La emperatriz Sofía
cuatro veces al año repartía
en pública sesión dos medallones,
cada cual de valor de cien doblones,
premio del colegial y colegiala
que eran en los exámenes juzgados
en grado superior aventajados.
Vestiditos de gala,
y de curiosa multitud cercados,
entraban juntos en la rica sala,
donde, al son de trompetas y atabales,
a veces con la joya recibían
otros diversos dones
de las pródigas manos imperiales;
al paso que en algunas ocasiones
corridos niño y niña se veían
al recibir, delante
de aquel numerosísimo concurso,
dádiva tan chocante,
que la plebe y la corte, sin recurso,
burlábanse con dura pertinacia
de los dos angelitos: verbigracia,
Benito y Valentina,
chicos de doce abriles,
él docto en la gramática latina,
y hábil ella en labores femeniles,
fueron los dos electos
por la junta de escuelas competente
como pareja igual, sobresaliente,
como alumnos perfectos
de latín y costura. Lindamente.
Pero es el caso que en palacio había
un pajarito azul, que los defectos
de los niños de escuela descubría;
y el pájaro maldito
contó a la Emperatriz... (¡Qué picardía!
Yo, vamos, el pescuezo le torciera),
contó de Valentina y de Benito
la corta friolera
de que él era un llorón y ella una fiera.
Ya llegó el día de función prescrito.
La señorita, pues, y el señorito
prepáranse de prisa y van despacio
(porque mejor los miren) a palacio.
Su Majestad al cuello
les pone, al son del atabal sonoro,
los codiciados medallones de oro;
y después (aquí es ello)
dice a Benito así: -Cierta avecilla
que os atisba las faltas y las pilla,
te acusa de marica y apocado;
por lo cual, que te compren he mandado
ese cumplido chal y esa mantilla:
póntelos de contado.
Y usted, dijo a la niña, que es persona
del sexo débil y de clase fina;
pero que audaz y díscola y gritona,
en vez de Valentina,
merece se la llame Valentona,
sepa que por sus rústicas hombradas,
le va a plantar aquí mi camarera
un par de charreteras encarnadas
y una gorra de pelo granadera.
Pues o renuncian a su ser y nombre,
o han de tener por cualidad primera
dulzura la mujer, valor el hombre.
cuatro veces al año repartía
en pública sesión dos medallones,
cada cual de valor de cien doblones,
premio del colegial y colegiala
que eran en los exámenes juzgados
en grado superior aventajados.
Vestiditos de gala,
y de curiosa multitud cercados,
entraban juntos en la rica sala,
donde, al son de trompetas y atabales,
a veces con la joya recibían
otros diversos dones
de las pródigas manos imperiales;
al paso que en algunas ocasiones
corridos niño y niña se veían
al recibir, delante
de aquel numerosísimo concurso,
dádiva tan chocante,
que la plebe y la corte, sin recurso,
burlábanse con dura pertinacia
de los dos angelitos: verbigracia,
Benito y Valentina,
chicos de doce abriles,
él docto en la gramática latina,
y hábil ella en labores femeniles,
fueron los dos electos
por la junta de escuelas competente
como pareja igual, sobresaliente,
como alumnos perfectos
de latín y costura. Lindamente.
Pero es el caso que en palacio había
un pajarito azul, que los defectos
de los niños de escuela descubría;
y el pájaro maldito
contó a la Emperatriz... (¡Qué picardía!
Yo, vamos, el pescuezo le torciera),
contó de Valentina y de Benito
la corta friolera
de que él era un llorón y ella una fiera.
Ya llegó el día de función prescrito.
La señorita, pues, y el señorito
prepáranse de prisa y van despacio
(porque mejor los miren) a palacio.
Su Majestad al cuello
les pone, al son del atabal sonoro,
los codiciados medallones de oro;
y después (aquí es ello)
dice a Benito así: -Cierta avecilla
que os atisba las faltas y las pilla,
te acusa de marica y apocado;
por lo cual, que te compren he mandado
ese cumplido chal y esa mantilla:
póntelos de contado.
Y usted, dijo a la niña, que es persona
del sexo débil y de clase fina;
pero que audaz y díscola y gritona,
en vez de Valentina,
merece se la llame Valentona,
sepa que por sus rústicas hombradas,
le va a plantar aquí mi camarera
un par de charreteras encarnadas
y una gorra de pelo granadera.
Pues o renuncian a su ser y nombre,
o han de tener por cualidad primera
dulzura la mujer, valor el hombre.