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CUENCA DE CAMPOS: Y continuando la infeliz historia,...

Y continuando la infeliz historia,
que aún vaga como un sueño en mi memoria,
veo al fin, a la luz de la alborada,
que el rubio de oro de su pelo brilla
cual la paja de trigo calcinada
por agosto en los campos de Castilla,
y con semblante cariñoso y serio,
y una expresión del todo religiosa,
como llevando a cabo algún misterio,
después de un - ¡Ay Dios mío!-,
me dijo señalando un cementerio:
- ¡Los que duermen allí no tienen frío!

El humo, en ondulante movimiento,
dividiéndose a un lado y a otro lado,
se tiende por el viento
cual la crin de un caballo desbocado.
Ayer era otra fauna, hoy otra flora;
verdura y aridez, calor y frío;
andar tantos kilómetros por hora
causa al alma el mareo del vacío;
pues salvando el abismo, el llano, el monte,
con un ciego correr que al rayo excede,
en loco desvarío,
sucede un horizonte a otro horizonte,
y una estación a otra estación sucede.

Más ciego cada vez por la hermosura
de la mujer aquella,
al fin la hablé con la mayor ternura,
a pesar de mis muchos desengaños;
porque al viajar en tren con una bella
va, aunque un poco al azar y a la ventura,
muy deprisa el amor a los treinta años.
- ¿Y adónde vais ahora?
-pregunté a la viajera-.
-Marcho, olvidada de mi amor primero
-me respondió sincera-
a esperar el olvido un año entero.
-Pero... ¿y después -le pregunté-, señora?
-Después... -me contestó- ¡lo que Dios quiera!

Y porque así sus penas distraía,
las mías le conté con alegría,
y un cuento amontoné sobre otro cuento,
mientras ella, abstrayéndose, veía
las gradaciones de color que hacía
la luz descomponiéndose en el viento.
Y haciendo yo castillos en el aire,
o, como dicen ellos, en España,
le referí, no sé si con donaire,
los cuentos que contó Mari-Castaña.
En mis cuadros risueños,
pintando mucho amor y mucha pena,
como el que tiene la cabeza llena
de heroínas francesas y de ensueños,
había cada llama
capaz de poner fuego al mundo entero;
y no faltaba nunca un caballero
que, por gustar solícito a su dama,
le sirviese, siendo héroe, de escudero.
Y ya de un nuevo amor en los umbrales,
cual si fuese el aliento nuestro idioma,
más bien que con la voz, con las señales,
esta verdad tan grande como un templo
la convertí en axioma:
que para dos que se aman tiernamente,
ella y yo, por ejemplo,
es cosa ya olvidada, por sabida,
que un árbol, una piedra y una fuente
pueden ser el edén de nuestra vida.

Como en amor es credo,
o artículo de fe que yo proclamo,
que en este mundo de pasión y olvido,
o se oye conjugar el verbo ''te amo'',
o la vida mejor no importa un bledo,
aunque entonces, como a hombre arrepentido,
el ver una mujer me daba miedo,
más bien desesperado que atrevido,
-Y un nuevo amor -le pregunté amoroso-,
¿no os haría olvidar viejos amores?
Mas ella, sin dar tregua a sus dolores,
contestó con acento cariñoso:
-La tierra está cansada de dar flores;
necesito algún año de reposo.

Marcha el tren tan seguido, tan seguido,
como aquel que patina por el hielo,
y en confusión extraña
parecen confundidos tierra y cielo,
monte la nube, y nube la montaña,
pues cruza de horizonte en horizonte
por la cumbre y el llano,
ya la cresta granítica de un monte,
ya la elástica turba de un pantano,
ya entrando por el hueco
de algún túnel que horada las montañas,
a cada horrible grito
que lanzando va el tren, responde el eco,
y hace vibrar los muros de granito,
estremeciendo al mundo en sus entrañas,
y dejando aquí un pozo, allí una sierra,
nubes arriba, movimiento abajo,
en laberinto tal, cuesta trabajo
creer en la existencia de la tierra.

Las cosas que miramos
se vuelven hacia atrás en el instante
que nosotros pasamos,
y conforme va el tren hacia adelante,
parece que desandan lo que andamos;
y a sus puestos volviéndose, huyen y huyen
en raudo movimiento
los postes del telégrafo clavados
en fila a los costados del camino,
y como gota a gota, fluyen, fluyen,
uno, dos, tres y cuatro, veinte y ciento,
y formando confuso y ceniciento
el humo con la luz un remolino,
no distinguen los ojos deslumbrados
si aquello es sueño, tromba o torbellino.

¡Oh, mil veces bendita
la inmensa fuerza de la mente humana,
que así el ramblizo como el monte allana,
y al mundo echando su nivel, lo mismo
los picos de las rocas decapita,
que levanta la tierra,
formando un terraplén sobre un abismo
que llena con pedazos de una sierra!
¡Dignas son, ¡vive Dios!, estas hazañas,
no conocidas antes,
del poderoso anhelo
de los grandes gigantes
que, en su ambición para escalar el cielo,
un tiempo amontonaron las montañas!

Corría en tanto el tren con tal premura,
que el monte abandonó por la ladera,
la colina dejó por la llanura,
y la llanura, en fin, por la ribera;
y al descender a un llano,
sitio infeliz de la estación postrera,
le dije con amor: - ¿Sería en vano
que amaros pretendiera?
¿Sería como un niño que quisiera
alcanzar a la luna con la mano?
Y contestó con lívido semblante:
-No sé lo que seré más adelante,
cuando ya soy vuestra mejor amiga.
Yo me llamo Constancia, y soy constante;
¿qué más queréis -me preguntó- que os diga?
Y, bajando al andén, de angustia llena,
con prudencia fingió que distraía
su inconsolable pena
con la gente que entraba y que salía;
pues la estación del pueblo parecía
la loca dispersión de una colmena.

Y, con dolor profundo,
mirándome a la faz desencajada,
cual mira a su doctor un moribundo,
siguió: -Yo os juro, cual mujer honrada,
que el hombre que me dio con tanto celo
un poco de valor contra el engaño,
o aquí me encontrará dentro de un año,
o allí... -me dijo, señalando al cielo,
y enjugando después con el pañuelo
algo de espuma de color de rosa
que asomaba a sus labios amarillos.
El tren (cual la serpiente que, escamosa,
queriendo hacer que marcha y no marchando,
ni marcha ni reposa),
mueve y remueve, ondeando y más ondeando,
de su cuerpo flexible los anillos;
y al tiempo en que ella y yo la mano alzando,
volvimos, saludando, la cabeza,
la máquina un incendio vomitando,
grande en su horror y horrible en su belleza,
el tren llevó hacia sí, pieza tras pieza,
vibró con furia y lo arrastró silbando.