Recuerdo la casa de mis abuelos, en mi pueblo, donde en mi infancia pasaba con mi familia todos los años las vacaciones de verano. Era una casa antigua de pueblo con muros grueso, con una oscura y fresca bodega en la planta baja donde el abuelo tenía algunas tinajas de vino. A través de una escalera de madera chirriante se subía a una amplia cocina de la que salían a izquierda y derecha dos salas cada una de las cuales tenía dos pequeñas y oscuras alcobas en cuyas paredes colgaba un antiguo candil de aceite. Pero lo que más me llamaba la atención de la casa era el desván al que se accedía desde otra escalera que salía de la cocina. En aquel desván se encontraba de todo, como en cualquier otro desván de aquellos tiempos: baúles, arcas, objetos en desuso, distintos utensilios a los que yo entonces no prestaba mucha atención, grandes banastas que el abuelo usaba para recoger los higos y que a finales de agosto contenían gran cantidad de ellos, unos se comían, otros se ensartaban para ponerlos a secar y los que se iban pasando se les echaba a los cerdos. Pero entre todas las cosa del desván había algo muy especial, un horno grande de barro en el que, en el pasado, mis abuelos cocían pan para venderlo aunque cuando yo lo conocí, solamente se amasaba y cocía para el consumo familiar. Junto al horno, había dos grandes mesas de madera donde se amasaba, al extremo de una de ellas un torno, una romana y todo lo necesario para hacer el pan. Cada vez que se hacía pan era todo un acontecimiento para los niños que como siempre esperábamos la pajarita de pan que nos hacían en especial para nosotros. ¡qué bonitos recuerdo!
M. P.
M. P.