FUENTESAUCO: J. A. GARCÍA Los espantes saucanos dejaron ayer una...

J. A. GARCÍA Los espantes saucanos dejaron ayer una impresión descafeinada en los aficionados y en los numerosos asistentes a los tradiciones espectáculos taurinos. Parecía como si los ánimos estuvieran marcados por la muerte del joven Izan Tejero, letalmente empitonamiento de un novillo durante el desarrollo del encierro nocturno del viernes.

Aunque el encierro campero por el prado de La Reguera se prolongó algunos minutos más de lo acostumbrado, como para dar satisfacción al personal por la suspensión de los festejos previstos para el sábado, el caso es que ni caballistas, ni toros, ni jinetes ni espantadores ensamblaron ayer actuaciones sensacionales. Juan Pascual, de Guarrate, que suele vivir con protagonismo puntero estos eventos, expresó ayer su convicción de que la tragedia del joven saucano «afectó mucho, porque por aquí nos conocemos todos o conocemos a las familias».

Fue un encierro que congregó a miles de personas en Fuentesaúco, pero que no ofreció espantes de aplauso ni conmovedores. Una veintena de caballistas trataron por todos los medios de conducir a los novillos hasta el parapeto humano, pero los astados se salían y escapaban una y otra vez hacia las tapias y las paredes que cercan la pradera, frustrando la confrontación que constituye el alma del espante.

«Los toros mostraban bravura», pero no existió la combinación necesaria para consumar los espantes lo que provocó ciertos silbidos de la gente por considerar que los picadores no arropaban a los toros, que enseguida se les volvían y marchaban a su aire. La gran laguna del prado es un lugar querencial y ayer los astados también supieron sacar juego a sus aguas, incluso en este caso un abrevadero fue utilizado como piscina por un novillo.

A base de empeño, al final los caballistas consiguieron subir un toro y, seguidamente, a otro. «Fue un encierro frío», donde el personal trató de obtener algún enfrentamiento incluso actuando con paraguas y trapos.

El encierro de calle ofreció los mismos cánones y tampoco brilló por las acometidas ni por las fuertes sensaciones. De hecho, un perro que saltó a la calle se ganó un prestigio porque animó el cotarro como si fuera un toro. La gente, convencida de que un novillo acercaba sus reales, salía de estampida cuando en realidad el peligro no era otra figura que el citado can. Para el encierro de calle soltaron primer un novillo que mantuvo una compostura un tanto gélida. Luego soltaron un segundo que se mostró un poco más alegre. El caso es que el perro se hermanó con los toros y, ladrándolos, formaron un trío al que los aficionados sacaron toda el picante posible.