En una ocasión, paseando por un pueblo perdido de nuestra piel de toro, me acerqué donde se encontraba algo parecido a una plaza de toros, digo parecido porque aquello más que una plaza de toros se podía llamar un asentamiento, que en tiempos se construiría con el fin que fuera; pues aprovechando que un barranco hacía casi completo un círculo, colocando aquellas recias piedras a modo de gradas y habiendo completado con ellas el círculo del ruedo, tres viejos burladeros daban constancia de que aquello claramente era un coso taurino.
Yo, comencé a contemplar aquella edificación desde la parte de arriba, algunas hierbas brotaban entre las piedras y en la zona norte, el musgo dejaba entender que en el largo invierno, pocos o ningún curioso se habían acercado por allí. Dando una pequeña vuelta, quise entrar en aquel recinto, como debe ser, por la parte donde el barranco no cerraba totalmente el círculo. Enormes piedras cerraban la parte de las gradas, otras completaban el círculo del ruedo dejando un amplio portón, que a un lado, unas empalizadas de madera de roble formaban los corrales de aquella plaza. Me detuve un momento; siempre se puede pensar que en alguno de aquellos corrales podía estar oculto algún toro, dicho así, parece no tener importancia, pero cuando se encuentra uno en las inmediaciones de una plaza de toros es difícil evitar un escalofrío en el cuerpo, mirar de reojo a ese sitio un poco más oculto que se ha dejado atrás, y el leve ruido de la brisa parece un resoplido de un burel.
Con algo de miedo, miro atrás. Aquello está desierto. Ni persona ni animal me sigue, esbozo una leve sonrisa, quizás me ría de mi miedo, dejo atrás los corrales para entrar en el ruedo. Un portón igualmente de madera de roble, que cruje al empujarlo para que me deje el paso libre.
Esta vez, la puerta solamente se abre para que entre yo, es decir, un curioso que recaló en este pueblo con el mero fin de pasear por sus calles y ver algún monumento que haya en él. Doy unos pasos en aquel ruedo carente de albero, en su lugar, tierra compacta que ha dejado crecer hierbas aquí y allá. Qué solitario parece estar aquello. A las diez de aquella mañana de un día cualquiera, los vecinos de aquel pueblo están con sus tareas, otra cosa es que yo quiera imaginarme cómo estará aquel coso taurino el día de la fiesta del pueblo a las cinco de la tarde.
El sonido de una banda de música parece llegar a mis oídos, bueno, creo que soy muy generoso, lo dejaremos en una pequeña charanga compuesta por tres o cuatro componentes. Aparece acercándose por la calle que lleva a la plaza, algunos jóvenes y niños acompañan a aquellos músicos marcando pasos de baile, algo más atrás, hacia la plaza, va otro grupo de gente. Su caminar, parece ser mas serio. Deben ser las autoridades en los tendidos casi ocupados al completo por la gente. Se oyen voces y risas, todo es alegría, aquellos tres burladeros solitarios hoy están acompañados por algunos más, sus propietarios ya los ocupan.
Los otros tres, ésos que pasaron las largas y frías noches de invierno esperando lo mismo que los días de verano, se encuentran solos, siguen esperando, hasta que lleguen los toreros, que entrarán en la plaza cuando lo diga la autoridad competente, que ahora ya toma asiento en el lugar destinado para ellos. A la entrada del portón, un caballo alazán, llevando a su grupa una hermosa dama, espera que le den permiso para hacer el despeje de la plaza. Detrás, dos toreros y sus cuadrillas, esperan templando los nervios el momento de encontrarse con el toro. Todo está dispuesto. Unas guapas mozas ataviadas con mantillas y peinetas, regalan sonrisas allí donde se encuentran sentadas al lado de las autoridades que forman la presidencia. Uno de ellos, que se encuentra en el medio con bastón de mando y carigesto serio, da la orden para que comience tal magno acontecimiento, que para eso está reunido allí todo el pueblo.
Desde donde me encuentro, vuelvo a mirar los corrales, ya no están vacíos. Entre los maderos de roble, siento la fría mirada de un toro, que él también quiere salir al ruedo.
- ¿Qué haces, buen hombre?
Una voz desde la entrada me saca de mis pensamientos, me vuelvo y veo a un señor mayor acompañado de su cacha, y con cierta mofa me dice:
- ¿No estarías pensando que eras tú torero?
Mientras camino hacia aquel señor del pueblo, sonrío levemente y le digo:
-Pues sí me hubiera gustado ser un torero, pero ahora me conformo con que usted me cuente qué tal fiestas de toros tienen en este pueblo.
Aquel paisano no escatimó detalles al contarme las buenas fiestas que tenían a finales de verano. Lo mismo hizo al recordar las hazañas que algún toro que, en tiempo de cuando él era joven, fue de pueblo en pueblo conociendo a alcaldes y aprendiendo lecciones que luego desarrollaba en el ruedo.
De vez en cuando, aquel señor se pasaba la mano por la frente, como si recordar aquellos tiempos le produjesen cansancio, luego, según paseábamos por aquel ruedo, se detuvo cerca de un burladero y apuntando con su cayada al suelo, me dijo con voz un tanto grave:
-Mira, aquí, hace unos cuarenta años cayó un maletilla mal herido, algunos nos tiramos para quitarle el toro, cosa que hicimos, pero no pudimos evitar la tragedia.
El lugareño se detuvo en su relato, movió la cabeza como si todavía no entendiera bien lo ocurrido, luego continuó con una voz más profunda.
Fueron momentos muy angustiosos y de confusión. El toro buscaba a todos con furia hasta que se le pudo llevar hacia otro lado. El muchacho yacía inerte en el suelo. Como pudimos, se sacó para afuera, se puso en una camilla y quedó en manos del médico y de una señora que no sabía de enfermera, pero era decidida y hacía las veces de comadrona cuando una mujer daba a luz en el pueblo.
El médico, después de un primer reconocimiento del herido, dijo que tenía dos cornadas grandes, que sería mejor llevarlo a su casa. Hizo lo que pudo durante varias horas, pero como comprenderás en aquellos tiempos había pocos medios. Desde el único teléfono que había en el pueblo se pidió una ambulancia. Pasadas unas horas, cuando ésta llegó a este rincón lejano, aquel joven había olvidado los ruedos de los pueblos para ir a compartir cartel con las grandes figuras del toreo que se encuentran allí en el cielo.
Se hizo un silencio. Yo también quise esperar aquel intervalo de tiempo por respeto de aquel joven torero. Después de un minuto o más de estar aquel hombre estático con la mirada fija en el suelo allí donde cayó mal herido el maletilla, caminó unos pasos y como seguía queriendo contar la historia de aquella tarde siguió diciendo:
-Aquel toro había corrido muchas plazas durante el verano, y se las sabía todas. El muchacho lo citó de lejos; al parecer no tenía mucha experiencia y aquellos toros tan capeados no perdonaban. Al día siguiente se le dio sepultura en el cementerio del pueblo, pues nadie lo conocía y no se le encontró documentación alguna. Por eso la gente del pueblo, como le parecía triste que pudiera quedar olvidado con el paso del tiempo, unos años después grabó en una piedra, a la entrada de la plaza, la fecha de su muerte y unas palabras en su memoria. No lleva nombre el escrito pues nadie supo cómo se llamaba.
Los dos al unísono nos dirigimos hacia la entrada, yo tenía curiosidad por leer lo que alguien del pueblo había escrito para recodar a aquel joven torero.
En la piedra, un poco borroso por el tiempo, esto se podía leer:
En memoria de un torero valiente que buscó la fama y
encontró la gloria.
29-9-1956
Después de leer lo escrito en aquella piedra, miré al fondo de aquel recinto ahora vacío. Me di cuenta de que aunque estuviera por su situación geográfica lejos de todas partes, estaba lleno de historia que aquellas piedras guardaban. Lo mismo que los toreros que allí hubieran toreado, guardaron su miedo y dejaron volar sus sueños.
Aquel lugareño y yo nos despedimos. Él se fue a sus tareas. Yo seguí mi viaje por esos pueblos, siempre prestando especial atención a sus plazas de toros, cada cual con su belleza y sobre todo, diferentes unas a otras, teniendo su propia historia o leyendas.
Yo, comencé a contemplar aquella edificación desde la parte de arriba, algunas hierbas brotaban entre las piedras y en la zona norte, el musgo dejaba entender que en el largo invierno, pocos o ningún curioso se habían acercado por allí. Dando una pequeña vuelta, quise entrar en aquel recinto, como debe ser, por la parte donde el barranco no cerraba totalmente el círculo. Enormes piedras cerraban la parte de las gradas, otras completaban el círculo del ruedo dejando un amplio portón, que a un lado, unas empalizadas de madera de roble formaban los corrales de aquella plaza. Me detuve un momento; siempre se puede pensar que en alguno de aquellos corrales podía estar oculto algún toro, dicho así, parece no tener importancia, pero cuando se encuentra uno en las inmediaciones de una plaza de toros es difícil evitar un escalofrío en el cuerpo, mirar de reojo a ese sitio un poco más oculto que se ha dejado atrás, y el leve ruido de la brisa parece un resoplido de un burel.
Con algo de miedo, miro atrás. Aquello está desierto. Ni persona ni animal me sigue, esbozo una leve sonrisa, quizás me ría de mi miedo, dejo atrás los corrales para entrar en el ruedo. Un portón igualmente de madera de roble, que cruje al empujarlo para que me deje el paso libre.
Esta vez, la puerta solamente se abre para que entre yo, es decir, un curioso que recaló en este pueblo con el mero fin de pasear por sus calles y ver algún monumento que haya en él. Doy unos pasos en aquel ruedo carente de albero, en su lugar, tierra compacta que ha dejado crecer hierbas aquí y allá. Qué solitario parece estar aquello. A las diez de aquella mañana de un día cualquiera, los vecinos de aquel pueblo están con sus tareas, otra cosa es que yo quiera imaginarme cómo estará aquel coso taurino el día de la fiesta del pueblo a las cinco de la tarde.
El sonido de una banda de música parece llegar a mis oídos, bueno, creo que soy muy generoso, lo dejaremos en una pequeña charanga compuesta por tres o cuatro componentes. Aparece acercándose por la calle que lleva a la plaza, algunos jóvenes y niños acompañan a aquellos músicos marcando pasos de baile, algo más atrás, hacia la plaza, va otro grupo de gente. Su caminar, parece ser mas serio. Deben ser las autoridades en los tendidos casi ocupados al completo por la gente. Se oyen voces y risas, todo es alegría, aquellos tres burladeros solitarios hoy están acompañados por algunos más, sus propietarios ya los ocupan.
Los otros tres, ésos que pasaron las largas y frías noches de invierno esperando lo mismo que los días de verano, se encuentran solos, siguen esperando, hasta que lleguen los toreros, que entrarán en la plaza cuando lo diga la autoridad competente, que ahora ya toma asiento en el lugar destinado para ellos. A la entrada del portón, un caballo alazán, llevando a su grupa una hermosa dama, espera que le den permiso para hacer el despeje de la plaza. Detrás, dos toreros y sus cuadrillas, esperan templando los nervios el momento de encontrarse con el toro. Todo está dispuesto. Unas guapas mozas ataviadas con mantillas y peinetas, regalan sonrisas allí donde se encuentran sentadas al lado de las autoridades que forman la presidencia. Uno de ellos, que se encuentra en el medio con bastón de mando y carigesto serio, da la orden para que comience tal magno acontecimiento, que para eso está reunido allí todo el pueblo.
Desde donde me encuentro, vuelvo a mirar los corrales, ya no están vacíos. Entre los maderos de roble, siento la fría mirada de un toro, que él también quiere salir al ruedo.
- ¿Qué haces, buen hombre?
Una voz desde la entrada me saca de mis pensamientos, me vuelvo y veo a un señor mayor acompañado de su cacha, y con cierta mofa me dice:
- ¿No estarías pensando que eras tú torero?
Mientras camino hacia aquel señor del pueblo, sonrío levemente y le digo:
-Pues sí me hubiera gustado ser un torero, pero ahora me conformo con que usted me cuente qué tal fiestas de toros tienen en este pueblo.
Aquel paisano no escatimó detalles al contarme las buenas fiestas que tenían a finales de verano. Lo mismo hizo al recordar las hazañas que algún toro que, en tiempo de cuando él era joven, fue de pueblo en pueblo conociendo a alcaldes y aprendiendo lecciones que luego desarrollaba en el ruedo.
De vez en cuando, aquel señor se pasaba la mano por la frente, como si recordar aquellos tiempos le produjesen cansancio, luego, según paseábamos por aquel ruedo, se detuvo cerca de un burladero y apuntando con su cayada al suelo, me dijo con voz un tanto grave:
-Mira, aquí, hace unos cuarenta años cayó un maletilla mal herido, algunos nos tiramos para quitarle el toro, cosa que hicimos, pero no pudimos evitar la tragedia.
El lugareño se detuvo en su relato, movió la cabeza como si todavía no entendiera bien lo ocurrido, luego continuó con una voz más profunda.
Fueron momentos muy angustiosos y de confusión. El toro buscaba a todos con furia hasta que se le pudo llevar hacia otro lado. El muchacho yacía inerte en el suelo. Como pudimos, se sacó para afuera, se puso en una camilla y quedó en manos del médico y de una señora que no sabía de enfermera, pero era decidida y hacía las veces de comadrona cuando una mujer daba a luz en el pueblo.
El médico, después de un primer reconocimiento del herido, dijo que tenía dos cornadas grandes, que sería mejor llevarlo a su casa. Hizo lo que pudo durante varias horas, pero como comprenderás en aquellos tiempos había pocos medios. Desde el único teléfono que había en el pueblo se pidió una ambulancia. Pasadas unas horas, cuando ésta llegó a este rincón lejano, aquel joven había olvidado los ruedos de los pueblos para ir a compartir cartel con las grandes figuras del toreo que se encuentran allí en el cielo.
Se hizo un silencio. Yo también quise esperar aquel intervalo de tiempo por respeto de aquel joven torero. Después de un minuto o más de estar aquel hombre estático con la mirada fija en el suelo allí donde cayó mal herido el maletilla, caminó unos pasos y como seguía queriendo contar la historia de aquella tarde siguió diciendo:
-Aquel toro había corrido muchas plazas durante el verano, y se las sabía todas. El muchacho lo citó de lejos; al parecer no tenía mucha experiencia y aquellos toros tan capeados no perdonaban. Al día siguiente se le dio sepultura en el cementerio del pueblo, pues nadie lo conocía y no se le encontró documentación alguna. Por eso la gente del pueblo, como le parecía triste que pudiera quedar olvidado con el paso del tiempo, unos años después grabó en una piedra, a la entrada de la plaza, la fecha de su muerte y unas palabras en su memoria. No lleva nombre el escrito pues nadie supo cómo se llamaba.
Los dos al unísono nos dirigimos hacia la entrada, yo tenía curiosidad por leer lo que alguien del pueblo había escrito para recodar a aquel joven torero.
En la piedra, un poco borroso por el tiempo, esto se podía leer:
En memoria de un torero valiente que buscó la fama y
encontró la gloria.
29-9-1956
Después de leer lo escrito en aquella piedra, miré al fondo de aquel recinto ahora vacío. Me di cuenta de que aunque estuviera por su situación geográfica lejos de todas partes, estaba lleno de historia que aquellas piedras guardaban. Lo mismo que los toreros que allí hubieran toreado, guardaron su miedo y dejaron volar sus sueños.
Aquel lugareño y yo nos despedimos. Él se fue a sus tareas. Yo seguí mi viaje por esos pueblos, siempre prestando especial atención a sus plazas de toros, cada cual con su belleza y sobre todo, diferentes unas a otras, teniendo su propia historia o leyendas.