MALVA: Hasta que alguien (creo que don Carlos o doña Bibi)...

Hasta que alguien (creo que don Carlos o doña Bibi) le solucionara el problema, haciéndole ir todo el día con una china debajo de la lengua y pronunciando la “rrrrrrr” por la calle a’lante, muchos recordamos las dificultades que tuvo Míguel, de pequeño, con esta consonante. Llegaron a venir niños franceses a aprender el manejo de su lengua, pero de tapadillo ¡eeeeh!, que estos gabachos son mu encopetaos. Hablamos, como es bien sabido, de los primeros intercambios que, posteriormente, dieron lugar a los conocidos “Erasmus”.
En uno de estos intercambios se vieron envueltas mi hija y una chica de Toulouse. La ida se jugó primero fuera y la vuelta iba a tener lugar en mi casa, de manera que yo me veía en la tesitura de dialogar, todo lo que pudiera con la chica francesa a la que debíamos hospedar en mi casa. Basta que exista una mínima obligación de hablar, para que, como es natural, no se te ocurra nada. Hasta que, casi sin querer, me dieron la solución por teléfono:
-Pues sí, hombre, se me va a presentar una chica francesa to’la semana que viene y no sé qué decirle.
- ¡Dile “fenetre”! me soltó Jose, sacándome del apuro.
Pues que si quieres... Le dije “fenetre”, le dije “fromage” que también me pareció mu aparente, pero no había manera de que la muchacha saliera del cuarto y entablara conversación alguna.
Pero volviendo a lo de Míguel, repito que muchos recordaréis aquella “tgaba” que le impedía “pgonunciar” bien la “egge”. También recordaréis que estudió en el “Corazón de María” de Zamora y allí fue donde, una mañana, en clase de “Física y química”, lo sacó a la pizarra Don Fosfi, el profesor:
-A ver, Morillo, léanos el problema.
-Tges ggamos de nitgato de plata…
- ¿Cómo, cómo?
-Tges ggamos de nitgato de plata…
Desde entonces las risas de los compañeros le helaron la sangre y vive tgaumatizado (perdón, he querido decir traumatizado), que ni le entra la comida, ni el vino, vamos.
Por terminar (o empezar si alguno se suma a contar más anécdotas de los tiempos de las escuelas) me acuerdo de una que contó Benja. Era también del “Corazón de María” y debió ser en clase de “Unidades didácticas” porque a uno le preguntaron:
-A ver, fulanito, ¿cuántos glóbulos rojos puede haber en una gota de sangre?
- Tres, respondió el espabilao del alumno, después de rascarse la cabeza un rato.
- ¡Bueno sí!, ¿cómo va a haber tres, hombre?
- ¡Seis!, le interrumpió el alumno casi convencido de estar en lo cierto diciendo el doble.
- ¡Que no, hombre, que no! ¡no seas bruto!
Esta vez el muchacho miró un rato al techo por si estaba allí pintada la solución o por si alguno le soplaba algo por bajo antes de decir otra barbaridad.
Como no encontraba ni una cosa ni otra, no le quedó más remedió que aventurarse, y soltar, no sin antes asegurarse bien de no quedarse corto:
- ¡Treinta y siete glóbulos, don Fos…, digo padre! le contestó, adelantando el mentón y apiñando una miaja los ojos, en señal de haber afinado mucho la cantidad.
- ¡Anda marcha pa’l pasillo un rato y hasta que no tengas bien aprendida la lección, no te quiero volver a ver por aquí.
Tanto le fastidió, al muchacho, que lo echaran por no haber acertado ni una que, como queriendo decirle al profesor “pa’ que te jodas”, se volvió, antes de cerrar la puerta y le gritó:
- ¡Mil!
Benja o Míguel (o en su defecto Esteban el de Antolina, Jesús el de Emérita o el de Leocadio) nos podían sacar de la duda de si este insigne contador de glóbulos, pudo llegar a ser una de las dos lumbreras con que se adornaban las relaciones de notas de todas las asignaturas, menos Religión y Gimnasia: “Alfonso 0, Darío 0”, terminaban todas la listas pero, el de los glóbulos, no andaría mu lejos de estos dos.

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