Cada día le pido a Dios que me lleve»
Manuela López, a sus 106 años y sin una pastilla, es la más veterana usuaria del comedor social de Montamarta que a diario le lleva la comida a casa
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«Cada día le pido a Dios que me lleve»
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IRENE GÓMEZ Reza «por lo menos» seis rosarios diarios y otro más pequeño, de cinco cuentas, «por los nietos, para que no les pase nada y les vaya bien en la vida». Por ella no pide, pues piensa que con 106 primaveras ya ha cumplido sobradamente en este mundo; por eso en buena parte de sus conversaciones con Dios le ruega «que me lleve ya de aquí. Los viejos estorbamos, hay que decir las cosas como son». Así se explica, sin medias tintas, con desparpajo y envidiable energía para el siglo largo que arrastra de existencia.
Manuela López Suáñez vino al mundo en su casa de la calle la Fuente el 9 de mayo de 1906, día de San Gregorio y fiesta de su pueblo, Montamarta. Nació en el seno de una familia de agricultores y desde bien pequeñita le tocó trabajar y ayudar a la familia en aquellos duros años de principios del siglo pasado. «A segar en los veranos y a servir en casa de un amo». Así pasó la infancia y la juventud hasta que a los 19 años se casó con Agapito, cuya profesión de Guardia Civil les llevó por muy distintos destinos. « ¡Qué sé yo lo que he corrido!» espeta la anciana, toda temperamento.
«El primero golpe a Andalucía», también Cataluña, «cerca de Arán», en Asturias -donde nacería su único hijo Simón, ya fallecido-, Santa Colomba, León y también en Manganeses de la Lampreana. Siempre en los cuarteles, incluso durante la Guerra Civil que la pilló en Asturias con el niño pequeñito. «Mi marido se fue y allí me quedé sola, nos tuvimos que salir del cuartel porque vinieron los refugiados. ¡He pasado mucho!».
Viuda desde hace cuarenta años, Manuela tiene dos nietas y tres biznietos, vive con su nuera, Heliodora Gago, desde luego más joven pero también con más achaques que la centenaria. No toma «ni una pastilla» ni sabe lo que es un hospital más allá de una luxación en un hombro. Desde hace dos meses ambas reciben a domicilio la comida que ofrece el comedor social del pueblo. Como cada martes, toca cocido y a la una y media, con puntualidad británica, Manolo Esteban llama a la puerta y llega con la comida al punto para sentarse a la mesa que ha preparado Tránsito Coco.
«Come de todo y sin ninguna condición en sal o azúcar; nada», puntualiza la cocinera. Manuela es sin duda la gran veterana del comedor, de largo, y seguro que de las más sanas. La longevidad de la que no gozaron sus padres sí la tuvo su hermana, que también rozó el siglo.
¿Cómo ha sido su vida? «Feliz -responde tras pensarlo un poquitín-, aunque pobres porque no es como ahora. Entonces bordaba a la máquina, me enseñó la señora de un cabo en Cataluña. Vivíamos muy humildemente porque el sueldo de guardia civil era muy bajo. Sacaba el dinero de donde podía. Tenía una vecina con vacas y con una niña pequeña. La lavaba los telares y me daba medio litro de leche diario».
Pero sobre todo se dedicó a bordar, se tiró años para engordar el precario sueldo de su marido. «Era tan bueno que me dibujaba las cosas para poder bordar, compramos la máquina en Cataluña y hacía encargos; algunas me daban dinero y otras comida». ¡Ay, amiga, cómo era yo!». Y vuelve a sacar el temperamento, atemperado solo por una profunda sordera y los lógicos problemas de movilidad propios de 106 años de vida.
Los que la retienen casi todo el día en casa, con sus rosarios y frente a la televisión, con la que se entretiene algo por las tardes cuando no puede salir al patio para que le de un poco el aire. «Estoy "cansuta" y vieja; tengo buena salud pero ahora estoy inútil y, aunque no quiera, doy guerra». Asombra su locuacidad, también su sinceridad. «Estoy para vivir y por mucho que le pido a Dios que me lleve, me dice "tranquila, que estás muy bien". Te digo yo que me lo dice
Manuela López, a sus 106 años y sin una pastilla, es la más veterana usuaria del comedor social de Montamarta que a diario le lleva la comida a casa
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IRENE GÓMEZ Reza «por lo menos» seis rosarios diarios y otro más pequeño, de cinco cuentas, «por los nietos, para que no les pase nada y les vaya bien en la vida». Por ella no pide, pues piensa que con 106 primaveras ya ha cumplido sobradamente en este mundo; por eso en buena parte de sus conversaciones con Dios le ruega «que me lleve ya de aquí. Los viejos estorbamos, hay que decir las cosas como son». Así se explica, sin medias tintas, con desparpajo y envidiable energía para el siglo largo que arrastra de existencia.
Manuela López Suáñez vino al mundo en su casa de la calle la Fuente el 9 de mayo de 1906, día de San Gregorio y fiesta de su pueblo, Montamarta. Nació en el seno de una familia de agricultores y desde bien pequeñita le tocó trabajar y ayudar a la familia en aquellos duros años de principios del siglo pasado. «A segar en los veranos y a servir en casa de un amo». Así pasó la infancia y la juventud hasta que a los 19 años se casó con Agapito, cuya profesión de Guardia Civil les llevó por muy distintos destinos. « ¡Qué sé yo lo que he corrido!» espeta la anciana, toda temperamento.
«El primero golpe a Andalucía», también Cataluña, «cerca de Arán», en Asturias -donde nacería su único hijo Simón, ya fallecido-, Santa Colomba, León y también en Manganeses de la Lampreana. Siempre en los cuarteles, incluso durante la Guerra Civil que la pilló en Asturias con el niño pequeñito. «Mi marido se fue y allí me quedé sola, nos tuvimos que salir del cuartel porque vinieron los refugiados. ¡He pasado mucho!».
Viuda desde hace cuarenta años, Manuela tiene dos nietas y tres biznietos, vive con su nuera, Heliodora Gago, desde luego más joven pero también con más achaques que la centenaria. No toma «ni una pastilla» ni sabe lo que es un hospital más allá de una luxación en un hombro. Desde hace dos meses ambas reciben a domicilio la comida que ofrece el comedor social del pueblo. Como cada martes, toca cocido y a la una y media, con puntualidad británica, Manolo Esteban llama a la puerta y llega con la comida al punto para sentarse a la mesa que ha preparado Tránsito Coco.
«Come de todo y sin ninguna condición en sal o azúcar; nada», puntualiza la cocinera. Manuela es sin duda la gran veterana del comedor, de largo, y seguro que de las más sanas. La longevidad de la que no gozaron sus padres sí la tuvo su hermana, que también rozó el siglo.
¿Cómo ha sido su vida? «Feliz -responde tras pensarlo un poquitín-, aunque pobres porque no es como ahora. Entonces bordaba a la máquina, me enseñó la señora de un cabo en Cataluña. Vivíamos muy humildemente porque el sueldo de guardia civil era muy bajo. Sacaba el dinero de donde podía. Tenía una vecina con vacas y con una niña pequeña. La lavaba los telares y me daba medio litro de leche diario».
Pero sobre todo se dedicó a bordar, se tiró años para engordar el precario sueldo de su marido. «Era tan bueno que me dibujaba las cosas para poder bordar, compramos la máquina en Cataluña y hacía encargos; algunas me daban dinero y otras comida». ¡Ay, amiga, cómo era yo!». Y vuelve a sacar el temperamento, atemperado solo por una profunda sordera y los lógicos problemas de movilidad propios de 106 años de vida.
Los que la retienen casi todo el día en casa, con sus rosarios y frente a la televisión, con la que se entretiene algo por las tardes cuando no puede salir al patio para que le de un poco el aire. «Estoy "cansuta" y vieja; tengo buena salud pero ahora estoy inútil y, aunque no quiera, doy guerra». Asombra su locuacidad, también su sinceridad. «Estoy para vivir y por mucho que le pido a Dios que me lleve, me dice "tranquila, que estás muy bien". Te digo yo que me lo dice