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MALVA: CRÓNICAS DE UN PUEBLO...

CRÓNICAS DE UN PUEBLO
Seguro que también he contado esto alguna vez, pero como no lo veo en ninguna recopilación, lo añado ahora junto con otros hechos dignos de mención que ocurrieron en un viaje que hicimos a Lisboa, aún a riesgo de que se mosquee (nunca mejor dicho) Jose.
Desde Zamora y Salamanca, habíamos salido el matrimonio de Charo y el de Choni en dirección a Lisboa, mientras que el de Azu y el de Rosa Mari, salieron desde Madrid. ¡Viva Santa Águeda!.
Los que partimos de Salamanca, entramos en Portugal por Fuentes de Oñoro y después algunos kilómetros de obras o “beneficiaçaos” en las carreteras, nos incorporamos a la autopista por el correspondiente peaje. Nos fijamos en que había carriles, encima de cuya cabina ponía “Aderentes”, en los que no paraba ningún coche. Como curiosidad una de las mujeres iba leyendo la letra pequeña del ticket que nos habían dado y ponía, bien claro, que si pretendías salir de la autopista sin el mencionado ticket tenías que pagar el doble del importe.
Cuando llegamos a Lisboa, dejamos las maletas en el hotel y bajamos a reunirnos con Jose, Alfredo y sus esposas para trazar la estrategia a seguir. En cuanto nos saludamos empezaron los típicos comentarios acerca del viaje, las posibles paradas o incidencias reseñables, hasta que, por fin, interviene Jose:
-Ahora, aquí untan en las autopistas. ¡Joder que caras son!.
-A que te metiste por los “aderentes”.
-Claro, como no paraba ninguno, pues yo tire pa’lante.
No tuvo necesidad de seguir dándonos más datos. Le enseñamos el dorso del ticket y cayó en la cuenta, porque el portugués, hablado se entiende peor, pero lo que es escrito, se queda uno con todo.
Una vez vistas las maravillas de Lisboa y como no habíamos tenido bastantes emociones fuertes viajando en taxi por sus calles, se nos ocurrió visitar la Expo. Uno de los pabellones se llamaba de la “realidad virtual” y a pesar de no ser muy aficionados a esas cosas, como nos habían recomendado su visita, allí que nos presentamos. No recuerdo muchos detalles de lo que había allí, sólo que lo más espectacular, según comentaban los visitantes, era una plataforma móvil, bastante móvil diría yo, llena de asientos con sus correspondientes arneses de seguridad. A esa especie de gallinero, se accedía por lo que simulaba ser una nave espacial, con alguna pasarela más estrecha de lo normal, llena de lucecitas que tintineaban.
Antes de entrar advertían, en todos los idiomas, que no podían entrar ni personas con problemas de corazón, ni ancianos, ni lactantes, ni mujeres amamantando. Si alguna mujer subía, debía apretarse, tanto como aconsejara su tamaño, “o soporte das tetas”. También advirtieron que, bajo ningún concepto se soltara nadie los arneses de seguridad y, por supuesto, que no se moviera nadie.
Una vez cumplidos estos trámites, empiezan a apagar las luces al tiempo que, frente a nosotros, sobre la pared y el techo, proyectaban imágenes del espacio. La música iba subiendo de volumen mientras la plataforma en la que estábamos subidos empezaba a vibrar, a balancearse y a moverse cada vez más convulsamente. Ya no había vuelta atrás, como mucho algún ligero ajuste, de última hora, en las cinchas de “o soporte das tetas” de alguna descreída. No se sabía bien si íbamos por el espacio o por el carril hasta la era de Trifino, porque no había más que baches, socavones y roderas. De repente, se oyen como ruidos de frenazos, de apagar motores, de abrir escotillas... Crece la ansiedad por momentos, hasta que, una vez parado todo completamente, encienden las luces y al mirar para atrás vemos todos a Miguel, saltando entre las filas de asientos:
- ¡Que me bajo! ¡Que a mi esto me está poniendo malo...!

¡Se dice bien! ¡Aguantar el viaje por las calles de Lisboa con aquellos taxistas chiflados y luego tirarse en marcha de una nave espacial normal y correinte!.