GATóN DE CAMPOS: UNA APROXIMACION AL PUEBLO Y SU PAISAJE
Gatón está recostado y como arrebujado sobre una suave loma orientada a poniente y junto el río que más risas provoca cuando se le mienta, ‘El Sequillo’.
El entorno, y hasta donde alcanza la vista –que en los días despejados pueden verse las montañas que todo el mundo conoce como las de León, aunque en realidad se trata de las de Palencia-, es una inmensa llanura parda, llena de un extenso e inabarcable vacío, salpicado de escasos árboles, ruinosos palomares hoy, ayer ciclópeas y sólidas construcciones, pero siempre solitarios.
Del pueblo solo destaca y se distingue en la lejanía, que por estas tierras puede ser de varios kilómetros a la redonda, una fornida torre de piedra rematada por una veleta que en total supera los veinticinco metros de altura. El resto del pueblo se confunde y aúna con las tierras que lo circundan, como nacido de ellas, dejando ver de vez en cuando un paño de pared blanca, producto de un encalado más o menos reciente, el rojo de un tejado nuevo o el gris del cemento de una pared de reciente construcción y la uralita de su techumbre.
La traza de sus calles es regular, yo diría que incluso notable en su delineación y proporciones, mostrando aquí o allá casas con fachadas de una cierta altivez constructiva y adornadas con pequeños escudos de piedra, incrustados en el adobe y la trulla o en el simple y pelado tapial, alusivos a su antigua condición eclesial y que algunos identifican con pasados gloriosos tiempos de la Inquisición, compuestos por cruces, mitras, báculos y llaves de San Pedro, siendo el resto de las casas, la mayoría de humilde o simple condición de barro, en las que destaca el enmarcado en yeso, muy blanco, de sus puertas y ventanas pintadas –por lo general- de marrón carmelita.
Sus calles, antes sin empedrar y pavimentadas con todo tipo de materiales como trozos de piedra, ladrillos, tejas, e incluso restos de cántaros y cazuelas de barro, cantos rodados a los que llamamos “pitas”, unidos por la tierra del entorno, que en tiempo de verano propiciaba grandes polvaredas y en invierno barrizales que obligaban a grandes y pequeños a caminar con las albarcas y más recientemente, como signo de progreso, con unos chanclos de goma.
En los años de nuestra infancia, a que se refiere estos recuerdos, tan solo dos árboles ornaban, vigilaban y daban fe de la existencia de dicho género y especie a ambos lados de la entrada principal de la iglesia del pueblo, el resto se encontraban esparcidos en exiguas cantidades en los aledaños del mismo. El resto del campo es un inmenso yermo, en el que lo más vertical que destaca en el horizonte son los postes de los hilos de la luz.
Visto desde el exterior, desde la carretera local, el pueblo siempre me dio una cierta sensación de fortín, ya que extramuros del mismo solo daban las puertas traseras grandes y sólidas, con algún que otro boquerón de los pajares, sin que ni una sola ventana se asomara al exterior del pueblo, dejando a éstas y a las puertas principales de las casas el acceso por las calles del interior. Y era así en todo su contorno, con tan solo cinco entradas a lo lago de todo el perímetro.
En las tardes de otoño, antes de la puesta del sol, mirando al pueblo desde poniente, su reflejo sobre las paredes de barro, hace que le arranque tonalidades de un amarillo intenso, de modo que los distintos bloques de casas, ligeramente escalonadas, semejan mazacotes de oro apilados.
En el interior, la trama de sus calles era muy simple y a la vez muy práctica. Una enorme mano abierta hubiera encajado perfectamente en el trazado de las mismas: en la Plaza se hubiera enclavado la palma de la mano, correspondiendo cada uno de los dedos con las cinco calles principales: pulgar con la calle de la Iglesia, índice con la calle del Medio, corazón con la calle del Pozo, el anular con la calle del Arrabal, y el meñique con la calle los Atrases, y cerrando, a cada extremo con las calles de las Afueras, y la calle Molillas, que daban acceso directo a la carretera y al puente.
Por el este, pasando la carretera, se encontraban las eras de pan trillar, campo distinto del resto del entorno, que eran tierras de labrantío; los corrales y cercados improductivos que se conocen como “herrenes”, salvo la gran mancha verde de los prados comunales que se extendían a lo largo del río por la parte norte del pueblo, e incluso algunas diminutas huertas al otro lado del mismo.
Unos cientos de metros más allá se levantaban, en torno al pueblo, sólidos y compactos, una docena larga de palomares de diversas formas y tamaños, pero con predominio de los cuadrados y circulares. En algunos de ellos, en los que los tejados vertían a un patio interior y una diminuta puerta daba acceso al mismo, ningún signo externo denotaba la presencia de la mano del hombre en su construcción, dado la total identidad y confusión de estos con la tierra de la que han emergido, barro y paja. Vistos en la distancia parecen hitos que una enorme mano misteriosa hubiera dejado allí para marcar, no se sabe bien que territorio, o como enormes ubres que emergían de la tierra cuando su forma circular se remataba con una torrecita y un adorno a modo de pezón.
El río ponía a lo largo de su recorrido una débil marca, ligeramente verdosa, y la carretera, que corría casi paralela a él, la ponía de color blanco, de la caliza de sus piedras, rompiendo la monotonía parda de toda la extensión de sus tierras de labranza. Un poco más alejado, la leve huella del ferrocarril por donde cada día el tres burra marcaba en negro su lento caminar hacia la capital de la comarca terracampina.
Salpicando la parda y extensa llanura, aquí y allá se ven manchas de un verde con irisaciones de tonos violetas que rompen la uniformidad del paisaje y dan ligeras notas de frescor en el reseco y caluroso verano, o de vida vegetal en el pardo invierno hasta que por fin empiezan a verse los nuevos verdes de los sembrados de trigos o cebadas, augurando una próxima primavera: son los campos de alfalfa que junto con los zarzales y espinos que crecen a la vera de los arroyos, o los cuatro sotillos de chopos, las acacias -cual guardias custodios- a lo largo de la carretera, los frutales que enmarcan el perímetro de algunas huertas y los irregulares cuadros de los majuelos ajedrezando algunas lomas, son todo el verde que completa el magro resumen de un campo llano y extenso hasta el infinito.
Claro que todo esto, que ofrece una imagen de desolación y tristeza permanente, alegra los corazones y los ojos de los labradores, cuando en el mes de mayo, -y antes de que los sembrados se tornen en el tono blanquecino que anuncia la inminente recolección-, puede verse desde cualquier pequeño teso, un inmenso mar verde de espigas que según las mueve el viento, se asemejan a las olas que, aseguran los que han visto el mar, pueden contemplarse en Santander o en Gijón.
En las escasas ocasiones en que la nieve deja caer un profuso manto blanco que dura varios días cubriendo casas, calles, campos y cuanto en ellos hay, bajo un cielo encapotado de nubes blancas y tan próximas que parece que pudieran tocarse con las manos, uno siente la sensación de encontrarse en el interior de un inmenso túnel opaco, cristalino y uniforme que multiplica por cien o por mil la permanente sensación de soledad y abandono.
Gatón está recostado y como arrebujado sobre una suave loma orientada a poniente y junto el río que más risas provoca cuando se le mienta, ‘El Sequillo’.
El entorno, y hasta donde alcanza la vista –que en los días despejados pueden verse las montañas que todo el mundo conoce como las de León, aunque en realidad se trata de las de Palencia-, es una inmensa llanura parda, llena de un extenso e inabarcable vacío, salpicado de escasos árboles, ruinosos palomares hoy, ayer ciclópeas y sólidas construcciones, pero siempre solitarios.
Del pueblo solo destaca y se distingue en la lejanía, que por estas tierras puede ser de varios kilómetros a la redonda, una fornida torre de piedra rematada por una veleta que en total supera los veinticinco metros de altura. El resto del pueblo se confunde y aúna con las tierras que lo circundan, como nacido de ellas, dejando ver de vez en cuando un paño de pared blanca, producto de un encalado más o menos reciente, el rojo de un tejado nuevo o el gris del cemento de una pared de reciente construcción y la uralita de su techumbre.
La traza de sus calles es regular, yo diría que incluso notable en su delineación y proporciones, mostrando aquí o allá casas con fachadas de una cierta altivez constructiva y adornadas con pequeños escudos de piedra, incrustados en el adobe y la trulla o en el simple y pelado tapial, alusivos a su antigua condición eclesial y que algunos identifican con pasados gloriosos tiempos de la Inquisición, compuestos por cruces, mitras, báculos y llaves de San Pedro, siendo el resto de las casas, la mayoría de humilde o simple condición de barro, en las que destaca el enmarcado en yeso, muy blanco, de sus puertas y ventanas pintadas –por lo general- de marrón carmelita.
Sus calles, antes sin empedrar y pavimentadas con todo tipo de materiales como trozos de piedra, ladrillos, tejas, e incluso restos de cántaros y cazuelas de barro, cantos rodados a los que llamamos “pitas”, unidos por la tierra del entorno, que en tiempo de verano propiciaba grandes polvaredas y en invierno barrizales que obligaban a grandes y pequeños a caminar con las albarcas y más recientemente, como signo de progreso, con unos chanclos de goma.
En los años de nuestra infancia, a que se refiere estos recuerdos, tan solo dos árboles ornaban, vigilaban y daban fe de la existencia de dicho género y especie a ambos lados de la entrada principal de la iglesia del pueblo, el resto se encontraban esparcidos en exiguas cantidades en los aledaños del mismo. El resto del campo es un inmenso yermo, en el que lo más vertical que destaca en el horizonte son los postes de los hilos de la luz.
Visto desde el exterior, desde la carretera local, el pueblo siempre me dio una cierta sensación de fortín, ya que extramuros del mismo solo daban las puertas traseras grandes y sólidas, con algún que otro boquerón de los pajares, sin que ni una sola ventana se asomara al exterior del pueblo, dejando a éstas y a las puertas principales de las casas el acceso por las calles del interior. Y era así en todo su contorno, con tan solo cinco entradas a lo lago de todo el perímetro.
En las tardes de otoño, antes de la puesta del sol, mirando al pueblo desde poniente, su reflejo sobre las paredes de barro, hace que le arranque tonalidades de un amarillo intenso, de modo que los distintos bloques de casas, ligeramente escalonadas, semejan mazacotes de oro apilados.
En el interior, la trama de sus calles era muy simple y a la vez muy práctica. Una enorme mano abierta hubiera encajado perfectamente en el trazado de las mismas: en la Plaza se hubiera enclavado la palma de la mano, correspondiendo cada uno de los dedos con las cinco calles principales: pulgar con la calle de la Iglesia, índice con la calle del Medio, corazón con la calle del Pozo, el anular con la calle del Arrabal, y el meñique con la calle los Atrases, y cerrando, a cada extremo con las calles de las Afueras, y la calle Molillas, que daban acceso directo a la carretera y al puente.
Por el este, pasando la carretera, se encontraban las eras de pan trillar, campo distinto del resto del entorno, que eran tierras de labrantío; los corrales y cercados improductivos que se conocen como “herrenes”, salvo la gran mancha verde de los prados comunales que se extendían a lo largo del río por la parte norte del pueblo, e incluso algunas diminutas huertas al otro lado del mismo.
Unos cientos de metros más allá se levantaban, en torno al pueblo, sólidos y compactos, una docena larga de palomares de diversas formas y tamaños, pero con predominio de los cuadrados y circulares. En algunos de ellos, en los que los tejados vertían a un patio interior y una diminuta puerta daba acceso al mismo, ningún signo externo denotaba la presencia de la mano del hombre en su construcción, dado la total identidad y confusión de estos con la tierra de la que han emergido, barro y paja. Vistos en la distancia parecen hitos que una enorme mano misteriosa hubiera dejado allí para marcar, no se sabe bien que territorio, o como enormes ubres que emergían de la tierra cuando su forma circular se remataba con una torrecita y un adorno a modo de pezón.
El río ponía a lo largo de su recorrido una débil marca, ligeramente verdosa, y la carretera, que corría casi paralela a él, la ponía de color blanco, de la caliza de sus piedras, rompiendo la monotonía parda de toda la extensión de sus tierras de labranza. Un poco más alejado, la leve huella del ferrocarril por donde cada día el tres burra marcaba en negro su lento caminar hacia la capital de la comarca terracampina.
Salpicando la parda y extensa llanura, aquí y allá se ven manchas de un verde con irisaciones de tonos violetas que rompen la uniformidad del paisaje y dan ligeras notas de frescor en el reseco y caluroso verano, o de vida vegetal en el pardo invierno hasta que por fin empiezan a verse los nuevos verdes de los sembrados de trigos o cebadas, augurando una próxima primavera: son los campos de alfalfa que junto con los zarzales y espinos que crecen a la vera de los arroyos, o los cuatro sotillos de chopos, las acacias -cual guardias custodios- a lo largo de la carretera, los frutales que enmarcan el perímetro de algunas huertas y los irregulares cuadros de los majuelos ajedrezando algunas lomas, son todo el verde que completa el magro resumen de un campo llano y extenso hasta el infinito.
Claro que todo esto, que ofrece una imagen de desolación y tristeza permanente, alegra los corazones y los ojos de los labradores, cuando en el mes de mayo, -y antes de que los sembrados se tornen en el tono blanquecino que anuncia la inminente recolección-, puede verse desde cualquier pequeño teso, un inmenso mar verde de espigas que según las mueve el viento, se asemejan a las olas que, aseguran los que han visto el mar, pueden contemplarse en Santander o en Gijón.
En las escasas ocasiones en que la nieve deja caer un profuso manto blanco que dura varios días cubriendo casas, calles, campos y cuanto en ellos hay, bajo un cielo encapotado de nubes blancas y tan próximas que parece que pudieran tocarse con las manos, uno siente la sensación de encontrarse en el interior de un inmenso túnel opaco, cristalino y uniforme que multiplica por cien o por mil la permanente sensación de soledad y abandono.