QUIRUELAS DE VIDRIALES: EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LAS AVISPAS ¿Dónde estará...

EL HOMBRE QUE SUSURRABA A LAS AVISPAS

¿Dónde estará mi trinchete? El día menos pensado aparecerá en un cajón sin buscarlo. Más ganchudo de lo normal, heredado del tatarabuelo y usado sucesivamente por varias generaciones de niños. Tan desgastado por el uso y sin afilar, para evitar accidentes, pero que cortaba perfectamente los racimos. Vendimiando, es un decir, tendría 4 ó 5 años y si amanecía buen día -el tiempo siempre tan variable al comienzo del otoño, unos días viento y frío, otros lluvia o un sol espantoso aún, al mediodía- iba la mar de contento con mi gran lata de escabeche de la mano. Tenía colocada un asa de hierro. Me ponía en la cepa que se me antojaba y volcaba a la talega cuando me parecía. Mi juego preferido durante la vendimia era hacer cuevas o bodegas en los líneos. Entonces lo vacillares se araban y se cavaba por los líneos para matar las malas hierbas. Sin herbicidas ni otra química que no fuese azufre o nitrato escasos. Tras la lluvia, el sol y viento formaban un delgada costra dura y seca de hasta un par de milímetros sobre el suelo arenoso -orear se decía- y con un palo, podías jugar a hacer bodegas, con muchas entradas, galerías y callejones, sus sisas y zarceras. Hasta que terminaban arroñándose o las pisabas para comenzar de nuevo. No les faltaba de nada, pues cualquier piedra podía hacer de cuba y el lagar era la misma lata. Si no te veían, ahí hacías el mosto clavando el trinchete y entremezclando hojas y tierra. Hoy al no ararse no creo que sea posible jugar a excavarlas. Llegaba la hora de la comida: pimientos asados, bacalao guisado (a veces con huevo cocido y tomate), la tortilla, el chorizo. No habías acabado aún de sacar el jamón y ya estaban las avispas. Acudían más cada vez y agitándose las malvadas zumbando junto a tu piel, más y más excitadas, hasta que no había quien parara. Salvo el Sr Guillermo: "Moninas, moninas", les susurraba. "Quietos, quietos, no os mováis. Dejadlas, dejadlas tranquilas", musitaba muy quedo. Parecía sosegarlas y a él nunca le picaban. Los demás, a falta del Fenelgán ese, nos poníamos barro sobre la picadura y era un gran alivio. ¿Y de postre uvas? (Aquel tal Abundio que siempre las llevaba de postre si iba a vendimiar. Y hasta el coche vendió p´a comprar gasolina) No, que estábamos más que hartos del Aragonés y del Tempranillo, malvasía y tintoleras, mencía, las esferas blancas del Jerez y aquellas tan enormes que llamábamos de Santa Paula. El señor Guillermo era meticuloso y muy sutil y, cuando vendimiábamos para él, de pronto nos sorprendía con sandías de secano. Bien disimuladas, las matas ocultas entre las cepas para que no se aprovechase otro de su esfuerzo. Después los talegones, rebosantes de uvas, al carro, unas cuatro talegas, de 80 kg para arriba. Y a pesarlos de uno en uno en aquella báscula de los piensos. ¿Sería la de Leoncio, donde nos pesábamos los chicos? En la calle se apiñaban los carros en hileras, todos dispuestos para el pesaje. De noche subíamos a ellos por los racimos y ¡qué peleas y lagaradas! No habían llegado aún los tiempos de Colás, ni los intentos inútiles de algún bribón de colarle la yegua percherona por la mula Tordilla, hinchando la tara, en la moderna báscula...Y...mi memoria falla, no consigo recordar "uvas y queso saben a beso", uvas y jamón, cóctel fatal, tu perdición...cierro lo ojos..."Moninas, moninas"...en el silencio solo se oía un susurro de avispas que sonaba. Saludos, El fito.