CRÓNICAS DE UN PUEBLO.
Un día alguien del foro propuso que, si nos acordábamos, contáramos algo de las cencerradas que se daban en el pueblo cuando se casaba quien hubiera sobrepasado la edad casadera. De la de Felicísimo y Consuelo no me acuerdo nada de nada, pero de la de Tinín el Grillo sí que puedo contar algo.
La boda iba a ser el sábado, día de la fiesta, así que en las vísperas, aunque nadie lo mentaba, andaba un tufo a cencerrada que corrompía. Creo que fue la noche del jueves cuando nos remangamos una miaja y empezamos a buscar cacharros viejos que hicieran ruido como mandan los cánones de la buena cencerrada.
Recuerdo que bajando hacia el badén, desde casa de Pon, donde supongo que habíamos estado buscando alguna cazuela esborcellada, al pasar por la puerta de Goyito, a Miguel le salió del alma. Con la melodía del “Happy birthay” de los cumpleaños, y sin apenas gallos, nos entonó:
-“Amparito, Amparito, Amparito feliiiiz!
Como siempre tuvo una oreja frente a la otra en lo referente a la música, nos chocó lo bien que le quedó la dedicatoria.
Esa noche quedó claro que la música amansa a las fieras, porque unos metros más allá, al pasar por la esquina de Ezequiela calentando gargantas e instrumentos, salió María la Estanquera de su casa y nos echó tal bronca por lo que estábamos intentando preparar, que nos quedamos como si después de cantar el villancico, nos hubieran negado el aguinaldo. Entre la melodía de Miguel, que nos amansó y la bronca de María, que nos acobardó, se escoñó la cencerrada.
En lo que no dábamos era en lo que vino a continuación. Aquel sábado, también se casó Sari y recuerdo que al volver al pueblo, después de la comida, Herminio, Cari, Choni y yo, veníamos como tontos, preguntándonos que qué íbamos hacer, que dónde andaría la gente, que si estaría barrida la peña...
Al llegar a la cuesta Patinas, sentimos jaleo detrás de la ermita. Habían soltado un marranico untado de grasa para que se lo llevara el primero que lo cogiera. Después de cansarlo entre Montse y los melgos, lo apañó Graci. “ ¡Ya tenemos peña, ya tenemos peña!” voceaban unos cuantos.
Yo no sé quién lo propuso, pero el caso es que detrás del marranico, y de los “Juntos pero revueltos”, nos fuimos apuntando unos cuantos que no teníamos ni peña ni nada. Mercedes, Visi, Graci, César y los que, a partir de aquel año, adoptamos el nombre de “los zachos” nos arrimamos a “los verdes” y nos pusimos a buscar local para unos... ¡veintiocho!.
Al final nos metimos en la panera de mi tío Emilio, el padre de GA, en lo que hoy es el Ayuntamiento. Con los sacos de cebada de mi padre por asiento y el tablón de subirlos al remolque con el carretillo por mesa, nos enjatimamos al pobre marranico. Nos lo compusieron en un horno de Coreses, no sin antes hacer to la risa que pudimos, lo mismo al trasladarlo hasta una pocilga, que al acristianarlo en el corral de Pon.
Estábamos en vísperas y nos disponíamos a velar las armas de la cencerrada envainadas por la bronca de María. Una lástima que aquellas viejas cazuelas llenas de cantos y tapadas a modo de maracas, aquellas tapaderas a modo de platillos, aquellas latas, de arroba, del escabeche a modo de tamboril, se quedaran allí tiradas durmiendo el sueño de los justos. ¡Qué coños de dormir ni de sueños!. Esteban cogió su bombo, que no era sino la tapadera recortada de un bidón de gasoil con una cuerda metida por el agujero del tapón, se la colgó al cuello y le arreó tres porrazos que nos levantaron “en sento”. Agarramos cada uno nuestro cacharro (hablo del otro, por supuesto) y, en vez de una noche de cencerrada, dimos cuatro de tabarra. Con sus días y todo.
“Los verdes” tenían muy adelantado un disfraz que iba a llamarse “El entierro de Sabrina”, aquella que enseñó, sin querer, un pezón en el especial de Nochevieja. Consistía en un ataúd con un par de alambreras de brasero recubiertas de escayola que no cabían dentro, haciendo honor a aquellos pechos tan grandes y famosos. Con los cacharros viejos nos propusimos ponerle música a tan luctuoso como lujurioso evento. Después de varios ensayos incluso de las plañideras, la comitiva entró desfilando en la plaza al compás de los “zachos” en medio de un respetuoso silencio al que contribuyó mucho la maestría de la narración de Feliciano. Ante aquel catafalco, y en medio de un mar de lágrimas de risa, Herminio y Amador el de Bustillo, entonaron un salmo responsorial que tembló el misterio. ¡Apoteósico!.
No es por quedarnos con el personal, pero como todos los nombres ilustres, el de “Los zachos”, también tiene su origen y no menos noble que otros. Para que conste en los anales, paso a descifrar el porqué de ese nombre y su significado, que no es el de zoletica pequeña, como mucha gente cree erróneamente.
Con la primera noche de vísperas, muchos de los cacharros musicales, se esbarataron tanto por los porrazos que hubo que irlos cambiando por otros, de manera que ya empezaban a escasear. No era plan andar buscando por los regatos, pero quisieron los dioses que en el transcurso del tradicional partido de solteros contra casados que estábamos disputando en la era de Zenón, el balón se marchara fuera del campo, yendo a parar al rebanzón del regato o al mudadal de mi padre (como en todos los mitos y leyendas hay discrepancias acerca del lugar exacto del hallazgo, razón por la cual no ha habido acuerdo ninguno en el emplazamiento de la estatua conmemorativa). En busca del balón acudió Poli que estaba jugando de portero y al agacharse a por el esférico, tropezó, casi sin querer, con algo que le llamó la atención más que el propio balón y que el fútbol entero. Era una lata de aceite de tractor vacía. Cegado por su visión, se agachó, la tomó en su mano y ante el estupor de los allí presentes, exclamó: ” ¡CA, UN ZACHO!“. A partir de ese momento dimos en llamar zacho a todo instrumento que hiciera ruido y a todos los miembros de dicha peña, cuya sede se ha establecido, en la panera dónde se cree que cagó Domicio.
Fue tal el éxito del ruido que hacíamos con los zachos, que estuvimos cuatro días y cuatro noches con el sonsonete metido en los tímpanos. Sobre todo atronaban al entrar en los bares. Se levantaban los pelos del flequillo con el ruido que armábamos. Cuando nos vencía un poco el cansacio, allá a las cinco de la mañana, nos sustribábamos contra el futbolín del bar de Manolo y dejábamos reposar los instrumentos en el suelo. Todos menos Esteban que no soltaba, ni a tiros, la tapadera del bidón. De tal manera que, cuando le mandaba callar su hermana Marina, por que estaba hablando alto, él contestaba con tres tabanazos cojonudos.
Una mañana, antes de las famosas dianas floreadas de Loly, Sixto, el Cabezorra y Felisín, estaba Toño, el de Francisca, arreglando una conejera que tenía la puerta medio desvencijada. Al lado, en casa de Aurora, dormían la mañanada Pon y Fede. Al oir los martillazos de Toño, con los ojos llenicos de legañas pensaron “ ¡zachos!” y saltaron de la cama creyendo que ya andaba por la calle alguna cuadrilla dando guerrica.
Ahora, no andéis bobiando que pa disfraz bueno el del año siguiente: de futbolín. ¡Lo bordamos!
--- o0o ---
Un día alguien del foro propuso que, si nos acordábamos, contáramos algo de las cencerradas que se daban en el pueblo cuando se casaba quien hubiera sobrepasado la edad casadera. De la de Felicísimo y Consuelo no me acuerdo nada de nada, pero de la de Tinín el Grillo sí que puedo contar algo.
La boda iba a ser el sábado, día de la fiesta, así que en las vísperas, aunque nadie lo mentaba, andaba un tufo a cencerrada que corrompía. Creo que fue la noche del jueves cuando nos remangamos una miaja y empezamos a buscar cacharros viejos que hicieran ruido como mandan los cánones de la buena cencerrada.
Recuerdo que bajando hacia el badén, desde casa de Pon, donde supongo que habíamos estado buscando alguna cazuela esborcellada, al pasar por la puerta de Goyito, a Miguel le salió del alma. Con la melodía del “Happy birthay” de los cumpleaños, y sin apenas gallos, nos entonó:
-“Amparito, Amparito, Amparito feliiiiz!
Como siempre tuvo una oreja frente a la otra en lo referente a la música, nos chocó lo bien que le quedó la dedicatoria.
Esa noche quedó claro que la música amansa a las fieras, porque unos metros más allá, al pasar por la esquina de Ezequiela calentando gargantas e instrumentos, salió María la Estanquera de su casa y nos echó tal bronca por lo que estábamos intentando preparar, que nos quedamos como si después de cantar el villancico, nos hubieran negado el aguinaldo. Entre la melodía de Miguel, que nos amansó y la bronca de María, que nos acobardó, se escoñó la cencerrada.
En lo que no dábamos era en lo que vino a continuación. Aquel sábado, también se casó Sari y recuerdo que al volver al pueblo, después de la comida, Herminio, Cari, Choni y yo, veníamos como tontos, preguntándonos que qué íbamos hacer, que dónde andaría la gente, que si estaría barrida la peña...
Al llegar a la cuesta Patinas, sentimos jaleo detrás de la ermita. Habían soltado un marranico untado de grasa para que se lo llevara el primero que lo cogiera. Después de cansarlo entre Montse y los melgos, lo apañó Graci. “ ¡Ya tenemos peña, ya tenemos peña!” voceaban unos cuantos.
Yo no sé quién lo propuso, pero el caso es que detrás del marranico, y de los “Juntos pero revueltos”, nos fuimos apuntando unos cuantos que no teníamos ni peña ni nada. Mercedes, Visi, Graci, César y los que, a partir de aquel año, adoptamos el nombre de “los zachos” nos arrimamos a “los verdes” y nos pusimos a buscar local para unos... ¡veintiocho!.
Al final nos metimos en la panera de mi tío Emilio, el padre de GA, en lo que hoy es el Ayuntamiento. Con los sacos de cebada de mi padre por asiento y el tablón de subirlos al remolque con el carretillo por mesa, nos enjatimamos al pobre marranico. Nos lo compusieron en un horno de Coreses, no sin antes hacer to la risa que pudimos, lo mismo al trasladarlo hasta una pocilga, que al acristianarlo en el corral de Pon.
Estábamos en vísperas y nos disponíamos a velar las armas de la cencerrada envainadas por la bronca de María. Una lástima que aquellas viejas cazuelas llenas de cantos y tapadas a modo de maracas, aquellas tapaderas a modo de platillos, aquellas latas, de arroba, del escabeche a modo de tamboril, se quedaran allí tiradas durmiendo el sueño de los justos. ¡Qué coños de dormir ni de sueños!. Esteban cogió su bombo, que no era sino la tapadera recortada de un bidón de gasoil con una cuerda metida por el agujero del tapón, se la colgó al cuello y le arreó tres porrazos que nos levantaron “en sento”. Agarramos cada uno nuestro cacharro (hablo del otro, por supuesto) y, en vez de una noche de cencerrada, dimos cuatro de tabarra. Con sus días y todo.
“Los verdes” tenían muy adelantado un disfraz que iba a llamarse “El entierro de Sabrina”, aquella que enseñó, sin querer, un pezón en el especial de Nochevieja. Consistía en un ataúd con un par de alambreras de brasero recubiertas de escayola que no cabían dentro, haciendo honor a aquellos pechos tan grandes y famosos. Con los cacharros viejos nos propusimos ponerle música a tan luctuoso como lujurioso evento. Después de varios ensayos incluso de las plañideras, la comitiva entró desfilando en la plaza al compás de los “zachos” en medio de un respetuoso silencio al que contribuyó mucho la maestría de la narración de Feliciano. Ante aquel catafalco, y en medio de un mar de lágrimas de risa, Herminio y Amador el de Bustillo, entonaron un salmo responsorial que tembló el misterio. ¡Apoteósico!.
No es por quedarnos con el personal, pero como todos los nombres ilustres, el de “Los zachos”, también tiene su origen y no menos noble que otros. Para que conste en los anales, paso a descifrar el porqué de ese nombre y su significado, que no es el de zoletica pequeña, como mucha gente cree erróneamente.
Con la primera noche de vísperas, muchos de los cacharros musicales, se esbarataron tanto por los porrazos que hubo que irlos cambiando por otros, de manera que ya empezaban a escasear. No era plan andar buscando por los regatos, pero quisieron los dioses que en el transcurso del tradicional partido de solteros contra casados que estábamos disputando en la era de Zenón, el balón se marchara fuera del campo, yendo a parar al rebanzón del regato o al mudadal de mi padre (como en todos los mitos y leyendas hay discrepancias acerca del lugar exacto del hallazgo, razón por la cual no ha habido acuerdo ninguno en el emplazamiento de la estatua conmemorativa). En busca del balón acudió Poli que estaba jugando de portero y al agacharse a por el esférico, tropezó, casi sin querer, con algo que le llamó la atención más que el propio balón y que el fútbol entero. Era una lata de aceite de tractor vacía. Cegado por su visión, se agachó, la tomó en su mano y ante el estupor de los allí presentes, exclamó: ” ¡CA, UN ZACHO!“. A partir de ese momento dimos en llamar zacho a todo instrumento que hiciera ruido y a todos los miembros de dicha peña, cuya sede se ha establecido, en la panera dónde se cree que cagó Domicio.
Fue tal el éxito del ruido que hacíamos con los zachos, que estuvimos cuatro días y cuatro noches con el sonsonete metido en los tímpanos. Sobre todo atronaban al entrar en los bares. Se levantaban los pelos del flequillo con el ruido que armábamos. Cuando nos vencía un poco el cansacio, allá a las cinco de la mañana, nos sustribábamos contra el futbolín del bar de Manolo y dejábamos reposar los instrumentos en el suelo. Todos menos Esteban que no soltaba, ni a tiros, la tapadera del bidón. De tal manera que, cuando le mandaba callar su hermana Marina, por que estaba hablando alto, él contestaba con tres tabanazos cojonudos.
Una mañana, antes de las famosas dianas floreadas de Loly, Sixto, el Cabezorra y Felisín, estaba Toño, el de Francisca, arreglando una conejera que tenía la puerta medio desvencijada. Al lado, en casa de Aurora, dormían la mañanada Pon y Fede. Al oir los martillazos de Toño, con los ojos llenicos de legañas pensaron “ ¡zachos!” y saltaron de la cama creyendo que ya andaba por la calle alguna cuadrilla dando guerrica.
Ahora, no andéis bobiando que pa disfraz bueno el del año siguiente: de futbolín. ¡Lo bordamos!
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Que recuerdos, yo me disfrace de plañidera en aquel entierro de la Sabrina, pero creo que reía más que lloraba. No le pasó lo mismo a mi hijo Victor (era muy pequeño), que se llevó un buen susto al ver la caja de la muerta y a todas enlutadas y llorando detrás.