TIERRA DE LOBOS
Otra de estas historias, de cuando el lobo era algo más que un perro y nada tenía que ver con el turrón. Tenida por verdadera, sucedida a un labrador bien conocido por quienes lo contaban, quizá a principios del s. XX. Muy poco he añadido de mi cosecha, acaso nimios detalles, nada fundamental, apuesto a que más de uno le suena. Ahí va no sea que se pierda.
En el atardecer el tío Tal, natural de Quintanilla de Urz, regresaba al pueblo desde Santa Cristina, donde había ido a visitar a unos parientes. Subiendo la cuesta de La Cervilla, ya entonces más bien dehesa que monte encinar tupido, percibió de algún modo la presencia no lejos de él, fuera de la carretera, de lo que creyó un perro. Caminaba tan distraído pensando en sus asuntos que de momento, lo que menos, no hizo aprecio por no ser digno de su atención. Al poco advierte que el animal está más cerca, junto a los sardones, las jaras y demás maleza, y parece seguirlo; entonces es cuando repara, dirige su mirada fija hacia él y comprende al instante, con claridad y angustia infinitas, que se trata del lobo, de un gran y solitario lobo, aunque lo cierto es que hasta ese día no lo había visto jamás en su vida.
No tenía cachava ni palo, y mal podía tirar de cuchillo como el pastor, sólo llevaba en su bolsillo una navajita de apenas 8 cm de hoja, válida para cortar, sí, pero pésima para clavar: sabía que como pinchase en algo duro, y en movimiento, el herido podía ser él, muy fácil que se cerrase y le cortase la mano. Con todo lo más lamentable era su falta de coraje; el astuto lobo caminaba a su lado, se alejaba un poco para luego volverse a acercar más y más. Un par de veces hasta llegó a rozarle las piernas con el rabo. Piernas que ahora sentía muy pesadas, desacompasadas, flojas, iba tan atenazado por el miedo que a duras penas podía moverlas. Pensó agacharse a coger una piedra de la cuneta. “Viene hambriento, tendrá lobeznos, si me caigo estoy perdido, este me devora.” –se dijo. De pronto se acordó de viejos relatos de su infancia: “Es imposible que el lobo ataque a un hombre. Aunque sea un hombre solo e inútil como yo ahora. No puedo derrumbarme, tengo que disimular el miedo, él no tiene que notarlo. Mientras hable en voz alta o cante no me atacará.” El labrador hizo un esfuerzo y en un arranque se puso a cantar. El animal se vio sorprendido de momento, confundido con el canto. Él se sobrepuso algo, sin embargo el lobo seguía ahí, al lado, lo hostigaba a su modo sin soltar la presa, acechaba su flaqueza. Volvió a tocarle suavemente la pierna con su lomo, como por juego, como si se rascara; se alejó unos metros hacia adelante, pero se detuvo en seguida y miró atrás clavando sus ojos, oblicuos y profundos, en el hombre. Y mientras la noche caía y la oscuridad reinante borraba el paisaje, bajo una mala luna, sintió que esos ojos lo penetraban hasta abatirle el poco ánimo que aún le quedaba. Se acobardó hasta el punto de perder la voz. Lo intentó, mas ya no pudo cantar, ni articular una frase ni pronunciar una sílaba siquiera. De pronto el lobo saltó la cuneta y fue alejándose al trote, lentamente. El hombre se percató de que estaba muy cerca de Las Ventas, donde parte el ramal hacia Vecilla de Trasmonte. Respiró hondo y quiso llamar a voces; imposible, tuvo que acercarse a la puerta y llamar con el puño. Nadie de la venta contestó, la casa estaba vacía. Como ya no vio al lobo decidió darse prisa, apretó el paso, Colinas estaba muy cerca, sólo tenía que bajar la pequeña cuesta. Llamó a la ventana de un amigo que tenía en Colinas, seguía sin recuperar el habla, incapaz de explicarles lo que le ocurría. Extremada su palidez, seca la boca, palpitaciones… Le ofrecen primero una cama, luego un vaso de vino que acepta por señas. Cuando se hubo recobrado y les cuenta lo sucedido, lo invitan a cenar y no quieren dejarlo salir. Él, sin probar bocado, les dice que ya se encuentra bien y que el lobo marchó, que su familia lo espera y que estarán preocupados por su tardanza. Le insisten que pase la noche en casa, pero el va al corral y coge un buen garrapalo que su amigo le ofrece.
Ya no recuerdo, pero ni que decir tiene que el camino hasta Quiruelas se le hizo eterno, más largo que un día sin pan. Varias veces le pareció entrever al lobo entre las sombras. Y lo peor de todo, cuando hubo cruzado nuestro pueblo, al llegar al Redondillo volvió a salirle el lobo. Otra vez un nudo en la garganta y oprimido el corazón. Suerte que lo acompañó a cierta distancia. No hubiera sido capaz de gritar ni de atizarle con el garrapalo, seguro que no.
PD. Y suerte tuvimos nosotros de que se salvara el buen hombre y pudiera contarlo.
Otra de estas historias, de cuando el lobo era algo más que un perro y nada tenía que ver con el turrón. Tenida por verdadera, sucedida a un labrador bien conocido por quienes lo contaban, quizá a principios del s. XX. Muy poco he añadido de mi cosecha, acaso nimios detalles, nada fundamental, apuesto a que más de uno le suena. Ahí va no sea que se pierda.
En el atardecer el tío Tal, natural de Quintanilla de Urz, regresaba al pueblo desde Santa Cristina, donde había ido a visitar a unos parientes. Subiendo la cuesta de La Cervilla, ya entonces más bien dehesa que monte encinar tupido, percibió de algún modo la presencia no lejos de él, fuera de la carretera, de lo que creyó un perro. Caminaba tan distraído pensando en sus asuntos que de momento, lo que menos, no hizo aprecio por no ser digno de su atención. Al poco advierte que el animal está más cerca, junto a los sardones, las jaras y demás maleza, y parece seguirlo; entonces es cuando repara, dirige su mirada fija hacia él y comprende al instante, con claridad y angustia infinitas, que se trata del lobo, de un gran y solitario lobo, aunque lo cierto es que hasta ese día no lo había visto jamás en su vida.
No tenía cachava ni palo, y mal podía tirar de cuchillo como el pastor, sólo llevaba en su bolsillo una navajita de apenas 8 cm de hoja, válida para cortar, sí, pero pésima para clavar: sabía que como pinchase en algo duro, y en movimiento, el herido podía ser él, muy fácil que se cerrase y le cortase la mano. Con todo lo más lamentable era su falta de coraje; el astuto lobo caminaba a su lado, se alejaba un poco para luego volverse a acercar más y más. Un par de veces hasta llegó a rozarle las piernas con el rabo. Piernas que ahora sentía muy pesadas, desacompasadas, flojas, iba tan atenazado por el miedo que a duras penas podía moverlas. Pensó agacharse a coger una piedra de la cuneta. “Viene hambriento, tendrá lobeznos, si me caigo estoy perdido, este me devora.” –se dijo. De pronto se acordó de viejos relatos de su infancia: “Es imposible que el lobo ataque a un hombre. Aunque sea un hombre solo e inútil como yo ahora. No puedo derrumbarme, tengo que disimular el miedo, él no tiene que notarlo. Mientras hable en voz alta o cante no me atacará.” El labrador hizo un esfuerzo y en un arranque se puso a cantar. El animal se vio sorprendido de momento, confundido con el canto. Él se sobrepuso algo, sin embargo el lobo seguía ahí, al lado, lo hostigaba a su modo sin soltar la presa, acechaba su flaqueza. Volvió a tocarle suavemente la pierna con su lomo, como por juego, como si se rascara; se alejó unos metros hacia adelante, pero se detuvo en seguida y miró atrás clavando sus ojos, oblicuos y profundos, en el hombre. Y mientras la noche caía y la oscuridad reinante borraba el paisaje, bajo una mala luna, sintió que esos ojos lo penetraban hasta abatirle el poco ánimo que aún le quedaba. Se acobardó hasta el punto de perder la voz. Lo intentó, mas ya no pudo cantar, ni articular una frase ni pronunciar una sílaba siquiera. De pronto el lobo saltó la cuneta y fue alejándose al trote, lentamente. El hombre se percató de que estaba muy cerca de Las Ventas, donde parte el ramal hacia Vecilla de Trasmonte. Respiró hondo y quiso llamar a voces; imposible, tuvo que acercarse a la puerta y llamar con el puño. Nadie de la venta contestó, la casa estaba vacía. Como ya no vio al lobo decidió darse prisa, apretó el paso, Colinas estaba muy cerca, sólo tenía que bajar la pequeña cuesta. Llamó a la ventana de un amigo que tenía en Colinas, seguía sin recuperar el habla, incapaz de explicarles lo que le ocurría. Extremada su palidez, seca la boca, palpitaciones… Le ofrecen primero una cama, luego un vaso de vino que acepta por señas. Cuando se hubo recobrado y les cuenta lo sucedido, lo invitan a cenar y no quieren dejarlo salir. Él, sin probar bocado, les dice que ya se encuentra bien y que el lobo marchó, que su familia lo espera y que estarán preocupados por su tardanza. Le insisten que pase la noche en casa, pero el va al corral y coge un buen garrapalo que su amigo le ofrece.
Ya no recuerdo, pero ni que decir tiene que el camino hasta Quiruelas se le hizo eterno, más largo que un día sin pan. Varias veces le pareció entrever al lobo entre las sombras. Y lo peor de todo, cuando hubo cruzado nuestro pueblo, al llegar al Redondillo volvió a salirle el lobo. Otra vez un nudo en la garganta y oprimido el corazón. Suerte que lo acompañó a cierta distancia. No hubiera sido capaz de gritar ni de atizarle con el garrapalo, seguro que no.
PD. Y suerte tuvimos nosotros de que se salvara el buen hombre y pudiera contarlo.