesionales y que las navajas eran utilizadas por el abuelo en su profesión de pellejero.
Pero el objeto mas preciado que encontré, fue en el cajón de una desvencijada mesa envuelto en un fardel negro. Allí estaba, una preciosa pistola del principios del siglo XIX con dos cañones abatibles de sección exagonal y paralelos, de entre los cuales salía un estilete de 15 cms.., el principio de funcionamiento era el mismo que las escopetas de caza, con retrocarga, dos perrillos o percutores y gatillos escamoteables, la culata tipo trabuco con cachas en madera negra y cantonera metálica, el arma no medía mas de 20 cms. y estaba toda ella niquelada. Con los años, ya de estudiante, traje conmigo a Madrid el arma y en un encuentro con los amigos en los Jardines de Sabatini, les mostré el arma ufano, como objeto de museo, me desaconsejaron su tenencia (corrían los años 60) y ese mismo día la pistola acabó en las manos de un anticuario del Rastro por cuatro perras. Era una hermosa arma.
A la muerte del abuelo, los objetos se desperdigaron, aunque la casa sigue en pie y habitada, apenas ha sufrido modificaciones.