POTRO DE HERRAR
Antiguamente era típico contemplar en el pueblo el potro de herrar los animales. Los más jóvenes seguramente no han visto esta imagen del potro, pero a los de cierta edad, les resultará familiar. También existía la fragua que era el lugar donde al calor del carbón incandescente avivado por el fuelle, el herrero daba forma a las herraduras de los animales, aguzaba las rejas del arado y realizaba otras muchas tareas relacionados con el hierro. Sobre el yunque, con precisos y compasados golpes de mayo y martillo, iba moldeando los objetos metálicos según convenía. Si las tiznadas paredes de la fragua hubieran hablado, cuántas historias hubieran contado de nuestros mayores. La fragua, era el punto de encuentro de labradores y ganaderos sobre todo en el invierno, que aprovechaban para poner a punto sus aperos de labranza y la excusa perfecta para pasar el rato, charlar y estar a la abrigada. Para que los animales tanto equipos como bovinos pudieran trabajar sin dañarse sus cascos y pezuñas, el herrero tenía la función de adaptar las callosidades de las patas al terreno. Eran auténticos artistas y podólogos. Tanto vacas y bueyes como caballos y asnos, exigían un herraje para esa adaptación al terreno. Se inmovilizaban los animales bajo la estructura de madera del potro con el fin de poder herrarlos con toda tranquilidad al estar suspendido y tener elevada una de las patas mientras se efectuaba el herraje. El nerviosismo del animal, asentado solamente sobre tres patas, se acentuaba si se prolongaba la operación. Por eso el potro era una herramienta imprescindible. Su estructura formada por cuatro pilares de madera anclados al suelo formaba un rectángulo con capacidad en su interior para un animal. Los pilares iban unidos por vigas horizontales de las que pendían las cinchas de cuero con las que se inmovilizaba al animal. De frente, el yugo que sujetaba la cabeza del animal listo para su herraje. El herraje era uno de estos cuidados. Para que los animales pudieran trabajar y caminar cómodamente había que ponerles, de vez en cuando, herraduras a sus cascos. Herrar al ganado asnal, mular y caballar, no resultaba excesivamente complicado. Salvo excepciones, incluso se hacía fuera del potro. Mucho más peligrosa se hacía esta operación cuando se trataba del ganado vacuno porque no aguantan de pie sobre tres patas. Lo mejor era inmovilizar al animal en el potro para hacer el trabajo sin miedo a coces y cornadas. El herrero se ayudaba del pujavante o pala de hierro acerado y afilado y las tenazas para arreglar el casco de las bestias. La bestia, colocada ya en vuelo, estaba en disposición de ser sometida a la extracción de las herraduras viejas. A continuación limpiaba y nivelaba el casco o las pezuñas, con el objeto de conseguir que las herraduras asentasen debidamente. Hecho esto, el herrero procedía a la colocación de las nuevas herraduras que sujetaba con clavos. Ni que decir tiene, que los animales salían del potro como un niño con zapatos nuevos. €1000io
Antiguamente era típico contemplar en el pueblo el potro de herrar los animales. Los más jóvenes seguramente no han visto esta imagen del potro, pero a los de cierta edad, les resultará familiar. También existía la fragua que era el lugar donde al calor del carbón incandescente avivado por el fuelle, el herrero daba forma a las herraduras de los animales, aguzaba las rejas del arado y realizaba otras muchas tareas relacionados con el hierro. Sobre el yunque, con precisos y compasados golpes de mayo y martillo, iba moldeando los objetos metálicos según convenía. Si las tiznadas paredes de la fragua hubieran hablado, cuántas historias hubieran contado de nuestros mayores. La fragua, era el punto de encuentro de labradores y ganaderos sobre todo en el invierno, que aprovechaban para poner a punto sus aperos de labranza y la excusa perfecta para pasar el rato, charlar y estar a la abrigada. Para que los animales tanto equipos como bovinos pudieran trabajar sin dañarse sus cascos y pezuñas, el herrero tenía la función de adaptar las callosidades de las patas al terreno. Eran auténticos artistas y podólogos. Tanto vacas y bueyes como caballos y asnos, exigían un herraje para esa adaptación al terreno. Se inmovilizaban los animales bajo la estructura de madera del potro con el fin de poder herrarlos con toda tranquilidad al estar suspendido y tener elevada una de las patas mientras se efectuaba el herraje. El nerviosismo del animal, asentado solamente sobre tres patas, se acentuaba si se prolongaba la operación. Por eso el potro era una herramienta imprescindible. Su estructura formada por cuatro pilares de madera anclados al suelo formaba un rectángulo con capacidad en su interior para un animal. Los pilares iban unidos por vigas horizontales de las que pendían las cinchas de cuero con las que se inmovilizaba al animal. De frente, el yugo que sujetaba la cabeza del animal listo para su herraje. El herraje era uno de estos cuidados. Para que los animales pudieran trabajar y caminar cómodamente había que ponerles, de vez en cuando, herraduras a sus cascos. Herrar al ganado asnal, mular y caballar, no resultaba excesivamente complicado. Salvo excepciones, incluso se hacía fuera del potro. Mucho más peligrosa se hacía esta operación cuando se trataba del ganado vacuno porque no aguantan de pie sobre tres patas. Lo mejor era inmovilizar al animal en el potro para hacer el trabajo sin miedo a coces y cornadas. El herrero se ayudaba del pujavante o pala de hierro acerado y afilado y las tenazas para arreglar el casco de las bestias. La bestia, colocada ya en vuelo, estaba en disposición de ser sometida a la extracción de las herraduras viejas. A continuación limpiaba y nivelaba el casco o las pezuñas, con el objeto de conseguir que las herraduras asentasen debidamente. Hecho esto, el herrero procedía a la colocación de las nuevas herraduras que sujetaba con clavos. Ni que decir tiene, que los animales salían del potro como un niño con zapatos nuevos. €1000io