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QUIRUELAS DE VIDRIALES: II...

II

LA CACHA DE CARAMELO (continuación)

timbre para intentar ahuyentarlo, o al menos asustarlo y aparentar no tenerle miedo, etc. etc.

LA CACHA DE CARAMELO (II cont.)

Del valle del Tera soy. Vi la luz el año de la gripe española, 1918, en Sitrama nací y me crié. Mi madre era de Abraveses y mi padre de allí. No recuerdo a ninguno, sé que nos llamaban los Ahumaos, pero ignoro el motivo.
Un día jugaba mi hermano con otros niños, junto a una tapia que había enfrente de casa, mientras mi madre estaba en el balcón; de pronto oye un estruendo, gritos, y al asomarse ve cómo se derrumbaba la tapia. En un impulso instantáneo despreció bajar por la escalera y se lanzó desde allí para socorrerlo. Todo inútil, ambos murieron; uno por caerse el muro sobre él y ella al poco, de resultas de la caída desde el balcón.
No tuvimos madrastra. Mi padre, que era maestro en el pueblo, falleció de repente, cuando se iba a volver a casar, faltaban solo dos días para la boda. Así fue cómo nos quedamos huérfanos, yo no tenía aún los dos años y mis hermanas ocho y seis.
Nos acogió mi tío carnal, Francisco, y su mujer “la Navarra”, que regentaba una posada en el pueblo. El trato era bueno, nunca nos faltó cariño ni tampoco de comer; sin embargo, justo es decirlo, sí hacía ciertas diferencias. Poco a poco se fueron vendiendo algunas propiedades de nuestra herencia –monte, viña o tierra de labor- que los tutores juzgaron de común acuerdo como necesario para nuestra manutención.
Mis hermanas, con tan solo 11 ó 12 años, se fueron enseguida de rollas, de niñeras, para arrullar a los críos, ro, ro, ro. Mi primo hermano, tres años mayor, comía huevo frito cuando quería, yo bastantes menos. Él no comía jamás pan de pobre y a mí me tocó comerlo. A él sí lo mandaban ir a la escuela a diario, en tanto que yo tenía que salir al campo con los pavos. “Vienes un día y pierdes ciento”, me decía el maestro. Arreaba mucha estilla con su vara de negrillo, ya lo creo, ya… Untaba bien el gabán, sí. Era la época de “la letra con sangre entra” y él un fiel y entusiasta seguidor. A mí jamás me pegó.
A veces venía algún mendigo con su saco a cuestas, donde guardaba los mendrugos de pan de hogaza que la gente le iba dando como limosna. Los vendía en la posada y yo tenía adjudicados por mi tía de antemano los mejores carolos. Lo malo es que era algo escrupuloso, ¡maldita sea!, me daba un poquitín de asco el comérmelos. A media mañana, cuando me entraba apetito vigilaba a mi tía; en cuanto veía que salía al corral –era un largo corralón muy grande con cuadras, gallinas, conejos y demás- y se entretenía allí, pronto me aparejaba el almuerzo. Corría a la cocina, abría el cajón de la mesa y con mi navaja cortaba un cacho de pan en un santiamén. Luego me subía rápido a un taburete para alcanzar las longanizas, que colgaban de la lata, y me cortaba otro buen cacho de chorizo; sin olvidarme de hacer la consabida cruz con la navaja, la señal que dejaba siempre mi tía, en el corte circular final de la longaniza, y luego estirar del extremo para dejarlas al ras, igualadas todas las ristras a un mismo nivel. Las primeras veces siempre me cazó por no haberme maliciado de ambas, muy precisas operaciones. ¿Cómo lo sabría? Conseguía ruborizarme, me sacaba con su mentira la verdad hasta que me pillaba y terminaba confesando, pero un día averigüé la marca que hacía.
Es lo que había, tuve que valerme de maña y apencar desde que era un crío, desde que me nacieron los dientes. Recuerdo que cuando venían a la posada arrieros y pastores, ya con siete años, les sacaba agua del pozo para los animales con una polea. Si llenaba mucho el caldero no podía con él, pero se me ocurrió escarbar en la base del brocal hasta conseguir sacar dos piedras, lo justo para introducir ambos pies, que luego volvía a colocarlas en su sitio. Así al tirar de la soga, también hacía fuerza con mis pies, ya no me vencía el peso del cubo. Solían darme alguna perra de propina, que yo escondía siempre pronto por temor de que mi tía me las apañase con cualquier excusa; para comprar algo o para guardármelas, no fuera yo a perderlas, decía. Tú verás… Luego, en alguna fiesta o algún domingo de feria, compraba una cacha de caramelo, una cacha bien grande; y, amigo, como un señor. Otros sólo tenían confites o quizá un caramelo. Te seguían como las moscas a la miel para que les dieses un cachico o una chupada. Je, je, je…Con una cachava de esas eras un marqués, todos los chicos detrás. Igual que una gallina cuando lleva una lombriz al pico y todas dejan enseguida el trigo y corren detrás a quitársela, así me seguían a mí. Codiciábamos las cachas. Valían primero una perrina y ya después a perra gorda, cinco o diez céntimos.
Me acuerdo mucho también de aquellas canteas que nos traíamos con los chicos de Abraveses, en las que me gustaba participar cuando no tenía que ir con los pavos. Nos las teníamos tiesas. Más de una vez y más de dos alguno acababa escalabrado. Una vez nos aprovisionamos bien de piedras antes, los corrimos hasta su pueblo. Esa vez cruzamos el Tera y los encerramos a todos en su casa. ¡Pregúntale a Vidal! ¡Mala la hubisteis, franceses, en esa de!…Tuvieron que salir hasta sus madres amenazándonos con las purrideras. ¡Vaya unos caguicas!
Había dos o tres aparatos de radio en el pueblo, yo aplicaba el oído a la ventana con atención para que se me quedasen las canciones. Me gustaba mucho cantar. Recuerdo que en una ocasión vinieron en un coche unos extranjeros, creo que ingleses, me oyeron cantar y querían llevarme con ellos a la capital. Llegaron a ofrecerle dinero a mi tía la Navarra, pero mi tío Francisco no me dejó. ¿Qué hubiera pasado? Quién lo sabe, lo mismo hasta me había hecho cantante famoso. Vete tú a saber.
.... (Ccontinuará)