San Román es una localidad situada al oeste de la provincia de Valladolid, lindando ya con Zamora. Es tierra de vinos y está rodeada por tres ríos: el Bajoz, el Hornija y el Duero.
La República se proclamó en San Román con mucha alegría y con la participación de la mayor parte de los vecinos. Antes del 18 de julio del 36 no había mal ambiente en el pueblo. Funcionaba una Sociedad Obrera, había Casa del Pueblo, y los jornaleros acudían a ella para que los propietarios los contrataran con todos los derechos. La Casa del Pueblo de San Román mantenía mucho trato con la de Castronuño, que era muy fuerte. Se oían cosas de otros pueblos, enfrentamientos y peleas entre izquierdas y derechas, pero en San Román no pasó nada importante de reseñar. Había caciques, pero no podían hacer gran cosa. Antes de la República habían abusado mucho de los jornaleros, imponiendo condiciones o pagando menos de lo debido; cuando alguien protestaba, no volvía a trabajar y se contrataba a gente de otras localidades a bajo precio. La República dictó leyes contra estos abusos, y los propietarios acabaron por acatarlas. En el pueblo había un cura enemigo acérrimo de todo lo republicano. Se llamaba Adolfo Chillón. Era un hombre retorcido, de malas intenciones. Más adelante demostró su capacidad de hacer daño.
Hubo intentos de crear problemas en las calles por parte de un jovencito llamado Ernesto, un falangista que fue detenido y trasladado a Valladolid. Este chico era más bien un liante que seguía las consignas de la Falange. Antes del 18 de julio, la derecha intentó a toda costa que en las calles de todos los pueblos hubiera jaleo para poder acusar a la República de la desestabilización social.
El 19 de julio, Ernesto apareció en el pueblo a la cabeza de un grupo armado. Venían en un camión, voceando y cantando. Cuando los vecinos salieron a ver qué pasaba, los apuntaron con los fusiles y los detuvieron. Ese día hubo cerca de 30 detenidos que fueron a parar a los calabozos municipales.
Tras varias deliberaciones en las que intervinieron varios caciques y el propio párroco Chillón, unos veinticinco detenidos fueron obligados a subir al camión con las peores intenciones.
Los familiares de los detenidos vigilaban el ayuntamiento y al ver cómo sacaban a la gente maniatada y a empujones avisaron al Teniente Coronel José de la Mora Requejo, un militar natural del pueblo que se encontraba casualmente allí visitando a su familia. Este militar fue, algo más adelante, uno de los peores azotes de los republicanos, a los que condenó como Juez militar. Sin embargo, se oponía firmemente a los actos espontáneos llevados a cabo por paisanos armados, fueran falangistas o no.
El camión con las víctimas iba por la carretera 122 en dirección a Zamora. En el cruce se encontraron con José de la Mora en mitad de la carretera, que los obligó a parar. Iba vestido de uniforme y armado. Preguntó que quién les había ordenado trasladar a los detenidos y le contestaron que obedecían al cura, Adolfo Chillón. El militar les ordenó volver al pueblo y liberar a los detenidos, entre los que había varias mujeres, como Lola García y Eladia Berrocal. Los de la patrulla no se atrevieron a desobedecerle y volvieron hacia el pueblo, seguidos por el coche del militar, quien nada más llegar a la plaza ordenó que avisaran al cura para que diera explicaciones, pero éste no apareció, oculto en las dependencias de la iglesia, pero no perdonó esta acción, y un tiempo después, cuando tuvo ocasión de denunciar a los vecinos, acusó también a uno de los hermanos del militar, Miguel de la Mora, y al propio teniente coronel, quien al enterarse acudió al pueblo y se enfrentó personalmente con al cura, al que amenazó públicamente.
La familia de la Mora Requejo, una de las más importantes del pueblo, estaba compuesta por la madre, que era viuda, y seis hijos. Entre ellos estaba Juan, gobernador civil de Badajoz, José, militar franquista y Miguel, abogado republicano, político muy conocido en la zona por su actividad en la campaña electoral. Este hombre se salvó porque ese día no estaba en el pueblo, y tras trabajar para la República se exilió en Méjico. Su casa fue asaltada y saqueada, y toda su biblioteca fue quemada en el jardín. Su hermano José, juez del Tribunal de Responsabilidades Políticas intentó detener el expolio, aunque el daño ya estaba hecho.
Los vecinos liberados del camión se libraron de la muerte, pero pronto volvieron a ser detenidos. Los trasladaron a las cárceles de Valladolid y fueron sometidos a juicio oral. En la causa 1001/37, celebrada en la capital, el teniente coronel José de la Mora Requejo testificó a favor de los acusados, por lo que no se dictaron penas de muerte, a pesar de que se pedían 23. Por fin, los vecinos fueron condenados a penas de entre 12 y 6 años y un día.
Años después, ante la llegada de la democracia, personas desconocidas quemaron los archivos municipales en la dehesa de las reses bravas, quedando únicamente unos libros de registro. Desaparecían así de la historia del pueblo las pruebas documentales de muchos abusos y delitos cometidos durante aquellos días. Sin embargo, lo ocurrido permaneció en la memoria de las víctimas y en el propio devenir del pueblo, que con la mayor parte de los trabajadores encarcelados comenzaba un declive económico y demográfico irrecuperable hasta el día de hoy.
La República se proclamó en San Román con mucha alegría y con la participación de la mayor parte de los vecinos. Antes del 18 de julio del 36 no había mal ambiente en el pueblo. Funcionaba una Sociedad Obrera, había Casa del Pueblo, y los jornaleros acudían a ella para que los propietarios los contrataran con todos los derechos. La Casa del Pueblo de San Román mantenía mucho trato con la de Castronuño, que era muy fuerte. Se oían cosas de otros pueblos, enfrentamientos y peleas entre izquierdas y derechas, pero en San Román no pasó nada importante de reseñar. Había caciques, pero no podían hacer gran cosa. Antes de la República habían abusado mucho de los jornaleros, imponiendo condiciones o pagando menos de lo debido; cuando alguien protestaba, no volvía a trabajar y se contrataba a gente de otras localidades a bajo precio. La República dictó leyes contra estos abusos, y los propietarios acabaron por acatarlas. En el pueblo había un cura enemigo acérrimo de todo lo republicano. Se llamaba Adolfo Chillón. Era un hombre retorcido, de malas intenciones. Más adelante demostró su capacidad de hacer daño.
Hubo intentos de crear problemas en las calles por parte de un jovencito llamado Ernesto, un falangista que fue detenido y trasladado a Valladolid. Este chico era más bien un liante que seguía las consignas de la Falange. Antes del 18 de julio, la derecha intentó a toda costa que en las calles de todos los pueblos hubiera jaleo para poder acusar a la República de la desestabilización social.
El 19 de julio, Ernesto apareció en el pueblo a la cabeza de un grupo armado. Venían en un camión, voceando y cantando. Cuando los vecinos salieron a ver qué pasaba, los apuntaron con los fusiles y los detuvieron. Ese día hubo cerca de 30 detenidos que fueron a parar a los calabozos municipales.
Tras varias deliberaciones en las que intervinieron varios caciques y el propio párroco Chillón, unos veinticinco detenidos fueron obligados a subir al camión con las peores intenciones.
Los familiares de los detenidos vigilaban el ayuntamiento y al ver cómo sacaban a la gente maniatada y a empujones avisaron al Teniente Coronel José de la Mora Requejo, un militar natural del pueblo que se encontraba casualmente allí visitando a su familia. Este militar fue, algo más adelante, uno de los peores azotes de los republicanos, a los que condenó como Juez militar. Sin embargo, se oponía firmemente a los actos espontáneos llevados a cabo por paisanos armados, fueran falangistas o no.
El camión con las víctimas iba por la carretera 122 en dirección a Zamora. En el cruce se encontraron con José de la Mora en mitad de la carretera, que los obligó a parar. Iba vestido de uniforme y armado. Preguntó que quién les había ordenado trasladar a los detenidos y le contestaron que obedecían al cura, Adolfo Chillón. El militar les ordenó volver al pueblo y liberar a los detenidos, entre los que había varias mujeres, como Lola García y Eladia Berrocal. Los de la patrulla no se atrevieron a desobedecerle y volvieron hacia el pueblo, seguidos por el coche del militar, quien nada más llegar a la plaza ordenó que avisaran al cura para que diera explicaciones, pero éste no apareció, oculto en las dependencias de la iglesia, pero no perdonó esta acción, y un tiempo después, cuando tuvo ocasión de denunciar a los vecinos, acusó también a uno de los hermanos del militar, Miguel de la Mora, y al propio teniente coronel, quien al enterarse acudió al pueblo y se enfrentó personalmente con al cura, al que amenazó públicamente.
La familia de la Mora Requejo, una de las más importantes del pueblo, estaba compuesta por la madre, que era viuda, y seis hijos. Entre ellos estaba Juan, gobernador civil de Badajoz, José, militar franquista y Miguel, abogado republicano, político muy conocido en la zona por su actividad en la campaña electoral. Este hombre se salvó porque ese día no estaba en el pueblo, y tras trabajar para la República se exilió en Méjico. Su casa fue asaltada y saqueada, y toda su biblioteca fue quemada en el jardín. Su hermano José, juez del Tribunal de Responsabilidades Políticas intentó detener el expolio, aunque el daño ya estaba hecho.
Los vecinos liberados del camión se libraron de la muerte, pero pronto volvieron a ser detenidos. Los trasladaron a las cárceles de Valladolid y fueron sometidos a juicio oral. En la causa 1001/37, celebrada en la capital, el teniente coronel José de la Mora Requejo testificó a favor de los acusados, por lo que no se dictaron penas de muerte, a pesar de que se pedían 23. Por fin, los vecinos fueron condenados a penas de entre 12 y 6 años y un día.
Años después, ante la llegada de la democracia, personas desconocidas quemaron los archivos municipales en la dehesa de las reses bravas, quedando únicamente unos libros de registro. Desaparecían así de la historia del pueblo las pruebas documentales de muchos abusos y delitos cometidos durante aquellos días. Sin embargo, lo ocurrido permaneció en la memoria de las víctimas y en el propio devenir del pueblo, que con la mayor parte de los trabajadores encarcelados comenzaba un declive económico y demográfico irrecuperable hasta el día de hoy.
Gracias por los detalles. Aunque esa época empiece a quedar lejana, es importante no hacer tabla rasa y que se sepa lo que pasó para tener referencias claras y no repetir errores ni barbaridades anteriores.