Arturo Pérez-Reverte
PATENTE DE CORSO. Capt. 8.
Y así, después de tres años de matanza y pesadilla, como decía el gran actor Agustín González en la película Las bicicletas son para el verano (inspirada en un texto teatral de Fernando Fernán Gómez), llegó «no la paz, sino la victoria». Cautivo y desarmado el ejército rojo, según señalaba el parte final emitido por el cuartel general de Franco, las tropas nacionales alcanzaron sus últimos objetivos militares mientras los patéticos restos de la República se diluían trágicamente entre los cementerios, las cárceles y el exilio. Como hay fotos de todo, me ahorro descripciones tontas. Ustedes lo saben tan bien como yo: alrededor de 400.000 muertos en ambos lados -sin contar los causados por hambre y enfermedades- y medio millón de expatriados: carreteras llenas de infelices en fuga, críos ateridos y hambrientos que cruzaban la frontera con sus padres, ancianos desvalidos cubiertos por mantas, Antonio Machado viejo y enfermo, con su madre, camino de su triste final en el sur de Francia, allí donde a los fugitivos, maltratados y humillados, se los recluía en campos de concentración bajo la brutal vigilancia de soldados senegaleses. Para esas horas, los que no habían podido escapar o los que confiaban -infelices pardillos- en la promesa de que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre podían estar tranquilos, eran apresados, cribados, maltratados, internados o fusilados tras juicios sumarísimos en los que, junto al piquete de ejecución -no era cuestión de que se perdieran sus almas, pues Dios aprieta pero no ahoga- nunca faltaba un sacerdote para los últimos auxilios espirituales. La consigna era limpieza total, extirpación absoluta de izquierdismos, sindicalismos, liberalismos, ateísmos, republicanismos, y todo cuanto oliese, hasta de lejos, a democracia y libertad: palabras nefandas que, a juicio del Caudillo y sus partidarios -que ya se contaban por millones, naturalmente- habían llevado a España al desastre. En las prisiones, 300.000 presos políticos esperaban a que se decidiera su suerte, con muchas papeletas para que les tocara cárcel o paredón. Y mientras esos desgraciados pagaban el pato y otros se iban al exilio con lo puesto, los principales responsables del disparate y la derrota, políticos, familiares y no poca gentuza, incluidos conocidos asesinos que habían estado llevándose dinero al extranjero y montándose negocios en previsión de lo inevitable, se instalaron más o menos cómodamente por ahí afuera, a disfrutar del fruto de sus chanchullos, sus robos y sus saqueos (lo de las cuentas en bancos extranjeros no se ha inventado ahora). Muy pocos de los verdaderos culpables políticos o de los más conspicuos asesinos que habían enfangado y ensangrentado la República fueron apresados por los vencedores. Ésos eran los listos. Se habían largado ya, viéndolas venir. En su mayor parte, las tropas franquistas sólo echaron mano y cebaron titulares de prensa y paredones con la morralla, la gente de segunda fila. Con los torpes, los desgraciados o los que tuvieron mala suerte y no espabilaron a tiempo. Y aun en el extranjero, incluso en el exilio, respaldados unos por sus amos de Moscú y otros por sus cuentas bancarias mientras decenas de miles de desgraciados se hacinaban en campos de concentración, los infames dirigentes que con su vileza, mala fe, insolidaridad y ambición habían aniquilado, con la República, las esperanzas de justicia y libertad, siguieron enfrentados entre sí, insultándose, calumniándose e incluso matándose a veces entre ellos, en oscuros ajustes de cuentas. Mientras que en España, como no podía ser de otra forma, la condición humana se manifestaba en su clásica e inevitable evidencia: curándose en salud, todo el mundo acudía en socorro y apoyo del vencedor, las masas se precipitaban a las iglesias para oír misa, obtenían el carnet de Falange, levantaban el brazo en el cine, el fútbol y los toros, y, por poner un ejemplo que vale para cualquier otro sitio, las calles de Barcelona, que hoy frecuentan cientos de miles de patriotas portando esteladas y señeras, se abarrotaron, con los padres y abuelos de esos mismos patriotas, y en mayor número que ahora, de banderas rojigualdas, brazos en alto, caras al sol y en España empieza a amanecer. Tecleen en internet, si les apetece. Abran un par de libros o miren las fotos y revistas de entonces. «Catalunya con el Caudillo», dice una de las pancartas, sobre una multitud inmensa. Eso valía para cualquier lugar de la geografía española, como sigue valiendo para cualquier lugar de la geografía universal. Y se llama supervivencia.
[Continuará].
PATENTE DE CORSO. Capt. 8.
Y así, después de tres años de matanza y pesadilla, como decía el gran actor Agustín González en la película Las bicicletas son para el verano (inspirada en un texto teatral de Fernando Fernán Gómez), llegó «no la paz, sino la victoria». Cautivo y desarmado el ejército rojo, según señalaba el parte final emitido por el cuartel general de Franco, las tropas nacionales alcanzaron sus últimos objetivos militares mientras los patéticos restos de la República se diluían trágicamente entre los cementerios, las cárceles y el exilio. Como hay fotos de todo, me ahorro descripciones tontas. Ustedes lo saben tan bien como yo: alrededor de 400.000 muertos en ambos lados -sin contar los causados por hambre y enfermedades- y medio millón de expatriados: carreteras llenas de infelices en fuga, críos ateridos y hambrientos que cruzaban la frontera con sus padres, ancianos desvalidos cubiertos por mantas, Antonio Machado viejo y enfermo, con su madre, camino de su triste final en el sur de Francia, allí donde a los fugitivos, maltratados y humillados, se los recluía en campos de concentración bajo la brutal vigilancia de soldados senegaleses. Para esas horas, los que no habían podido escapar o los que confiaban -infelices pardillos- en la promesa de que quienes no tuvieran las manos manchadas de sangre podían estar tranquilos, eran apresados, cribados, maltratados, internados o fusilados tras juicios sumarísimos en los que, junto al piquete de ejecución -no era cuestión de que se perdieran sus almas, pues Dios aprieta pero no ahoga- nunca faltaba un sacerdote para los últimos auxilios espirituales. La consigna era limpieza total, extirpación absoluta de izquierdismos, sindicalismos, liberalismos, ateísmos, republicanismos, y todo cuanto oliese, hasta de lejos, a democracia y libertad: palabras nefandas que, a juicio del Caudillo y sus partidarios -que ya se contaban por millones, naturalmente- habían llevado a España al desastre. En las prisiones, 300.000 presos políticos esperaban a que se decidiera su suerte, con muchas papeletas para que les tocara cárcel o paredón. Y mientras esos desgraciados pagaban el pato y otros se iban al exilio con lo puesto, los principales responsables del disparate y la derrota, políticos, familiares y no poca gentuza, incluidos conocidos asesinos que habían estado llevándose dinero al extranjero y montándose negocios en previsión de lo inevitable, se instalaron más o menos cómodamente por ahí afuera, a disfrutar del fruto de sus chanchullos, sus robos y sus saqueos (lo de las cuentas en bancos extranjeros no se ha inventado ahora). Muy pocos de los verdaderos culpables políticos o de los más conspicuos asesinos que habían enfangado y ensangrentado la República fueron apresados por los vencedores. Ésos eran los listos. Se habían largado ya, viéndolas venir. En su mayor parte, las tropas franquistas sólo echaron mano y cebaron titulares de prensa y paredones con la morralla, la gente de segunda fila. Con los torpes, los desgraciados o los que tuvieron mala suerte y no espabilaron a tiempo. Y aun en el extranjero, incluso en el exilio, respaldados unos por sus amos de Moscú y otros por sus cuentas bancarias mientras decenas de miles de desgraciados se hacinaban en campos de concentración, los infames dirigentes que con su vileza, mala fe, insolidaridad y ambición habían aniquilado, con la República, las esperanzas de justicia y libertad, siguieron enfrentados entre sí, insultándose, calumniándose e incluso matándose a veces entre ellos, en oscuros ajustes de cuentas. Mientras que en España, como no podía ser de otra forma, la condición humana se manifestaba en su clásica e inevitable evidencia: curándose en salud, todo el mundo acudía en socorro y apoyo del vencedor, las masas se precipitaban a las iglesias para oír misa, obtenían el carnet de Falange, levantaban el brazo en el cine, el fútbol y los toros, y, por poner un ejemplo que vale para cualquier otro sitio, las calles de Barcelona, que hoy frecuentan cientos de miles de patriotas portando esteladas y señeras, se abarrotaron, con los padres y abuelos de esos mismos patriotas, y en mayor número que ahora, de banderas rojigualdas, brazos en alto, caras al sol y en España empieza a amanecer. Tecleen en internet, si les apetece. Abran un par de libros o miren las fotos y revistas de entonces. «Catalunya con el Caudillo», dice una de las pancartas, sobre una multitud inmensa. Eso valía para cualquier lugar de la geografía española, como sigue valiendo para cualquier lugar de la geografía universal. Y se llama supervivencia.
[Continuará].