Aquel pueblecito, había amanecido con un lento despertar. Los campos tomaron tonalidades rojizas provocadas por los primeros rayos del sol filtrados entre unas nubes plomizas que hacían presagiar lluvia. Las primeras yuntas acompañadas de sus gañanes se encaminaban, como cada día, a hendir su arado en los campos. Otros, a lomos de su asno, con lento caminar, se acercaban a algún majuelo, para pasar el día cavando con un azadón alrededor de las cepas, tareas hechas en los fríos días de invierno, para que a fuerza de golpes duros y dejando el sudor sobre la tierra fuera pobremente recompensado su trabajo con las espigas que parieran los campos de trigo y los racimos de uvas cortados de los sarmientos, para así el hambre y la sed de las gentes del pueblo se mitigada.
Aquella mañana de invierno, ya pasadas las diez, los niños y niñas seguían correteando por las calles cercanas a la escuela sin que don Ezequiel, hombre puntual todos los días, hubiera llegado aún a abrir las puertas.
El alguacil del pueblo se acercó hasta donde se encontraban los niños y todos se arremolinaron en torno a él. Con semblante serio les comunicó que don Ezequiel estaba enfermo y en unos días no habría clase.
Después de escuchar esto se hizo un leve alboroto, unos a otros se hacían comentarios de lo que harían estos días que el maestro estaría enfermo. Sólo una niña se lamentó de la enfermedad de don Ezequiel y sugirió que podrían quedarse en la escuela para ir repasando.
Nadie estuvo de acuerdo. Todos ansiaban la libertad y no se paraban a pensar lo que perderían si no estudiaban aquellos días.
En tropel se dispersaron a sus respectivas casas. La niña, más despacio y pensando, se dirigió a la suya. Una lágrima corrió por su mejilla. O quizá fueran dos, una por su maestro enfermo y otra porque sabía que aquellos niños no entendían que la libertad se volvería esclavitud, sudor y fatiga, en los campos.
Almudena que así se llamaba la niña, al llegar a su casa comentó a su madre lo que había sucedido, luego le dijo que iba a estudiar. Su madre, que continuó con las tareas de casa, comenzó a preocuparse por la niña, pues varias veces que pasó por delante de ella la encontró con la mirada como perdida.
La mamá de la niña se acercó a ella y le preguntó:
_ ¿Te pasa algo, hija?
Ella, saliendo de sus pensamientos, le dijo:
_No, simplemente estoy un poco preocupada.
_ ¿Qué es eso que tanto te preocupa?
_Pues… la vida. También la enfermedad de don Ezequiel y el poder aprender muchas más cosas de las que sé.
_Pero, Almudena, hija, una niña de tu edad no tiene que preocuparse por esas cosas. El maestro en unos días estará bueno y, por lo demás, ¿tú crees qué es necesario saber tantas cosas?
La niña miró a su madre, luego continuó diciendo:
_No siempre será la vida como ahora. Las cosas tienen que cambiar.
_ ¿Y para qué quieres tú que cambien?_ dijo la mujer dando a entender que estaba conforme en cómo estaban las cosas que su hija quería cambiar.
_En esta vida siempre hay que procurar saber más para buscarnos mejores medios de vida.
_Esas cosas os la dice el maestro para que estudiéis y debéis hacerle caso, pero lo importante es que tu padre pueda salir al campo para que comamos.
_El campo, mamá, se puede mejorar, que la gente esté más preparada y puedan ir a otros sitios a ganarse la vida.
_No digas esas cosas. ¿Dónde ha de ir la gente del pueblo?
_Pues a la ciudad, para buscarse otros medios de vida mejores y para eso se necesitan estudios.
_Tú puedes estudiar, eres una niña, pero ¿quién nos va a enseñar a la gente mayor? Don Ezequiel bastante tiene con vosotros y sus achaques.
_Yo podría hacerlo pero necesitaría libros, otros libros que hablaran de muchas cosas más que esta enciclopedia.
_Hija, ya sabes que en esta casa y en este pueblo hay pocos libros.
_Ya._ Dijo la niña resignada.
Su madre, que había permanecido cerca de ella, la estrechó en sus brazos y la besó en la mejilla.
_Tengo que seguir con las tareas que sino vendrá tu padre y no estará echa la comida.
La niña, con sus pensamientos, ahora se imaginaba en la escuela de pueblo enseñando a toda la gente mayor que lo deseara-
Días después la mamá de Almudena se acercó a interesarse por la salud de don Ezequiel. La mandaron pasar a un cuarto de estar. Allí, sentado al lado de una mesilla y bien tapado con las faldillas para no coger frío, se encontraba el maestro.
Después de hablar de su estado de salud, don Ezequiel, le preguntó por la niña.
_Inquieta, como siempre._dijo mirando hacia una estantería que había al lado_ soñando tener algún día en su habitación una estantería llena de libros.
_En estos días que yo esté enfermo, dígale que venga y lleve los libros que le hagan falta. La compañía de un libro siempre puede mejorar la vida en el futuro.
Como tantas veces, aquella soñadora de mejores tiempos, se encontraba delante de los libros prestados por el maestro, abstraída en sus pensamientos. Quizás no cambiaría el mundo pero sí ayudaría a cambiar el pueblo enseñando a la gente.
El día que llegara el "progreso" las yuntas descansarían en los corrales, las azadas estarían colgadas en los cobertizos y los asnos sueltos en las eras del pueblo pastando la hierba de la primavera. Toda la gente correría en algarabía a recibirlo, todos ellos con sus mejores galas. Nadie querría quedarse atrás a la hora de su llegada. Octavio, ese que repica tan bien las campanas, se ocuparía de darle la bienvenida.
Solamente dos personas lo recibirían más tranquilamente. Una, aquella niña que ya se había convertido en una bella joven, la otra, don Ezequiel, al que los años hacían ir acompañado de un bastón.
Apuntando con éste, le dijo a la joven:
_Mira, ya tienes lo que querías.
Ella lo mira sonriente.
_Como usted decía, querer es poder.
_Sí, pero me gustaría añadir:
Para llegar hay que querer,
para querer hay que soñar
y los sueños, si te lo propones,
también se hacen realidad.
Esa realidad del día a día, donde unas veces queremos soñar y otras, nos gustaría estar soñando. Fin.
Dedicado a mi Maestro y Profe.
Aquella mañana de invierno, ya pasadas las diez, los niños y niñas seguían correteando por las calles cercanas a la escuela sin que don Ezequiel, hombre puntual todos los días, hubiera llegado aún a abrir las puertas.
El alguacil del pueblo se acercó hasta donde se encontraban los niños y todos se arremolinaron en torno a él. Con semblante serio les comunicó que don Ezequiel estaba enfermo y en unos días no habría clase.
Después de escuchar esto se hizo un leve alboroto, unos a otros se hacían comentarios de lo que harían estos días que el maestro estaría enfermo. Sólo una niña se lamentó de la enfermedad de don Ezequiel y sugirió que podrían quedarse en la escuela para ir repasando.
Nadie estuvo de acuerdo. Todos ansiaban la libertad y no se paraban a pensar lo que perderían si no estudiaban aquellos días.
En tropel se dispersaron a sus respectivas casas. La niña, más despacio y pensando, se dirigió a la suya. Una lágrima corrió por su mejilla. O quizá fueran dos, una por su maestro enfermo y otra porque sabía que aquellos niños no entendían que la libertad se volvería esclavitud, sudor y fatiga, en los campos.
Almudena que así se llamaba la niña, al llegar a su casa comentó a su madre lo que había sucedido, luego le dijo que iba a estudiar. Su madre, que continuó con las tareas de casa, comenzó a preocuparse por la niña, pues varias veces que pasó por delante de ella la encontró con la mirada como perdida.
La mamá de la niña se acercó a ella y le preguntó:
_ ¿Te pasa algo, hija?
Ella, saliendo de sus pensamientos, le dijo:
_No, simplemente estoy un poco preocupada.
_ ¿Qué es eso que tanto te preocupa?
_Pues… la vida. También la enfermedad de don Ezequiel y el poder aprender muchas más cosas de las que sé.
_Pero, Almudena, hija, una niña de tu edad no tiene que preocuparse por esas cosas. El maestro en unos días estará bueno y, por lo demás, ¿tú crees qué es necesario saber tantas cosas?
La niña miró a su madre, luego continuó diciendo:
_No siempre será la vida como ahora. Las cosas tienen que cambiar.
_ ¿Y para qué quieres tú que cambien?_ dijo la mujer dando a entender que estaba conforme en cómo estaban las cosas que su hija quería cambiar.
_En esta vida siempre hay que procurar saber más para buscarnos mejores medios de vida.
_Esas cosas os la dice el maestro para que estudiéis y debéis hacerle caso, pero lo importante es que tu padre pueda salir al campo para que comamos.
_El campo, mamá, se puede mejorar, que la gente esté más preparada y puedan ir a otros sitios a ganarse la vida.
_No digas esas cosas. ¿Dónde ha de ir la gente del pueblo?
_Pues a la ciudad, para buscarse otros medios de vida mejores y para eso se necesitan estudios.
_Tú puedes estudiar, eres una niña, pero ¿quién nos va a enseñar a la gente mayor? Don Ezequiel bastante tiene con vosotros y sus achaques.
_Yo podría hacerlo pero necesitaría libros, otros libros que hablaran de muchas cosas más que esta enciclopedia.
_Hija, ya sabes que en esta casa y en este pueblo hay pocos libros.
_Ya._ Dijo la niña resignada.
Su madre, que había permanecido cerca de ella, la estrechó en sus brazos y la besó en la mejilla.
_Tengo que seguir con las tareas que sino vendrá tu padre y no estará echa la comida.
La niña, con sus pensamientos, ahora se imaginaba en la escuela de pueblo enseñando a toda la gente mayor que lo deseara-
Días después la mamá de Almudena se acercó a interesarse por la salud de don Ezequiel. La mandaron pasar a un cuarto de estar. Allí, sentado al lado de una mesilla y bien tapado con las faldillas para no coger frío, se encontraba el maestro.
Después de hablar de su estado de salud, don Ezequiel, le preguntó por la niña.
_Inquieta, como siempre._dijo mirando hacia una estantería que había al lado_ soñando tener algún día en su habitación una estantería llena de libros.
_En estos días que yo esté enfermo, dígale que venga y lleve los libros que le hagan falta. La compañía de un libro siempre puede mejorar la vida en el futuro.
Como tantas veces, aquella soñadora de mejores tiempos, se encontraba delante de los libros prestados por el maestro, abstraída en sus pensamientos. Quizás no cambiaría el mundo pero sí ayudaría a cambiar el pueblo enseñando a la gente.
El día que llegara el "progreso" las yuntas descansarían en los corrales, las azadas estarían colgadas en los cobertizos y los asnos sueltos en las eras del pueblo pastando la hierba de la primavera. Toda la gente correría en algarabía a recibirlo, todos ellos con sus mejores galas. Nadie querría quedarse atrás a la hora de su llegada. Octavio, ese que repica tan bien las campanas, se ocuparía de darle la bienvenida.
Solamente dos personas lo recibirían más tranquilamente. Una, aquella niña que ya se había convertido en una bella joven, la otra, don Ezequiel, al que los años hacían ir acompañado de un bastón.
Apuntando con éste, le dijo a la joven:
_Mira, ya tienes lo que querías.
Ella lo mira sonriente.
_Como usted decía, querer es poder.
_Sí, pero me gustaría añadir:
Para llegar hay que querer,
para querer hay que soñar
y los sueños, si te lo propones,
también se hacen realidad.
Esa realidad del día a día, donde unas veces queremos soñar y otras, nos gustaría estar soñando. Fin.
Dedicado a mi Maestro y Profe.