Villavaquerín en el recuerdo
Acabo de disfrutar una comida familiar y me voy a dormir la siesta. Aunque nací en este pueblo, sólo viví en él los primeros años. Lo suficiente como para no olvidarlo. Y ahora que regreso de América del Sur, como lo he hecho tantas otras veces, vengo a visitar a mí familia. Regreso a la casa en la que nací.
Recostada en la cama de una de las cuatro habitaciones que hay en el segundo piso, me voy sintiendo habitada interiormente por rostros queridos, recuerdos, vivencias de tiempos pretéritos…
Y Villavaquerín amanece con cantos de labradores que van con sus carros a los campos para hacer la cosecha. Me gustaba escuchar esas canciones en la cama. El silencio del amanecer las daba categoría de conciertos, de alegría sana que sale del fondo del alma, de deseos de vivir. Y me volvía a dormir con la agradable sensación de haber recibido una serenata cuando el globo lunar daba paso a unos rayos de sol que tímidamente se colaban por unas rendijas de mi ventana.
El verano dejaba los campos castellanos esmaltados de oro. Recuerdo que, después de segar el trigo, la cebada, el centeno… mucha gente iba a espigar en los campos. Siempre había espigas para recoger, que luego se transformaban en excelente pan u otros alimentos.
Un pequeño pueblo, una gran familia
De pequeña, y ahora también, sentía un privilegio el haber nacido en Villavaquerín. Mi ámbito familiar no era sólo mi familia, sino también los vecinos y las vecinas. Todo el pueblo. La gente que tenía majuelos, compartía las uvas; en tiempo de las matanzas se hacían porciones para regalar a otras personas. Cercana la Semana Santa, el horno de la señora Cristina se llenaba de gente que iba con los ingredientes para hacer magdalenas, rosquillas y mantecados. Todo se compartía. Todo se vivía en una familia grande.
Además del compartir las cosas materiales, había otra bonita costumbre: la de visitarse. Cuando alguien se enfermaba, la gente visitaba y ofrecía remedios caseros y palabras de ánimo. También algunas golosinas, lo digo por propia experiencia. Otras veces las visitas eran para entretener el tiempo, ya que en aquella época no había televisión. Con frecuencia, las oscuras tardes invernales se pasaban con animadas conversaciones. Y, si era en verano, los adultos se sentaban a la puerta de la casa con sus sillas rememorando historias del pueblo o de la guerra de España. La señora Tiburcia, mi vecina, era una historia viviente del pueblo y a mí me gustaba escucharla. Otro tanto me pasaba con mi madrina Ezequiela, con unas dotes escénicas increíbles. Fermina, Juliana y Asun, la señora Lupe, Ángel y Lorenza, el señor Emilio y la señora Albina, Julia y Vicente Camarero… Y así, podría seguir con una infinidad de nombres de la gente que vivía en mi calle y en otras calles del pueblo, pero no es mi intención escribir un listado, porque, además de ser muy pesado, a buen seguro que algunos nombres se me han olvidado. No el de mi tía María, vecina del lugar, y los de mis primas Gelilla y Gloria.
La Escuela y la Iglesia
¿Cómo no recordar a Doña Consuelo, mi maestra? Era Maestra en el más genuino sentido de la palabra. En la instrucción académica, excelente. Pero no se quedaba ahí, veía en cada niña un “proyecto” de persona a desarrollar, la formación humano-cristiana era muy importante para ella. Nos dio, con gran pedagogía, la base de la Gramática española, Historia y Geografía Universal, Matemáticas etc. En lugar de libros de textos aislados, usábamos una Enciclopedia que llevábamos en un cabás, junto con otros útiles escolares. Y, durante el frío invierno castellano, llevábamos unas latas, mini-braseros, con ascuas para calentarnos al menos los pies.
En el mismo edificio de la Escuela de niñas, había otra escuela para niños, pero de ésta a penas recuerdo nada. La separación de géneros era patente.
La Iglesia convocaba bastante. Además de la devoción que la gente podía tener, por estar en un pueblo con pocas ofertas de distracción, la gente iba bien a la Misa en la mañana, al rosario y novenas en la tarde. Los niños y niñas teníamos catequesis de Primera Comunión. Al primer párroco que conocí fue a Don Bernardino. Para recibir la Primera Comunión, nos hizo aprender cuarenta preguntas y respuestas del Catecismo Astete. Luego conocía a Don Julián y a Don Ubaldo, de una joven generación que contribuyeron positivamente en el crecimiento espiritual del pueblo. También a Don Ramón que estuvo de paso.
Entre las fiestas litúrgicas, la de Santa Cecilia cobraba especial relieve por ser la patrona de Villavaquerín. Generalmente, llegaban predicadores de “campanillas”, que recordaban la biografía de la santa. Junto con los actos religiosos, disfrutábamos de una orquesta que llegaba el 21 de noviembre y recorría el pueblo tocando pasacalles y pasodobles. El día 22 tocaba en la Misa, luego había baile en la caseta del señor Vicente Arranz, adecuada para estas circunstancias, ya que hacía mucho frío y no había otro lugar cubierto de esas dimensiones. Recuerdo vivamente a mi madrina Ezequiela bailando con Serapio (uno de los músicos) el pasodoble “Islas canarias”. Como en aquella época (década del 50) no se había dado el éxodo del campo a la ciudad, el pueblo contaba con un buen número de habitantes (no recuerdo con precisión), a los que se sumaban familiares de otros pueblos, por ejemplo, mis tíos María Cruz y Simeón.
El 8 de Septiembre, fiesta de la Virgen del Prado, se celebraba con mucha devoción. El día 7, se iba en procesión a la ermita y se llevaba la Virgen hasta la Iglesia. La Misa del día 8 también era muy solemne y tampoco faltaron los músicos y el baile, en esta ocasión en la plaza del pueblo por ser verano. La alegría del pueblo era grande, la gente se divertía mucho, pero de manera muy sana. Al menos yo no recuerdo que hubiera excesos. Recuerdo a mis amigas Tasita, Alejandra, Margarita, Charito…, Pero los rostros que percibo ahora con más nitidez, son los de mis padres Vicente y Saturnina, los de mis hermanas y hermanos: Angelita, Chelo, Vicentín y Juan Manuel. Con ellos, al calor de la estufa y de su corazón, viví en este pueblo una infancia muy feliz e inicié una juventud que culminó como Dominica Misionera de la Sagrada Familia, primero en Colombia y después en Venezuela. Pero mi intención no es narrar mi biografía ni la historia familiar. Villavaquerín, mi pueblo natal, es el protagonista de este breve y sencillo relato. Y a estas alturas de la vida, me pregunto ¿Conserva Villavaquerín los valores de esa gran familia solidaria que yo conocí?
María Teresa Sancho Pascua
Caracas, Septiembre de 2011
Acabo de disfrutar una comida familiar y me voy a dormir la siesta. Aunque nací en este pueblo, sólo viví en él los primeros años. Lo suficiente como para no olvidarlo. Y ahora que regreso de América del Sur, como lo he hecho tantas otras veces, vengo a visitar a mí familia. Regreso a la casa en la que nací.
Recostada en la cama de una de las cuatro habitaciones que hay en el segundo piso, me voy sintiendo habitada interiormente por rostros queridos, recuerdos, vivencias de tiempos pretéritos…
Y Villavaquerín amanece con cantos de labradores que van con sus carros a los campos para hacer la cosecha. Me gustaba escuchar esas canciones en la cama. El silencio del amanecer las daba categoría de conciertos, de alegría sana que sale del fondo del alma, de deseos de vivir. Y me volvía a dormir con la agradable sensación de haber recibido una serenata cuando el globo lunar daba paso a unos rayos de sol que tímidamente se colaban por unas rendijas de mi ventana.
El verano dejaba los campos castellanos esmaltados de oro. Recuerdo que, después de segar el trigo, la cebada, el centeno… mucha gente iba a espigar en los campos. Siempre había espigas para recoger, que luego se transformaban en excelente pan u otros alimentos.
Un pequeño pueblo, una gran familia
De pequeña, y ahora también, sentía un privilegio el haber nacido en Villavaquerín. Mi ámbito familiar no era sólo mi familia, sino también los vecinos y las vecinas. Todo el pueblo. La gente que tenía majuelos, compartía las uvas; en tiempo de las matanzas se hacían porciones para regalar a otras personas. Cercana la Semana Santa, el horno de la señora Cristina se llenaba de gente que iba con los ingredientes para hacer magdalenas, rosquillas y mantecados. Todo se compartía. Todo se vivía en una familia grande.
Además del compartir las cosas materiales, había otra bonita costumbre: la de visitarse. Cuando alguien se enfermaba, la gente visitaba y ofrecía remedios caseros y palabras de ánimo. También algunas golosinas, lo digo por propia experiencia. Otras veces las visitas eran para entretener el tiempo, ya que en aquella época no había televisión. Con frecuencia, las oscuras tardes invernales se pasaban con animadas conversaciones. Y, si era en verano, los adultos se sentaban a la puerta de la casa con sus sillas rememorando historias del pueblo o de la guerra de España. La señora Tiburcia, mi vecina, era una historia viviente del pueblo y a mí me gustaba escucharla. Otro tanto me pasaba con mi madrina Ezequiela, con unas dotes escénicas increíbles. Fermina, Juliana y Asun, la señora Lupe, Ángel y Lorenza, el señor Emilio y la señora Albina, Julia y Vicente Camarero… Y así, podría seguir con una infinidad de nombres de la gente que vivía en mi calle y en otras calles del pueblo, pero no es mi intención escribir un listado, porque, además de ser muy pesado, a buen seguro que algunos nombres se me han olvidado. No el de mi tía María, vecina del lugar, y los de mis primas Gelilla y Gloria.
La Escuela y la Iglesia
¿Cómo no recordar a Doña Consuelo, mi maestra? Era Maestra en el más genuino sentido de la palabra. En la instrucción académica, excelente. Pero no se quedaba ahí, veía en cada niña un “proyecto” de persona a desarrollar, la formación humano-cristiana era muy importante para ella. Nos dio, con gran pedagogía, la base de la Gramática española, Historia y Geografía Universal, Matemáticas etc. En lugar de libros de textos aislados, usábamos una Enciclopedia que llevábamos en un cabás, junto con otros útiles escolares. Y, durante el frío invierno castellano, llevábamos unas latas, mini-braseros, con ascuas para calentarnos al menos los pies.
En el mismo edificio de la Escuela de niñas, había otra escuela para niños, pero de ésta a penas recuerdo nada. La separación de géneros era patente.
La Iglesia convocaba bastante. Además de la devoción que la gente podía tener, por estar en un pueblo con pocas ofertas de distracción, la gente iba bien a la Misa en la mañana, al rosario y novenas en la tarde. Los niños y niñas teníamos catequesis de Primera Comunión. Al primer párroco que conocí fue a Don Bernardino. Para recibir la Primera Comunión, nos hizo aprender cuarenta preguntas y respuestas del Catecismo Astete. Luego conocía a Don Julián y a Don Ubaldo, de una joven generación que contribuyeron positivamente en el crecimiento espiritual del pueblo. También a Don Ramón que estuvo de paso.
Entre las fiestas litúrgicas, la de Santa Cecilia cobraba especial relieve por ser la patrona de Villavaquerín. Generalmente, llegaban predicadores de “campanillas”, que recordaban la biografía de la santa. Junto con los actos religiosos, disfrutábamos de una orquesta que llegaba el 21 de noviembre y recorría el pueblo tocando pasacalles y pasodobles. El día 22 tocaba en la Misa, luego había baile en la caseta del señor Vicente Arranz, adecuada para estas circunstancias, ya que hacía mucho frío y no había otro lugar cubierto de esas dimensiones. Recuerdo vivamente a mi madrina Ezequiela bailando con Serapio (uno de los músicos) el pasodoble “Islas canarias”. Como en aquella época (década del 50) no se había dado el éxodo del campo a la ciudad, el pueblo contaba con un buen número de habitantes (no recuerdo con precisión), a los que se sumaban familiares de otros pueblos, por ejemplo, mis tíos María Cruz y Simeón.
El 8 de Septiembre, fiesta de la Virgen del Prado, se celebraba con mucha devoción. El día 7, se iba en procesión a la ermita y se llevaba la Virgen hasta la Iglesia. La Misa del día 8 también era muy solemne y tampoco faltaron los músicos y el baile, en esta ocasión en la plaza del pueblo por ser verano. La alegría del pueblo era grande, la gente se divertía mucho, pero de manera muy sana. Al menos yo no recuerdo que hubiera excesos. Recuerdo a mis amigas Tasita, Alejandra, Margarita, Charito…, Pero los rostros que percibo ahora con más nitidez, son los de mis padres Vicente y Saturnina, los de mis hermanas y hermanos: Angelita, Chelo, Vicentín y Juan Manuel. Con ellos, al calor de la estufa y de su corazón, viví en este pueblo una infancia muy feliz e inicié una juventud que culminó como Dominica Misionera de la Sagrada Familia, primero en Colombia y después en Venezuela. Pero mi intención no es narrar mi biografía ni la historia familiar. Villavaquerín, mi pueblo natal, es el protagonista de este breve y sencillo relato. Y a estas alturas de la vida, me pregunto ¿Conserva Villavaquerín los valores de esa gran familia solidaria que yo conocí?
María Teresa Sancho Pascua
Caracas, Septiembre de 2011
Me alegro de que lejos de estas tierras y en especial de nuestro Villavaquerín te acuerdes de tantos y de tantas cosas.
Pero lo que más se nota además de tu añoranza por todas tus vivencias, es un especial cariño por tantas y tantas personas que has tenido o hemos tenido cerca y que con el paso de los años siguimos recordando.
No puedo por menos, ya que a él le hubiera gustado, pedirte que añadieras a todos esos nombre uno más y es el de Fortunato, ya que amaba su pueblo como ninguno y que año tras año pasaba el verano en él.
Sus partidas en el bar de Balbino, sus paseos por la carretera con sus nietos, sus pequeños trabajillos en el huerto y como no las tertulias en la pradera con sus convecinos llenaron de felicidad su corazón sobretodo los últimos años de su vida.
Muchas gracias por tú escrito y añado el deseo de que Villavaquerín crezca como un pueblo en paz, con buena convivencia, con la alegría de sus fiestas y con la visita de todos los que deseen conocerlo.
Gloria Aguado Pascua.
Valladolid, Septiembre de 2011
Pero lo que más se nota además de tu añoranza por todas tus vivencias, es un especial cariño por tantas y tantas personas que has tenido o hemos tenido cerca y que con el paso de los años siguimos recordando.
No puedo por menos, ya que a él le hubiera gustado, pedirte que añadieras a todos esos nombre uno más y es el de Fortunato, ya que amaba su pueblo como ninguno y que año tras año pasaba el verano en él.
Sus partidas en el bar de Balbino, sus paseos por la carretera con sus nietos, sus pequeños trabajillos en el huerto y como no las tertulias en la pradera con sus convecinos llenaron de felicidad su corazón sobretodo los últimos años de su vida.
Muchas gracias por tú escrito y añado el deseo de que Villavaquerín crezca como un pueblo en paz, con buena convivencia, con la alegría de sus fiestas y con la visita de todos los que deseen conocerlo.
Gloria Aguado Pascua.
Valladolid, Septiembre de 2011