LOS INVITADOS
Hasta hace apenas unas décadas, la hospitalidad en la bodega con cualquier forastero, incluso desconocido, era proverbial. Ciertos abusos abrieron los ojos y escarmentaron a muchos, que aprendieron a excusarse.
Posiblemente la primera vez que el forastero visitase la bodega fuese un poco por caer bien o no parecer huraño, por no resultar antipático ante la tenaz insistencia de nuestros paisanos de la gorra, que parecía que se iban a ofender si se rechazaba su invitación, todos muy honrados con las visitas y deseando una opinión imparcial sobre su vino. Lo querían siempre un pelín mejor que el del amigo o vecino. Otros quizá aceptasen la oferta picados por la curiosidad de ver una de esas mágicas cavernas, cavidades horadadas en nuestras sagradas colinas, si no lo habían hecho nunca. Lo seguro es que en la segunda y sucesivas ocasiones ya no se hacían tanto de rogar. Bastaba la más leve insinuación, un tímido " ¿vamos?", acompañado de un gesto, una indicación con el típico movimiento de cabeza –sin necesidad de recurrir al tajante " ¡venga, vamos!"- de tan satisfechos como habrían quedado el día de su estreno. Tal era la cortesía y el trato, siempre amable y campechano de los anfitriones. Solía comenzar por "tú sin aquella ninguna" o "no te dé aquella" (vergüenza), que aunque a veces los desconcertase en seguida los hacía sentir como en su propia casa. Había quienes casi se invitaban solos en cuanto cogían confianza, ante las atenciones y agasajos que les dispensaban los de la boina y, por qué no decirlo, usando sus mismas palabras, "por ser muy agradable echar un traguico del chispeante caldo recién salido de la cuba", y más en verano. Aparte, cómo olvidarlo, hubo en esos años de esplendor alguno más pesado que las moscas. No había forma de echarlo, ¡madre querida, qué buen diente tenía! Mi memoria falla en los detalles, olvida hechos –todos verídicos y aun me quedo corto- de los incontables sucedidos con el célebre personaje, que quizá aún viva, pero los que me lo relataron, por desgracia, ya no están entre nosotros para refrescárnoslo. (Continuará)
Hasta hace apenas unas décadas, la hospitalidad en la bodega con cualquier forastero, incluso desconocido, era proverbial. Ciertos abusos abrieron los ojos y escarmentaron a muchos, que aprendieron a excusarse.
Posiblemente la primera vez que el forastero visitase la bodega fuese un poco por caer bien o no parecer huraño, por no resultar antipático ante la tenaz insistencia de nuestros paisanos de la gorra, que parecía que se iban a ofender si se rechazaba su invitación, todos muy honrados con las visitas y deseando una opinión imparcial sobre su vino. Lo querían siempre un pelín mejor que el del amigo o vecino. Otros quizá aceptasen la oferta picados por la curiosidad de ver una de esas mágicas cavernas, cavidades horadadas en nuestras sagradas colinas, si no lo habían hecho nunca. Lo seguro es que en la segunda y sucesivas ocasiones ya no se hacían tanto de rogar. Bastaba la más leve insinuación, un tímido " ¿vamos?", acompañado de un gesto, una indicación con el típico movimiento de cabeza –sin necesidad de recurrir al tajante " ¡venga, vamos!"- de tan satisfechos como habrían quedado el día de su estreno. Tal era la cortesía y el trato, siempre amable y campechano de los anfitriones. Solía comenzar por "tú sin aquella ninguna" o "no te dé aquella" (vergüenza), que aunque a veces los desconcertase en seguida los hacía sentir como en su propia casa. Había quienes casi se invitaban solos en cuanto cogían confianza, ante las atenciones y agasajos que les dispensaban los de la boina y, por qué no decirlo, usando sus mismas palabras, "por ser muy agradable echar un traguico del chispeante caldo recién salido de la cuba", y más en verano. Aparte, cómo olvidarlo, hubo en esos años de esplendor alguno más pesado que las moscas. No había forma de echarlo, ¡madre querida, qué buen diente tenía! Mi memoria falla en los detalles, olvida hechos –todos verídicos y aun me quedo corto- de los incontables sucedidos con el célebre personaje, que quizá aún viva, pero los que me lo relataron, por desgracia, ya no están entre nosotros para refrescárnoslo. (Continuará)