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Enfrentamiento valiente en la pradera
Un caballo herido en un espante saucano que ofreció un desarrollo «vistoso» y que concentró a miles de aficionados ante el espectáculo taurino

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Los aficionados escapan ante la presencia de un novillo. Foto Emilio Fraile
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J. A. GARCÍA Caballistas, toros y espantadores respondieron ayer con «lucidez y vistosidad» en el prado de la Reguera, de Funtesaúco, y el histórico espectáculo agradó a los numerosos aficionados que se dieron cita en el prado de La Reguera. El fallo estuvo en la subida de los animales a los corrales, que se prolongó mucho más tiempo del debido y se hizo de forma desperdigada.

Uno de los momentos de mayor tensión sucedió cuando un novillo empitonó por atrás a un caballo que aguantó la cornada con un estoicismo sorprendente porque ni siquiera se despegó del enemigo que le abrió brecha en el cuerpo. El jinete, el joven saucano Rafael, siguió un momento en escena pero optó por retirarse con la montura, rasgada en desenlace vivido a juzgar por el reguero de sangre que manchaba su esbelto cuerpo. Expertos en la materia afirman que tanto el jinete como el caballo eran jóvenes «en el oficio».

Otro momento de vértigo llegó cuando en una nueva incursión un toro se adentró entre los remolques atestados de personas y llevó el pánico al gentío que se arremolinaba en estos parapetos, especialmente a quienes sorprendió al echarse encima de sopetón. Salvó de una mala pasada precisamente el conocido como «Chaquetas», un novillero de Valladolid. El tiro le pisó y ahí quedó el susto.

Este espante nació de la escapada previa de dos toros, pero los caballistas consiguieron hermanar a toda la manada de novillos y cabestros y enfilarlos con celeridad y profundidad «Ahí, ahí «gritaba la gente al ver la certeza del enfile. Al instante surgieron las exclamaciones por los riesgos habidos en el encuentro de animales y personas.

Los espantes comenzaron a la hora anunciada, las diez de la mañana, cuando miles de personas habían tomado ya posiciones en los ámbitos del prado, los más enraizados al espectáculo debidamente sentados en sus sillas o situados sobre la atalaya de los remolques. «Si no vengo parece que me falta algo porque me gustan mucho los toros» expresaba un aficionado. Los caballistas iban entrando al escenario al paso o al trote de sus caballos, dotados de sus garrochas, y situándose a la vera de los astados, pero respetando la quietud y las distancias. Hacia las 9,0 horas el soniquete de las charangas anunciaba la llegada de las peñas, y al tiempo de los jóvenes y de personas de todo trapío dispuestos a los acontecimientos. Este año, al contrario de otros, las torretas eléctricas emplazadas en medio del prado no fueron utilizadas por aficionados para observar o escapar de los toros, debido a que han sido cerradas en su base por grandes planchas que impiden la escalada. Sin embargo, siguieron fieles los amantes de encubrirse en los puentes o alcantarillas del reguero.

«Ya les mueven, ya les mueven» dijo el personal al ver que los jinetes iniciaban la primera correría, que salió a pedir de boca, pero sin mayor roce con la masa, como si fuera una prueba del espante. El segundo envite conllevó una escapada de los toros hasta la balsa, donde remojaron sus figuras y, entre las citas de uno y otros volvieron al punto de arrancada. Aún hubo tiempo para una tercera acometida que también levantó emociones. El desmayo, o un ataque epiléptico según otros, generó un poco de confusión y, el hecho de acudir una ambulancia, llevó a pensar que se había producido una cogida. Jacinto Velasco, un amante de los espectáculos taurinos y que durante muchos años tomó parte activa en los mismos, los siguió ayer desde la barrera, pero con igual entusiasmo, recordando alguna que otra cornada y los muchos aprietos experimentados.

El encierro se prolongó hasta casi las 13,30 horas y los novillos fueron subidos separadamente «a cola de caballo» o como bien se pudo. Esta tardanza y forma desacompasada de encerrar a los animales fue el pero puesto por algunos a unos espantes reconocidos. Juan Pascual destacó la veta de los astados, que consumieron sus energías en la pradera y esto repercutió luego en la flojedad del encierro de calle.