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29.- EL CARRO DEL CONCEJO
12 de Julio de 2013 a la (s) 11:40

29.- EL CARRO DEL CONCEJO

Vamos a ver, que levante el brazo o la mano mismamente todo aquel o aquella persona mayor de edad, dignidad, gobierno y con derecho a voto que no haya meado o cagado alguna vez en el concejo, por no preguntar por otras “lindeces”.

Vale, ya podéis bajarla todos.

Perdón por entrar sin llamar, pero es que el concejo siempre está espalancao y lleno de …, y se oía de fondo el Satisfaction de los Rolling Stones. Que viene como anillo al dedo, o al menos eso me parece a mí.

Para que nos vamos a engañar el concejo siempre hizo las veces de urinarios públicos de aguas mayores y menores de las escuelas, del bar el Pato, del bar de Bigotes más tarde y de todo personal que estuviera en la plaza con motivo de cualquier evento que allí hubiera, más para hombres como es lógico, pero también las mujeres recurrieron a él más de una vez.

De aquella ni los bares ni las escuelas, ni el ayuntamiento tenían servicios. Ni que decir tiene de nuestras propias casas. Los corrales, los rebanzones, los regatos, detrás de una tapia, de una caseta, de un palomar, eran esos lugares tan validos para esos menesteres como otros cualesquiera.

También se utilizó extraoficialmente el concejo como basurero municipal, pues estaba llenito de porquería, allí tiraba la gente de todo, eran otros tiempos, nada que ver como está hoy todo de cemento.

Así que entre unas cosas y otras te podías encontrar con todo tipo de inmundicias, papeles usados con su plumita marrón tirando a oscuro, movidos por el viento, auténticos zurullos sin fecha de caducidad, algunos ya tan deshidratados y tan resecos mezclados con la tierra que no presentaban peligro alguno de ser pisados, humedales y diversas humedades en las paredes de no más altura de casi un metro, barreduras, colillas, palillos, chapetes, cristales rotos, cachos de adobes y demás escombros.

En definitiva una auténtica y fétida letrina, con efluvios de miasmas pestilentes.

Pero vamos que tampoco hay que darle la más mínima importancia.

Bueno pues prosigamos, dejando aparte estas pequeñas bagatelas de poca monta. Naderías que diría el otro.

Entrando en el concejo un ventanal grande a la izquierda daba a la escuela de los pequeños, la de Don Pepe, a la derecha la cochera de Manolo Guerrero, al fondo otra vieja cochera que nunca vimos abrir, suponíamos que era de una casa abandonada, como si hubiera casas abandonadas; y antes de esta cochera abandonada también a la izquierda había una tapia no muy alta que daba al corral-huerto-jardín de las escuelas, cuantas veces saltaríamos esta tapia para entrar a jugar a las escuelas cuando la portalada estaba cerrada. Dentro del corral había una puerta callejón por la que se accedía al interior de las escuelas, que previamente habíamos dejado el cerrojo sin echar para poder abrirla.

A la derecha había una buena rinconada cuya pared separaba el concejo del corral de la casa del tío Perico.
Y en esta rinconada estaba el carro.

Algo jugamos y burreamos los muchachos con el dichoso carro.

A parte de los tradicionales juegos de pillar, hulla, hulla que quiere el gato, carne cuando la mame etc, etc, con aquel carro jugábamos muy a menudo a subir y bajar el carro.

El juego que entonces era muy sencillo, hoy lo tacharíamos de muy peligroso, nos subíamos en el carro por la parte de atrás, siete u ocho muchachos, el carro estaba levantado de la parte de adelante con la lanza mirando hacia el cielo, ya subidos, nos íbamos poniendo poco a poco en la parte alta de adelante con lo que el carro cual balancín como los que hay en los parqués para los niños pequeños, caía de golpe de la parte de adelante, subiendo a la par la de atrás, impulsando al mismo tiempo a los que allí se habían quedado, siempre en menor número que los de adelante, si no se agarraban bien salían catapultados.

Acto seguido hacíamos lo contrario, todos o casi todos para atrás y el carro se levantaba de nuevo de adelante, y así sucesivamente dando el carro golpes secos contra el suelo.

Subir y bajar el carro.

Normalmente la retranca que servía de apoyo a la lanza favoreciendo el enganche de las acémilas la dejábamos recogida, amarrada a su argolla, para que los balanceos del carro no se entorpecieran y de esta forma fueran más agresivos.
A veces algunos de los menos temerosos se agarraban a la punta de la laza, de forma que al subir la lanza quedaban arriba colgados con las piernas suspendidas.

Así pasábamos muchos ratos hasta que nos pillaba Don Pepe o llegaba el dueño del carro y salíamos todos por piernas.

¡O no?

Salud.