EL INVITADO (2ª Parte)
Hubo un célebre forastero casado con una paisana, llamémosle G, de gorrón, de aquí en adelante, quiero citar sólo el pecado. Los fines de semana aparecía en su flamante Mercedes por el pueblo y, por la tarde, como intuyese que había para asar, ya fuese por señales inequívocas como ver a alguno arrastrar mañizos, bolsas, conversación previa en el bar o movimiento de personas sospechoso, etc, G asomaba a su puerta justo cuando pasaban o, el muy ladino, se hacía el encontradizo hasta que lo saludaban y, por compromiso, le decían: ¿Vamos? El último recurso era acercarse hasta las mismas bodegas como dando un paseo para tomar el fresco...-¡qué frescura la suya!- y terminaban invitándolo. A veces ni eso. No faltaba algún despistado, pariente o amigo de la ciudad unido a los grupos, a los que tras saludarse: -¿Qué tal? -Pero hombre, G, mealegrobienytú?- Les daba un poco de palique hasta que le decían lo más ansiado: -¿No echas un trago? y...¡ya estaban perdidos, pues no se iba ni a tiros! Empezó a correrse el rumor al decir a todos lo mismo: -Para el siguiente domingo, sin falta, sin falta, invitaré yo a una comilona-. Pero ¡largo me lo fiais! que este domingo nunca llegaba...
Intentaron lo más socorrido, emborracharlo mezclándole vinos. Era desconfiado y fallaba. Otro día ya de noche, cuando estaban todos muy alegres y achispados, uno le añadió bastante vinagre a la jarra, dándole el cambiazo, y picó. Enrojecío, carraspeó y otro preguntó: -¿Te pasa algo, G? El volvió a toser pero se contuvo, paso la jarra al siguiente y respondió: -Nada, nada...je.., bebe tú...anda, que a mí es que...je...ja...con eso que contaste...ji...me da la risa.
Si le lanzaban alguna indirecta no se daba por aludido ni desmoralizaba jamás. En la siguiente ocasión que se terciara ahí estaba él, siempre acechando, al asalto de las cuadrillas y ojo avizor de los más incautos. Era un lince a la hora de pillar las mejores tajadas, que no las perdía de vista de la perola o parrilla, y antes las engullía que paladeaba: -¡Aprovecha que asan carne! A la pava, la pava, que rica questaba, bueno estaba el moje, ¡mejor las tajadas! ¡Venga, venga... Que de comer bien a comer mal va un real!- (Y la mejor comida, siempre aquella que era a expensas de otro) Al anochecer ("entre dos luces", nos decían, o sea, el sol que muere en su ocaso y la luna que llega) o ya entrada la noche, llevaba a rajatabla lo de "a por una voy, dos vengáis, si venís tres no os caigáis", dirigía el tenedor al momio y arreando hacia su rebanada de pan, carolo a poder ser, dejando a los demás a setas al prao del medio o a dos velas. En el bar podía ocurrir que G invitase, pero que se hiciese descaradamente el remolón y otro, quizá por vergüenza, acabase pagando. Sin faltar engañados que salían de él creyendo que era G quien había pagado su consumición, ¡ay, pobres infelices!, amagaba con la mano, ora al bolsillo ora a la cartera, pero sin soltar prenda. Con los cigarrillos...siempre estaba intentando dejar de fumar. Lo que le servía de pretexto para pedir. Cuando convidaba, muy rara vez, era para que confiasen y sacar algo de más enjundia, que el que regala bien vende. Ya conocéis el dicho: "El tabaco de Valderas, dice un cura de Toro: ¡Este sí que es buen tabaco!, el del estanco...¡Es un robo!" Continuará. Saludos, El fito.
Hubo un célebre forastero casado con una paisana, llamémosle G, de gorrón, de aquí en adelante, quiero citar sólo el pecado. Los fines de semana aparecía en su flamante Mercedes por el pueblo y, por la tarde, como intuyese que había para asar, ya fuese por señales inequívocas como ver a alguno arrastrar mañizos, bolsas, conversación previa en el bar o movimiento de personas sospechoso, etc, G asomaba a su puerta justo cuando pasaban o, el muy ladino, se hacía el encontradizo hasta que lo saludaban y, por compromiso, le decían: ¿Vamos? El último recurso era acercarse hasta las mismas bodegas como dando un paseo para tomar el fresco...-¡qué frescura la suya!- y terminaban invitándolo. A veces ni eso. No faltaba algún despistado, pariente o amigo de la ciudad unido a los grupos, a los que tras saludarse: -¿Qué tal? -Pero hombre, G, mealegrobienytú?- Les daba un poco de palique hasta que le decían lo más ansiado: -¿No echas un trago? y...¡ya estaban perdidos, pues no se iba ni a tiros! Empezó a correrse el rumor al decir a todos lo mismo: -Para el siguiente domingo, sin falta, sin falta, invitaré yo a una comilona-. Pero ¡largo me lo fiais! que este domingo nunca llegaba...
Intentaron lo más socorrido, emborracharlo mezclándole vinos. Era desconfiado y fallaba. Otro día ya de noche, cuando estaban todos muy alegres y achispados, uno le añadió bastante vinagre a la jarra, dándole el cambiazo, y picó. Enrojecío, carraspeó y otro preguntó: -¿Te pasa algo, G? El volvió a toser pero se contuvo, paso la jarra al siguiente y respondió: -Nada, nada...je.., bebe tú...anda, que a mí es que...je...ja...con eso que contaste...ji...me da la risa.
Si le lanzaban alguna indirecta no se daba por aludido ni desmoralizaba jamás. En la siguiente ocasión que se terciara ahí estaba él, siempre acechando, al asalto de las cuadrillas y ojo avizor de los más incautos. Era un lince a la hora de pillar las mejores tajadas, que no las perdía de vista de la perola o parrilla, y antes las engullía que paladeaba: -¡Aprovecha que asan carne! A la pava, la pava, que rica questaba, bueno estaba el moje, ¡mejor las tajadas! ¡Venga, venga... Que de comer bien a comer mal va un real!- (Y la mejor comida, siempre aquella que era a expensas de otro) Al anochecer ("entre dos luces", nos decían, o sea, el sol que muere en su ocaso y la luna que llega) o ya entrada la noche, llevaba a rajatabla lo de "a por una voy, dos vengáis, si venís tres no os caigáis", dirigía el tenedor al momio y arreando hacia su rebanada de pan, carolo a poder ser, dejando a los demás a setas al prao del medio o a dos velas. En el bar podía ocurrir que G invitase, pero que se hiciese descaradamente el remolón y otro, quizá por vergüenza, acabase pagando. Sin faltar engañados que salían de él creyendo que era G quien había pagado su consumición, ¡ay, pobres infelices!, amagaba con la mano, ora al bolsillo ora a la cartera, pero sin soltar prenda. Con los cigarrillos...siempre estaba intentando dejar de fumar. Lo que le servía de pretexto para pedir. Cuando convidaba, muy rara vez, era para que confiasen y sacar algo de más enjundia, que el que regala bien vende. Ya conocéis el dicho: "El tabaco de Valderas, dice un cura de Toro: ¡Este sí que es buen tabaco!, el del estanco...¡Es un robo!" Continuará. Saludos, El fito.