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CUENCA DE CAMPOS: Han pasado muchos años pero lo recuerdo como si fuera...

Han pasado muchos años pero lo recuerdo como si fuera ayer. Yo era muy joven, y creía en la ilusión de que la inteligencia humana es capaz de todo. Y por eso me entregué al estudio sin medida. No bastándome la lectura de multitud de libros, pasaba la mitad de la noche meditando sobre las cuestiones más abstrusas. Una fortísima neurastenia me obligó a abandonar, e incluso a dejar la ciudad, llena de tentaciones para un cerebro agotado como el mío, y a refugiarme en una remota campiña de la Umbría. Me limitaba a una vida casi vegetativa, pero no animalesca. Hojeaba algún libro, rezaba, paseaba mucho por los campos floridos (era mayo), contemplaba la mies cargada y verde moteada de amapolas, las hileras de chopos que se extendían junto a los canales, las montañas azules que cerraban el horizonte, la obra del hombre en los campos y los caseríos. Una tarde, o mejor, una noche, mientras esperaba el sueño que no llegaba sentado en la hierba de un prado, escuchaba las plácidas conversaciones de unos campesinos que contaban cosas muy sencillas, pero ni vulgares ni frívolas como suele pasar con otra gente. Nuestro campesino habla poco y toma la palabra para decir cosas oportunas, sensatas y en ocasiones sabias. Finalmente calló, como si la majestad serena y solemne de aquella noche itálica, sin luna y repleta de estrellas, hubiera derramado sobre esos sencillos espíritus un misterioso encanto. Rompió el silencio, pero no el encanto, la voz grave del corpulento campesino, tosco en apariencia, que tumbado en el prado con la mirada fija en las estrellas exclamó: “ ¡Qué belleza! Y, sin embargo, hay quien dice que Dios no existe”. Lo repito, esa frase de aquel campesino en aquel lugar y en aquel momento, después de meses de estudio arduo, me tocó tan dentro que recuerdo aquella escena como si fuera ayer. Un excelso poeta hebreo sentenció hace tres mil años: “los cielos cuentan la gloria de Dios”. Uno de los más célebres filósofos de los tiempos modernos escribió: “Dos cosas me llenan el corazón de admiración y reverencia: el cielo estrellado sobre mí y las leyes morales en el corazón”. Aquel campesino umbro no sabía ni siquiera leer. Pero había en él, custodio de una vida sencilla y laboriosa, una apertura por la que entraba la luz del Misterio, con una potencia no mucho menor que la de los profetas y quizá superior a la de los filósofos.

Enrico Fermi (Premio Nobel de Física en 1938)