El hecho de que Baldrogas estuviera enterrado no era motivo suficientemente convincente como para demostrarle que estaba muerto: siempre había sido un hombre difícil de persuadir.
El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición --tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas con una gasa, que rompió fácilmente, sin que se alterase la situación--, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Baldrogas lo aceptó sin perderse en cavilaciones.
Pero... muerto, no. Sólo estaba muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido.
No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Baldrogas.
Pero algo se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes que avanzaban por el este, preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto.
No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Baldrogas, se sentían razonablemente seguros.
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El testimonio de sus sentidos le obligaba a admitir que estaba realmente enterrado. Su posición --tendido boca arriba con las manos cruzadas sobre su estómago y atadas con una gasa, que rompió fácilmente, sin que se alterase la situación--, el estricto confinamiento de toda su persona, la negra oscuridad y el profundo silencio, constituían una evidencia imposible de contradecir y Baldrogas lo aceptó sin perderse en cavilaciones.
Pero... muerto, no. Sólo estaba muy enfermo, aunque, con la apatía del inválido, no se preocupó demasiado por la extraña suerte que le había correspondido.
No era un filósofo, sino simplemente una persona vulgar, dotada en aquel momento de una patológica indiferencia; el órgano que le había dado ocasión de inquietarse estaba aletargado. De modo que sin ninguna aprensión por lo que se refiriera a su futuro inmediato, se quedó dormido y todo fue paz para Baldrogas.
Pero algo se movía en la superficie. Era aquella una oscura noche de verano, rasgada por frecuentes relámpagos que iluminaban unas nubes que avanzaban por el este, preñadas de tormenta. Aquellos breves y relampagueantes fulgores proyectaban una fantasmal claridad sobre los monumentos y lápidas del camposanto.
No era una noche propicia para que una persona normal anduviera vagabundeando alrededor de un cementerio, de modo que los tres hombres que estaban allí, cavando en la tumba de Baldrogas, se sentían razonablemente seguros.
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