PÀGINA.--2ªPara estos viajeros ingleses (no sé porqué razón, pero son los que más viajaron por aquí, o más lo contaron), pasar horas y horas entre campos desiertos, sin árboles, sin casas, sin nada más que un horizonte terriblemente estático, con muy pocos colores, los de la tierra (marrón, amarillo o verde según la estación) y los del cielo (del azul al rojo según el momento del día), sólo con alguna pequeña parada en alguna estación modesta, con el silencioso ir y venir, subir y bajar, de campesinos y gentes del campo, personas calladas y modestas, con los animales nerviosos por el andén, con gallinas, pavos, cabras, ovejas, perros y gatos, con pesadas maletas desgastadas y extraños bultos en sus manos, horas y horas sin nada que destacar además de la rutina del propio viaje (como bien dice Iñigo Domínguez), cruzar en este trenecillo el sur de Palencia o el Sur de León, por ejemplo, no sería muy diferente a la experiencia que cualquiera de nosotros sentiría al cruzar Australia en tren, o al viajar hasta China en el Transiberiano. Tenemos lo que nos queda. Otros viajes parecidos en otros trenes que aún funcionan. Podemos imaginar lo que se ha perdido. Tenemos huellas, señales. Las estaciones… Las estaciones de este tren son algunas de las estaciones más bonitas que se pueden ver en España. Son muy modestas, pero increíblemente elegantes. No son nada arrogantes, ni vanidosas. No pretenden tener una categoría superior. Son tranquilas. Muy conscientes de su posición de estación de segunda, o de tercera. Pero al mismo tiempo muy orgullosas. Muy recias. Muy robustas y altivas. Son estaciones que dicen mucho de sus constructores, pero dicen mucho también de sus viajeros. Se enfrentan en elegancia al otro edificio que destaca en el pueblo: la iglesia. Compiten con ella, con las recias y sobrias iglesias de piedra, con sus campanarios renacentistas, herrerianos, ta n modestos y elegantes como ellas. En estos pueblos de pastores y de campesinos, la estación y la iglesia se baten en duelo educadamente. Uno trae unas ideas, otro defiende un mundo, una visión del mundo. No me extraña que algunos pueblos de la zona rechazaran la llegada del ferrocarril. Y cuando digo “rechazaran” no me refiero a actitudes individuales, a furibundas diatribas de curas fanáticos. No. Me refiero a acciones legales. A acciones colectivas y respaldas por la autoridad competente. Tenemos las actas de un ayuntamiento prohibiendo el paso del tren por su término municipal. ¿Por qué no querían estas buenas gentes el tren, generalmente considerado sinónimo de progreso y de desarrollo económico? ¿Lo consideraban un invento del demonio? Algo diabólico que echaba humo y chispas y parecía una hoguera andante capaz de causar cualquier desastre? La respuesta es más simple: el tren espantaba los rebaños. Y los rebaños eran junto al trigo, la única riqueza, la única manera de sobrevivir, de los habitantes de estos pueblos. Desgraciadamente la llegada del ferrocarril supuso el atropello de muchos rebaños, incluso de algún que otro pastor, demasiado despistado o horrorizado como para poder reaccionar a tiempo. Pero aún cuando no atropellaban al rebaño, sus pitidos y sus fuertes ruidos lo asustaban muchas veces, y luego el pastor tenía que buscar a los animales que habían salido huyendo, y tenía que recomponer el rebaño pacientemente. Esa era una de las razones del rechazo al ferrocarril, pero no era la única. Como pasa muchas veces, las ventajas que veían los industriales, los políticos, los intelectuales, no eran igualmente percibidas por las personas por cuyos campos iba a cruzar ese prodigioso invento. Y luego están los aprovechados, los que querían hacer una fortuna con la venta de terrenos, o con la venta de acciones, con la especulación, con la corrupción administrativa y los favores de los poderosos, o simplemente con la ingenuidad de los buenas gentes que no sabían lo que se les venía encima. Se habla mucho de cómo llegó el ferrocarril, de cómo se tendieron las vías, de cómo transformó el país, y de cómo no llegó a transformar todo lo que tenía que transformar. Pero se habla poco de lo que pasó en los pueblos pequeños, los pueblos alejados del resto del mundo, de los pueblos dormidos en su propio sueño de miseria y de ilusiones eternas. Hay un libro que recomiendo: “Los túneles del paraíso”. Sobre la construcción de la línea de La Fregeneda, en la frontera con Portugal. Es una novela y su autor es Luciano G. Egido. Pese a ser una novela se basa en las fuentes históricas, en hechos reales, en los testimonios que nos han llegado de las personas que vivieron ese momento. Y se dice, entre otras cosas, que la construcción de ferrocarril significó la llegada de miles de hombres jóvenes a pueblos pequeños, de obreros, ingenieros, funcionarios y aventureros y que eso trajo consecuencias inesperadas. Como, por ejemplo, la aparición de la prostitución y la proliferación de los mal llamados (o bien llamados) “antros de vicio y perversión”, además del aumento de la delincuencia y, como no, de la conflictividad social. ¿Y qué pasó después, cuando toda esa gente marchó a otro lugar, cuando ya se acabó la construcción del tren? ¿Volvieron a ser lo mismo esos pueblos? No. Algo había cambiado. Y el paso constante y lento de los trenes de vez en cuando lo recordaba... NAZARIO MATOS.