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PINO: BEGOÑA GALACHE Al atardecer del 24 de diciembre de...

BEGOÑA GALACHE Al atardecer del 24 de diciembre de 1963 Salvador Domínguez se despidió de su hermana pequeña, Victoria, con un: «Ten cuidado ahora que te quedas sola con las vacas, a ver si te va a caer la mula». Emprendió camino a pie hacia Villalcampo, donde su primo lo esperaba para que lo ayudara con las cabras mientras operaban a su esposa. Tenía 28 años y era el hijo mayor de una familia de agricultores de Pino del Oro. Nadie lo volvió a ver.
Casi medio siglo después, la familia confía en que una orden judicial permita remover la zona de la finca conocida como «Las Tallas», a dos kilómetros del pueblo. Allí es donde, han confesado familiares y allegados del supuesto asesino, fue enterrado Salvador. Una supuesta disputa por cazar conejos con cepo en parcelas del asesino terminó tiñendo de sangre una tierra en la que hasta ahora solo se ha excavado en busca del oro que ya explotaban las antiguas minas romanas. La próxima vez que se horade la tierra será para desenterrar un secreto mejor guardado que los yacimientos auríferos.
Fue un vecino del pueblo quien, años después, se presentó ante los Domínguez Rodríguez para contarles lo que había escuchado de boca del hijo del supuesto asesino de Salvador, en su lecho de muerte. Confesó el crimen y describió el lugar donde le dieron tierra. Y la historia comenzó a reescribirse. Son los propios descendientes del homicida los que ayudan ahora a la familia de la víctima, que trata de recuperar los restos del infortunado joven para «darles sepultura» en el panteón familiar. El Juzgado número dos de Zamora, que instruye las diligencias, ya ha recabado los informes y testimonios fundamentales en los que avalar, si así lo estima oportuno, la autorización para excavar el terreno en busca de los restos del joven.
Salvador fue el primero de los hijos que tuvo el matrimonio formado por Rosa y Ángel, y desde muy joven ayudó a sus padres en las tareas agrícolas y ganaderas. Luego llegarían Elisardo, ahora de 77 años; Laura, de 70, y Victoria, de 62, y que con el apoyo de todos tomó la decisión de poner el caso en manos de la justicia.
Victoria, la más pequeña de la familia, aprendió a vivir desde aquella aciaga Navidad con la angustia que se adueñó de su cuerpo cuando tuvo el presentimiento de que nunca más volvería a ver a su hermano. Fue cuatro días más tarde, cuando la madre la envió en una mula hasta Villalcampo. «Como Salvador se fue a casa de los primos con lo puesto, yo le llevaba ropa para que se cambiara, unos días después», revive con los ojos empañados por la emoción. Aún conserva su última imagen, «con una camisa de cuadros y en tonos azules, ¿cómo me voy a olvidar?». Esperaba encontrarlo pastoreando a las cabras, pero en su lugar, lo que encontró fueron las caras de sorpresa de sus familiares, convencidos de que finalmente había surgido algún imprevisto y no había podido hacerles el favor. «Lo primero que me vino a la cabeza fue que algo malo había pasado. Lo peor, que estuviera muerto». Aquella niña, con 13 años, tuvo que emprender sola el regreso a Pino del Oro para comunicar la noticia a sus padres, puesto que sus otros hermanos —Elisardo y Laura— habían emigrado a Brasil para librarse de la miseria.
Rosa, la madre, «estaba totalmente desesperada», rememora Victoria. Dieron aviso a las autoridades de la zona y se organizó hasta una batida por las inmediaciones, en la que participaron guardias civiles y la mayor parte de los vecinos de la localidad, sin resultados.
Tuvieron que pasar siete años para surgiera una mínima pista que llegó desde un lugar a miles de kilómetros de Pino. Ángel, el padre, no resistió tanta ausencia y falleció poco antes «desesperado con lo de su hijo mayor y sin saber nada de él». Amparadas en la distancia, y una vez que supieron que el presunto asesino había fallecido, dos jóvenes de otra localidad cercana, Carbajosa, emigrantes en Alemania comentaron entre sus paisanos que ellas mismas habían visto discutir a Salvador con un conocido vecino del pueblo la tarde de la desaparición en el camino hacia Villalcampo «y que estaban pegándose». A partir de ahí, los rumores en la comarca de Aliste se disparan. Hay quien cree esta versión, pero también quien aventura que el joven agricultor y ganadero —de carácter afable y que tras un intento de labrarse futuro en Bilbao había decidido regresar a su pueblo— podía haberse fugado. Hasta le inventaron una novia: «cosas que se hablaban pero sin ningún fundamento», puntualiza su hermana.
Isidro Domínguez Castaño, de 66 años, era apenas un chaval cuando cuidaba una veintena de ovejas de su familia en las fincas próximas a la localidad. Recuerda «como si fuera hoy», que un día vio en «Las Tallas» una zona de tierra que había bajado de nivel, «como cuando remueves y luego se asienta». Muy cerca estaba uno de los hijos del propietario, al que preguntó: « ¿Por qué hay un hoyo ahí?». Como respuesta obtuvo: «Es una marrana que se nos ha muerto y la hemos enterrado». Poco podía imaginar aquel joven que quizá dentro del agujero pudiera estar el que, de haber vivido, se hubiera convertido en su cuñado. Con el tiempo se casó con Victoria, y es de los que está convencido de que esa finca esconde el misterio de la desaparición de Salvador. «Si hasta crecieron hierbas frescas sobre lo que habían removido en aquellos días...».
Casi medio siglo. Este es el tiempo que ha transcurrido hasta que los descendientes del hombre que supuestamente mató a Salvador Domínguez y ocultó su cuerpo dieran a conocer la verdad. Un mes antes de morir, uno de los vecinos del pueblo se sinceró con los hermanos del desaparecido, les contó todo lo que sabía, y les facilitó la localización exacta de sus restos. «Nos lo contó porque a él se lo había contado a su vez el hijo del hombre que dijo haber matado a mi hermano... Por lo visto no quería morir con ese peso, porque a fin de cuentas los descendientes no tienen la culpa de nada», reflexiona en voz alta Victoria Domínguez.

El hijo del presunto homicida confesó a un amigo justo antes de morir y le describió el paraje donde fue enterrado Salvador
A la espera de la decisión judicial que podría solucionar la desaparición y el supuesto crimen de Salvador, sus hermanos solo tienen una obsesión: «Saber si de verdad es él el que está ahí y que descanse en paz ». En Pino del Oro, todos se miran y comentan por lo bajo. Lo único bueno, dice una mujer de edad avanzada, «es que aquí las dos familias son muy buena gente y lo que quieren es terminar con esto, porque los que quedan no han hecho nada y bastante tienen».
El remordimiento que no pudo con el vecino que mató a Salvador Domínguez Rodríguez aquella Nochebuena de 1963 sí hizo mella en sus descendientes. La clave de uno de los secretos mejor guardados de esta localidad conocida por sus minas de oro está, cómo no, bajo tierra.