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CASTROVERDE DE CAMPOS: RUTA  JACOBEA -- POR TIERRAS DE CASTILLA Y LEÒN Y TIERRA...

RUTA  JACOBEA -- POR TIERRAS DE CASTILLA Y LEÒN Y TIERRA DE CAMPOS:: PÀGINA Nº 3
Por fin, en el horizonte rojizo divisamos el castillo de Castrojeriz, el Castrum Sigerico, con los restos de la fortaleza celtíbera conquistada por los romanos y después por los visigodos. Con este nombre aparece en el Cronicón Albeldense y fue evolucionando hasta convertirse en Castro Sorecia, tal como aparece en el Códice Calixtino. Nada más entrar en el pueblo nos encontramos con la Colegiata de Nuestra Señora del Manzano. Castrojeriz fue de gran relevancia en el Medievo, con gran actividad comercial y siete hospitales. La calle principal, de kilómetro y medio de larga, es el antiguo Camino, con casas de balconadas ornadas con plantas colgantes a las orillas. El sol ya vencido estaba a punto de dejarse hundir en el poniente para dar paso al polvo blanco de la Vía Láctea, el camino de estrellas que conduce a la meta sagrada. Mirar la bóveda celeste desde la llanura castellana es una gracia que el cielo concede a los peregrinos que buscan en sus recovecos interiores, una suerte de trueque cósmico mientras hacen leguas para llegar a Compostela. A la mañana siguiente subimos a lo alto del cerro. Un geólogo nos informó de que veríamos restos fósiles de conchas de pequeños caracoles de agua dulce incrustados en las rocas que se formaron en el fondo de grandes lagos hace muchos millones de años. La vista desde allí es espectacular y hasta el aire sabe mejor. Las ruinas del castillo siguen vigilando la gran llanura sedienta de lluvias. El Museo de Arte Sacro ubicado en la iglesia de Nuestra Señora del Manzano fue toda una sorpresa. Entramos sin demasiado interés creyendo que nos encontraríamos algunos objetos de escaso valor. Pero no salíamos de nuestro asombro cuando, ante nuestros ojos, fueron apareciendo valiosos ornamentos, obras de orfebrería, imaginería de Gil de Siloé, tapices de Brujas y cuadros de Gerard David y otros pintores de renombre. Era una especie de recompensa después de respirar el día anterior el polvo amarillento de las tierras calizas resecadas al sol. Siguiendo la calle hacia adelante nos detuvimos en la iglesia de San Juan, de aspecto castrense con elementos románicos y un cierto aire templario. En lo alto luce un espléndido rosetón de estrella de cinco puntas, un pentáculo invertido, según los esotéricos. Un claustro con artesonado mudéjar completa el conjunto. Las madres clarisas continúan empleando sus viejas recetas celestiales en la elaboración de su tarta de higos con almendras y pastas para el té, auténticos manjares dulces para recuperar la energía perdida. Después de tomar unas fresas con las que un hortelano nos obsequió, salimos hacia Frómista. Teníamos ante nosotros las anchas llanuras ocres luciendo espigas doradas y amapolas rojas. La monotonía se interrumpía de vez en cuando con la presencia de algún otero o altarium en la lejanía, o con elevaciones conocidas como motas. En las tierras rojizas de la parte superior de las lomas crece el astrágalo. En las blancas de abajo proliferan los tomillos, algunos líquenes y plantas de hojas crasas, como los chucarros. Subidas y bajadas, lomas y colinas que hacían más penoso el caminar bajo el sol. Quedaba el gran consuelo de mirar el cielo cristalino y limpio, tan alejado de los humos que vomitan las fábricas. La Cuesta de Mostelares nos hizo perder el aliento, pero una vez en el páramo tuvimos la recompensa de divisar la grandiosidad de la gran llanura que en un tiempo remoto fue agua. Hace años era terreno cultivado y aún son visibles los bancales, donde crecen serbales, botoneras y zamarrillas. Y más girasoles que no dejan de mirarnos, aunque sea de reojo, porque ya no giran sus corolas como cuando eran pequeños y tenían miedo a que la luz se ocultase para siempre en el oeste. Un día, cuando se hicieron adultos descubrieron que el sol siempre vuelve, porque la vida es una rueda. Entonces sus almas girasoleras se tranquilizaron y se quedaron mirando al este, como lo hacen los templos orientados por la brújula de los sabios. Los peregrinos también íbamos hacia el escondite del sol, a veces, guiados por una fuerza oculta. Si algún día, como los girasoles, alcanzamos la sabiduría, también nos quedaremos estáticos mirando hacia el este, el Paraíso, el nirvana. El descenso a la Collada del Camino es la otra cara de la cuesta. En Itero del Castillo nos esperaba la renombrada fuente del Piojo, de gran tradición jacobea, donde se despiojaban los peregrinos infestados. En Castrillo Matajudíos vagan las almas errantes de los judíos que hallaban mal final, en castigo a sus prácticas de usura. Los vecinos dicen que es una leyenda inventada y no cejaron en el empeño de cambiarle el nombre por el de Motajudíos hasta que lo consiguieron. También rememoramos la leyenda de las once mil vírgenes mártires capitaneadas por Santa Úrsula, martirizada también porque se negó a entregarse a Atila. Sus restos se encuentran en un busto-relicario en la iglesia de San Nicolás. Entre los girasoles revoltosos crecen los viñedos de racimos blancos y negros que exudan la materia prima que el atanor transformará en elixir mágico: el vino de la denominación de origen castellana Ribera del Duero. Las modernas bodegas conviven en armonía con la iglesia de San Cristóbal y la vieja fortaleza de ajimeces góticos. Un poco más allá empezamos a despedirnos de la provincia burgalesa bajo la mirada de la ermita de los italianos y el hospital del protector San Nicolás, un centro que funcionaba ya en el año 1174. El recinto fue iglesia parroquial del desaparecido pueblo de Puente Fitero. En la actualidad funciona como albergue, y sus hospitaleros cumplen con las constituciones de antaño de ayuda y cuidado al peregrino. Allí se practica el ritual del lavado de pies.,, NAZARIO MATOS,,