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CUENCA DE CAMPOS: El tren expreso...

El tren expreso

Habiéndome robado el albedrío
un amor tan infausto como mío,
ya recobrada la quietud y el seso,
volvía de París en tren expreso.
Y cuando estaba ajeno de cuidado,
como un pobre viajero fatigado,
para pasar bien cómoda la noche,
muellemente acostado,
al arrancar el tren, subió a mi coche,
seguida de una anciana,
una joven hermosa,
alta, rubia, delgada y muy graciosa,
digna de ser morena y sevillana.

Luego, a una voz de mando,
por algún héroe de las artes dada,
empezó el tren a trepidar, andando
con un trajín de fiera encadenada.
Al dejar la estación, lanzó un gemido
la máquina, que libre se veía,
y corriendo al principio solapada,
cual la sierpe que sale de su nido,
ya, al claro resplandor de las estrellas,
por los campos, rugiendo, parecía
un león con melena de centellas.

Cuando miraba atento
aquel tren que corría como el viento,
con sonrisa impregnada de amargura
me preguntó la joven con dulzura:
- ¿Sois español?-. Y a su armonioso acento,
tan armonioso y puro que aun ahora
el recordarlo sólo me embelesa,
-Soy español- le dije -. ¿Y vos, señora?
-Yo -dijo- soy francesa.
-Podéis -le repliqué con arrogancia-
la hermosura alabar de vuestro suelo;
pues creo, como hay Dios, que es vuestra Francia
un país tan hermoso como el cielo.
-Verdad que es el país de mis amores
el país del ingenio y de la guerra;
pero, en cambio -me dijo-, es vuestra tierra
la patria del honor y de las flores.
No os podéis figurar cuánto me extraña
que, al ver sus resplandores,
el sol de vuestra España
no tenga, como el de Asia, adoradores.
Y después de halagarnos, obsequiosos,
del patrio amor el puro sentimiento,
entrambos nos quedamos silenciosos,
como heridos de un mismo pensamiento.

Caminar entre sombras es lo mismo
que dar vueltas por sendas mal seguras
en el fondo sin fondo de un abismo.
Juntando a la verdad mil conjeturas,
veía allá a lo lejos, desde el coche,
agitarse sin fin cosas oscuras,
y en torno cien especies de negruras
tomadas de cien partes de la noche.
¡Calor de fragua a un lado; al otro frío!
¡Lamentos de la máquina, espantosos,
que agregan el terror y el desvarío
a todos estos limbos misteriosos!...
¡Las rocas, que parecen esqueletos!...
¡Las nubes, con entrañas abrasadas!...
¡Luces tristes! ¡Tinieblas alumbradas!...
¡El horror que hace grandes los objetos!...
¡Claridad espectral de la neblina!...
¡Juegos de llama y humo indescriptibles!...
¡Unos grupos de bruma blanquecina
esparcidos por dedos invisibles!
¡Masas informes!... ¡Límites inciertos!...
¡Montes que se hunden! ¡Árboles que crecen!
¡Horizontes lejanos que parecen
vagas costas del reino de los muertos!
¡Sombra, humareda, confusión y nieblas!...
¡Acá lo turbio..., allá lo indiscernible!...
¡Y entre el humo del tren y las tinieblas,
aquí una cosa negra, allí otra horrible!

¡Cosa rara! Entre tanto,
al lado de mujer tan seductora,
no podía dormir, siendo yo un santo
que duerme, cuando no ama, a cualquier hora.
Mil veces intenté quedar dormido,
mas fue inútil empeño:
admiraba a la joven, y es sabido
que a mí la admiración me quita el sueño.
Yo estaba inquieto, y ella,
sin echar sobre mí mirada alguna,
abrió la ventanilla de su lado,
y como un ser prendado de la luna,
miró al cielo azulado,
preguntó, por hablar, qué hora sería,
y al ver correr cada fugaz estrella,
- ¡Ved un alma que pasa! -me decía.

- ¿Vais muy lejos? -con voz ya conmovida
le pregunté a mi joven compañera.
- ¡Muy lejos -contestó-: voy decidida
a morir a un lugar de la frontera!
Y se quedó pensando en lo futuro,
su mirada en el aire distraída,
cual se mira en la noche un sitio oscuro
donde fue una visión desvanecida.
- ¿No os habrá divertido
-le repliqué galante—,
la ciudad seductora,
en donde todo amante
deja recuerdos y se trae olvido?
- ¿Lo traéis vos? -me dijo con tristeza.
-Todo en París lo hace olvidar, señora,
-le contesté-: la moda y la riqueza.
Yo me vine a París desesperado,
por no ver en Madrid a cierta ingrata.
-Pues yo vine —exclamó-, y hallé casado
a un hombre ingrato a quien amé soltero.
-Tengo un rencor -le dije- que me mata.
-Yo una pena -me dijo- que me muero.
Y al recuerdo infeliz de aquel ingrato,
siendo su mente espejo de mi mente,
quedándose en silencio un grande rato,
pasó una larga historia por su frente.

Como el tren no corría, que volaba,
era tan vivo el viento, era tan frío,
que el aire parecía que cortaba:
así el lector no extrañará que, tierno,
cuidase de su bien más que del mío;
pues hacía un gran frío, tan gran frío,
que echó al lobo del bosque aquel invierno,
y cuando ella, doliente,
con el cuerpo aterido,
- ¡Tengo frío! -me dijo dulcemente,
con voz que, más que voz, era un balido,
me acerqué a contemplar su hermosa frente,
y os juro por el cielo
que a aquel reflejo de la luz, escaso,
la joven parecía hecha de raso,
de nácar, de jazmín y terciopelo.
Y creyendo invadidos por el hielo
aquellos pies tan lindos,
desdoblando mi manta zamorana,
que tenía más borlas verde y grana
que todos los cerezos y los guindos
que en Zamora se crían,
cual si fuese una madre cuidadosa,
con la cabeza ya vertiginosa,
le tapé aquellos pies, que bien podrían
ocultarse en el cáliz de una rosa.

¡De la sombra y el fuego al claroscuro
brotaban perspectivas espantosas,
y me hacía el efecto de un conjuro
al ver reverberar en cada muro
de la sombra las danzas misteriosas!...
¡La joven, que acostada traslucía,
con su aspecto ideal, su aire sencillo,
y que, más que mujer, me parecía
un ángel de Rafael o de Murillo!
¡Sus manos por las venas serpenteadas,
que la fiebre abultaba y encendía,
hermosas manos, que a tener cruzadas
por la oración habitual tendía!...
¡Sus ojos, siempre abiertos, aunque a oscuras,
mirando al mundo de las cosas puras!
¡Su blanca faz de palidez cubierta!
¡Aquel cuerpo a que daban sus posturas
la celeste fijeza de una muerta!...
¡Las fajas tenebrosas
del techo, que irradiaba tristemente
aquella luz de cueva submarina,
y esa continua sucesión de cosas,
que así en el corazón como en la mente
acaban por formar una neblina!...
¡Del tren expreso la infernal balumba!...
¡La claridad de cueva que salía
del techo de aquel coche, que tenía
la forma de la tapa de una tumba!...
¡La visión triste y bella
del sublime concierto
de todo aquel sublime desconcierto,
me hacían traslucir en torno de ella
algo vivo rondando un algo muerto!

De pronto, atronadora,
entre un humo que surcan llamaradas,
despide la feroz locomotora
un torrente de notas aflautadas,
para anunciar, al despuntar la aurora,
una estación, que en feria convertía
el vulgo con su eterna gritería,
la cual, susurradora y esplendente,
con las luces del gas brillaba enfrente,
y al llegar, un gemido
lanzado, prolongado y lastimero,
el tren en la estación entró seguido,
cual si entrase un reptil en su agujero.