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MALVA: CRÓNICAS DE UN PUEBLO...

CRÓNICAS DE UN PUEBLO
En la capilla también pasamos muy buenos ratos. Unas veces a cobijo del portal de Evangelina donde fumábamos el tabaco que habíamos ido a comprar a Bustillo, en ca' Azucena donde, mientras ella buscaba el tabaco, le probábamos los nevaditos que tenía en el mostrador. Otras, en el rebanzón, donde Miguel y Masero lucían sus habilidades en el trepidante juego de las mecas. Y las más de las veces en el juego pelota, jugando al “Colo” o a “El bote”, que no consistía más que en esconderse todos menos el que se la quedaba y, cuando encontraba a alguno, tenía que llegar corriendo hasta el bote, que se dejaba en medio de La Capilla y contar “un, dos, tres por Fulanito”. Pero como se descuidara una miaja, alguno de los escondidos salía corriendo, le daba una patada al bote y se la volvía a quedar el mismo. No lo recuerdo bien, pero si te la quedabas tres veces, creo tenías que pasar entre la pared y el resto de jugadores apoyados contra ella, mientras recibías manotazos y rodillazos a diestro y siniestro.
En la era de Jesús el de Rosina (creo que la llamábamos así) también solíamos jugar mucho, seguramente porque estaba cerca del pueblo y porque tenía el resguardo de la cerca de Jesús, de la caseta de David y del edificio de Pablito.
Contra el edificio, para que el balón no se fuera muy lejos cuando tirábamos a portería, solíamos organizar “recopas” con un portero neutral y dos equipos de dos o tres jugadores. Las reglas, aprobadas por la UEFA y en trámite de aprobación por la FIFA, eran tres y muy básicas por cierto: echar a pies para formar los equipos, penalty cada tres corners y el controvertido “ ¡mano, penalty, lo tiro!”
En esa misma era jugábamos mucho a “Las conejeras”, versión cagalitera del béisbol americano, cuyo trofeo era, como casi siempre, sacudir pelotazos a los perdedores que subían al podio de la caseta de David a recibirlos. Se marcaban, con cantos (también valían jerseys, plumieres y carteras), cuatro conejeras en las esquinas de la era. En la primera de ellas se metían los miembros de un equipo, mientras los del otro se apostaban por el resto del campo. Un miembro del equipo que estaba dentro, debía devolver con un manotazo la pelota que le lanzaba uno de los rivales lo más lejos posible y, por supuesto, dentro del campo. Mientras los que estaban dentro corrían hacia la siguiente conejera, los otros se aprestaban a coger la pelota y alcanzar, con ella, a alguno de los que corrían, antes de llegar a ella. Si llegaban todos a salvo, se repetía el mismo proceso hasta completar el paso por todas las conejeras recibiendo, en ese caso el consabido premio de sacudir pelotazos a los perdedores. Pero si se alcanzaba con la pelota a alguno de los corredores, los equipos se intercambiaban, pasado el de dentra a fuera y viceversa.
Desde el sitio donde había atrapado la pelota, daba tres saltos (incluso con carrera para cada uno de ellos) en dirección a cualquiera de los rivales que aún no hubiera entrado en la siguiente conejera.
“El juego de los hoyos”, que se jugaba preferentemente en la caseta de David, consistía en que a cada jugador se le adjudicaba un hoyo hecho en el suelo y, alrededor de ellos se marcaba un redondel donde entráramos todos los jugadores. El primer jugador echaba la pelota al suelo en dirección a alguno de los hoyos al tiempo que nos poníamos todos en posición de arrancar a correr para llegar cuanto más lejos mejor, salvo el propietario del hoyo donde se alojaba la pelota, que debía hacerse con ella inmediatamente y ordenar ¡pies quietos!. En ese momento todos debían detener su carrera y permanecer sin mover los pies. Mediante tres pasos o saltos con carrera, si fueran necesarios, el que mandaba parar los pies, podía acercarse a alguno de los jugadores y, si podía, arrearle un pelotazo en alguna zona rígida de su cuerpo para que la pelota saliera despedida lo más lejos posible. El que recibía el pelotazo debía salir corriendo tras ella y cuando la alcanzara volver a ordenar ¡pies quietos!. Y así sucesivamente hasta que el que lanzaba la pelota no conseguía dar al cuerpo de otro jugador. En ese caso se metía una china en su hoyo y a la tercera, pasaba por la pared de la caseta a recibir los consiguientes pelotazos.
Otra zona muy frecuentada para entretenernos y para otras cosas propias de la edad, eran “Las peñas”. Allí hemos jugado a cada cosa que ¡válgame Dios!.
Hay un rincón, donde se han hecho muchas lumbres, que por el corte del terreno y lo vertical, a mí me parecía el abismo de los abismos. Allí, por cierto, cayó de joven, mi tío Nino. Pero había otras zonas más aprovechables para lo que nos interesaba. Por ejemplo, al cabañal de Manolito lo tenían tan acribilladico los melgos, que su madre le llegó a ofrecer un dinero para comprárselo y así evitarse posibles multas o desgracias.
Detrás de la casa de Isauro, había un rebanzón donde se bajaba la mejor “potra” que he visto yo en mi vida. Era como la catedral de San Mamés, en fútbol. Sobre el modo de bajar la potra de unos y otros, todos eran reglamentarios, si bien había algún espabilao que echaba más agua en mitad de la bajada de otro para que resbalara y salpicara más. El caso era terminar todos en calzoncillos a la obrigada de alguna caseta para que se nos secara el barro de los pantalones antes de cepillarlos con una mazorca de maíz. Peor remedio tenía la culera que te preparabas cuando, al final de la potra, se hacía un charco y te sentabas en él.
Por la influencia de la televisión, surgió la moda de jugar a “La Ponderosa”, que no consistía más que en hacer un fuerte con pajas de las tierras segadas de alrededor de Las peñas. En tan inexpugnable fuerte resistían los soldados esperando que aparecieran los indios feroces, dando voces, por la ladera abajo (la que se podía bajar a pie, no por donde cayó mi tío Nino) y chiscaran la paja del fuerte. A los soldados no les quedaba otra que ponerse a favor del viento para no terminar negros como el tito por el humo y las morceñas.

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Respuestas ya existentes para el anterior mensaje:
Muy buenas las crónicas y los recuerdos de ellas Heli.
Veo que recordaba bien que existian las conejeras. Siempre fue malo empezar los libros por el final!

Heli, estos recopilatorios son estupendos....