Una tarde bajó a la playa una mujer extraordinariamente bella, seguida por un chiquillo de unos ocho años, calculo, y por una mujer vestida de negro: la sirvienta. Llevaban bolsas de bocadillos del Hotel Imperator, y supuse que el chico pasaba la mayor parte de su vida en hoteles. Era digno de lástima.
La criada sacó algunos juguetes del montón que llevaba en un macuto. Todos parecían poco apropiados para la edad del niño: un cubo de playa, una pala, algunos moldes, un balón hinchable y unas arcaicas aletas de nadar.
La madre, que tendida sobre una manta leía una novela francesa, seguramente era una divorciada, supuse yo; e imaginé que poco después estaría en el café tomando una copa conmigo.
Con esta idea en mente, me levanté y me ofrecí a jugar al balón con el chico. Él se sintió encantado de tener compañía, pero no era capaz de lanzar la pelota como espera un legionario, ni de atraparla, así que, tanteando sus gustos, le pregunté, con un ojo puesto en su madre, si le gustaría que le construyese un castillo de arena. Me dijo que sí.
Construí un foso de agua, luego una rampa con escaleras en curva, haciendo alarde de mis contrastados conocimientos en ingeniería militar, un foso seco, un muro almenado con emplazamiento para los cañones, y varias torres cilíndricas con parapetos.
Trabajé como si realmente intentara edificar un bastión inexpugnable, y al terminar puse en cada torre banderas de España confeccionadas con tiras de las cintas de mis innumerables medallas.
Creí en la hermosura de mi obra, y también lo creyó el niño; pero cuando quise llamar la atención de su madre para mostrarle mi hazaña, ella sólo dijo:
--Nous allons, mon petit.
La sirvienta recogió los juguetes y se fueron, dejándome allí, con mi pelo en pecho, a solas con aquel maravilloso castillo de arena.
La criada sacó algunos juguetes del montón que llevaba en un macuto. Todos parecían poco apropiados para la edad del niño: un cubo de playa, una pala, algunos moldes, un balón hinchable y unas arcaicas aletas de nadar.
La madre, que tendida sobre una manta leía una novela francesa, seguramente era una divorciada, supuse yo; e imaginé que poco después estaría en el café tomando una copa conmigo.
Con esta idea en mente, me levanté y me ofrecí a jugar al balón con el chico. Él se sintió encantado de tener compañía, pero no era capaz de lanzar la pelota como espera un legionario, ni de atraparla, así que, tanteando sus gustos, le pregunté, con un ojo puesto en su madre, si le gustaría que le construyese un castillo de arena. Me dijo que sí.
Construí un foso de agua, luego una rampa con escaleras en curva, haciendo alarde de mis contrastados conocimientos en ingeniería militar, un foso seco, un muro almenado con emplazamiento para los cañones, y varias torres cilíndricas con parapetos.
Trabajé como si realmente intentara edificar un bastión inexpugnable, y al terminar puse en cada torre banderas de España confeccionadas con tiras de las cintas de mis innumerables medallas.
Creí en la hermosura de mi obra, y también lo creyó el niño; pero cuando quise llamar la atención de su madre para mostrarle mi hazaña, ella sólo dijo:
--Nous allons, mon petit.
La sirvienta recogió los juguetes y se fueron, dejándome allí, con mi pelo en pecho, a solas con aquel maravilloso castillo de arena.