LA CACHIPORRA (III. Continuación)
Había en casa un perro mastín precioso al que yo quería bien, lo cuidaba y casi siempre me acompañaba. Rondaba los 100 kg, 8 arrobas y media. Y eso sin estar gordo. Era muy manso, lo pisábamos los chichos y ni se enteraba, ni ladraba ni nada; nos subíamos dos a su lomo y nos llevaba tan campante –“venga, León, arre”- igual, igual que un caballo. El tío Quiscajo (no el de Quiruelas, sino otro peor) –malo y viejo como un dolor, ¡cascarrabias! Era “un quisquillas”, siempre estaba refunfuñando por esto y lo otro. Los chicos nos chinchábamos entre nosotros, canturreando:“Quiscajo, tú eres Quiscajo, el hombre más rezongón que se puede conocer en toda la nación”- tenía otro mastín de similar tamaño y cuando me veía con el mío enseguida trataba, junto con otros hombres, de echarlos a pelear. No me gustaba nada esto, yo sufría; León era casi un cachorro y el otro abusaba; pero yo ya iba notando que le gruñía, con aquella voz suya que parecía salida de las cavernas de tan ronca, y como que ya se revolvía y quería hacerle frente, sin atreverse a plantarle cara aún. Un buen día, antes de que llegasen a engancharlos, yo le dije “vamos, León”, para que se viniese conmigo; pero fuera que él entendió al revés, o del mucho rencor acumulado y reprimido que le tenía, apenas me oyó le clavó los dientes en el pescuezo y ya no soltó. Lo llevó un largo trecho a rastras y no hubo manera, como si fuera un perro de presa. Le pegaron con una correa a ver, y como si no. Hasta que uno se fue y se presentó luego con dos hierros, le hicieron palanca en la boca obligándolo a soltar.
Después de un rato, Quiscajo, muy mustio y cabizbajo, musitando que si patatín, que si patatán, él solo porfiando consigo mismo entre dientes, se llevó su perro, que por otra parte no acabó muy maltrecho ni malherido, sino extenuado más bien. Tenía escopeta el maldito tío quisquilla, al día siguiente nos enteramos de que lo había matado. Sólo por la afrenta, la rabia de que ya no fuese su perro el más poderoso del pueblo.
En varias ocasiones me mandaron, por faltar harina en la posada o alguna que otra cosa, ir a Quintanilla de noche a traerla de casa de un familiar. Luego la vuelta. Colocaban la carranca en el cuello de León, a mí me subían en el burro, que conocía perfectamente el camino, y arreando. Nada más salir de Sitrama, amigo, había que atravesar el monte. Como si supiese de mi miedo, especialmente era aquí, en el monte, donde el perro no se apartaba del burro un instante. No en vano se había criado en el corral junto a él. No iba en línea recta, no, sino dando vueltas en torno del asno de continuo, sin parar ni alejarse. Yo de todas formas hasta que no veía una lucecita mortecina a lo lejos, la de Brime o la de Quintanilla, no podía estarme tranquilo. Un par de veces creí oír aullidos de lobos, nítidos y claros, repetidos y no tan remotos; otras era solo el movimiento de una rama en la oscuridad, o el murmullo de un aleteo de hojas mecidas por el viento, o el burro que hacía una señal –suerte que este no tropezaba ni era topino-, o notaba a León distinto y en alerta; o peor, varias de estas circunstancias juntas y no creo necesario encarecer la angustia que me invadía. ¡Qué desazón en el estómago! La boina no me pesaba, flotaba en mi cabeza. Literalmente, se me ponían los pelos de punta; veía el reflejo de los pinchos de la carlanca y notaba que yo tenía los cabellos igual de erizados bajo mi gorra. Me la ajustaba bien y pensaba, casi estaba seguro, de que un lobo solo no se atrevería jamás con León, pero sí quizá una manada. Como se le tirasen a las gorjas lo iban a pasar mal, sí, pero temía casi más la astucia del lobo que su fiereza. Podían cogerlo por atrás, de las patas, con sus terribles colmillos; o por debajo, de la panza. O tenderle una emboscada, provocarlo para que se alejase de nosotros. No obstante, sabía que los burros lo son menos de lo que se dice, huelen al lobo de lejos y saben defenderse de él, y que a mí tal vez pudiese darme tiempo, si andaba listo, a bajar y correr a subirme en una encina. Al hombre, los lobos siempre lo dejan para el final, además no se darían cuenta tan fácilmente de que yo era solo un niño de 8 ó 9 años, al fin y al cabo vestía como un adulto.
Pero también pesaba en mí aquella historia –no podía evitarlo- de aquellos chicos perdidos en el monte. De uno de los cuales, después de mucho buscar, sólo encontraron los zapatos junto con algún vestigio de sangre.
Lo que sí me sorprendió una noche en el monte de Sitrama fue una tormenta de aúpa. Desde entonces les tengo tanto respeto a los rayos y truenos como a los lobos, si no más. Me quedó de recuerdo ese respeto, sí, por no llamarlo miedo.
El perro no estuvo demasiado tiempo con nosotros. Una vez un señor que venía y se hospedaba allí con frecuencia, vino a saludarme al tiempo que me hacía una carantoña en el hombro. Pensaría que me iba a pegar, el caso es que se lanzo contra él, se puso de manos y le desgarró la ropa de arriba abajo. No llegó a morderle, pero mi tío Francisco dijo que ya no se podía quedar allí. ¡Cuánto lo sentí! Se lo regalamos a un pastor después de explicarle el caso.
Fue entonces cuando me dio por pensar si no me convendría tener un cuchillo, o al menos una cachiporra como los pastores valientes. Mientras encontraba el negrillo adecuado bien podía ir practicando con un palo, dándole garrotazos a los cardos y a los matorrales, por si una vez me salía el lobo y tenía que defenderme.
Había en casa un perro mastín precioso al que yo quería bien, lo cuidaba y casi siempre me acompañaba. Rondaba los 100 kg, 8 arrobas y media. Y eso sin estar gordo. Era muy manso, lo pisábamos los chichos y ni se enteraba, ni ladraba ni nada; nos subíamos dos a su lomo y nos llevaba tan campante –“venga, León, arre”- igual, igual que un caballo. El tío Quiscajo (no el de Quiruelas, sino otro peor) –malo y viejo como un dolor, ¡cascarrabias! Era “un quisquillas”, siempre estaba refunfuñando por esto y lo otro. Los chicos nos chinchábamos entre nosotros, canturreando:“Quiscajo, tú eres Quiscajo, el hombre más rezongón que se puede conocer en toda la nación”- tenía otro mastín de similar tamaño y cuando me veía con el mío enseguida trataba, junto con otros hombres, de echarlos a pelear. No me gustaba nada esto, yo sufría; León era casi un cachorro y el otro abusaba; pero yo ya iba notando que le gruñía, con aquella voz suya que parecía salida de las cavernas de tan ronca, y como que ya se revolvía y quería hacerle frente, sin atreverse a plantarle cara aún. Un buen día, antes de que llegasen a engancharlos, yo le dije “vamos, León”, para que se viniese conmigo; pero fuera que él entendió al revés, o del mucho rencor acumulado y reprimido que le tenía, apenas me oyó le clavó los dientes en el pescuezo y ya no soltó. Lo llevó un largo trecho a rastras y no hubo manera, como si fuera un perro de presa. Le pegaron con una correa a ver, y como si no. Hasta que uno se fue y se presentó luego con dos hierros, le hicieron palanca en la boca obligándolo a soltar.
Después de un rato, Quiscajo, muy mustio y cabizbajo, musitando que si patatín, que si patatán, él solo porfiando consigo mismo entre dientes, se llevó su perro, que por otra parte no acabó muy maltrecho ni malherido, sino extenuado más bien. Tenía escopeta el maldito tío quisquilla, al día siguiente nos enteramos de que lo había matado. Sólo por la afrenta, la rabia de que ya no fuese su perro el más poderoso del pueblo.
En varias ocasiones me mandaron, por faltar harina en la posada o alguna que otra cosa, ir a Quintanilla de noche a traerla de casa de un familiar. Luego la vuelta. Colocaban la carranca en el cuello de León, a mí me subían en el burro, que conocía perfectamente el camino, y arreando. Nada más salir de Sitrama, amigo, había que atravesar el monte. Como si supiese de mi miedo, especialmente era aquí, en el monte, donde el perro no se apartaba del burro un instante. No en vano se había criado en el corral junto a él. No iba en línea recta, no, sino dando vueltas en torno del asno de continuo, sin parar ni alejarse. Yo de todas formas hasta que no veía una lucecita mortecina a lo lejos, la de Brime o la de Quintanilla, no podía estarme tranquilo. Un par de veces creí oír aullidos de lobos, nítidos y claros, repetidos y no tan remotos; otras era solo el movimiento de una rama en la oscuridad, o el murmullo de un aleteo de hojas mecidas por el viento, o el burro que hacía una señal –suerte que este no tropezaba ni era topino-, o notaba a León distinto y en alerta; o peor, varias de estas circunstancias juntas y no creo necesario encarecer la angustia que me invadía. ¡Qué desazón en el estómago! La boina no me pesaba, flotaba en mi cabeza. Literalmente, se me ponían los pelos de punta; veía el reflejo de los pinchos de la carlanca y notaba que yo tenía los cabellos igual de erizados bajo mi gorra. Me la ajustaba bien y pensaba, casi estaba seguro, de que un lobo solo no se atrevería jamás con León, pero sí quizá una manada. Como se le tirasen a las gorjas lo iban a pasar mal, sí, pero temía casi más la astucia del lobo que su fiereza. Podían cogerlo por atrás, de las patas, con sus terribles colmillos; o por debajo, de la panza. O tenderle una emboscada, provocarlo para que se alejase de nosotros. No obstante, sabía que los burros lo son menos de lo que se dice, huelen al lobo de lejos y saben defenderse de él, y que a mí tal vez pudiese darme tiempo, si andaba listo, a bajar y correr a subirme en una encina. Al hombre, los lobos siempre lo dejan para el final, además no se darían cuenta tan fácilmente de que yo era solo un niño de 8 ó 9 años, al fin y al cabo vestía como un adulto.
Pero también pesaba en mí aquella historia –no podía evitarlo- de aquellos chicos perdidos en el monte. De uno de los cuales, después de mucho buscar, sólo encontraron los zapatos junto con algún vestigio de sangre.
Lo que sí me sorprendió una noche en el monte de Sitrama fue una tormenta de aúpa. Desde entonces les tengo tanto respeto a los rayos y truenos como a los lobos, si no más. Me quedó de recuerdo ese respeto, sí, por no llamarlo miedo.
El perro no estuvo demasiado tiempo con nosotros. Una vez un señor que venía y se hospedaba allí con frecuencia, vino a saludarme al tiempo que me hacía una carantoña en el hombro. Pensaría que me iba a pegar, el caso es que se lanzo contra él, se puso de manos y le desgarró la ropa de arriba abajo. No llegó a morderle, pero mi tío Francisco dijo que ya no se podía quedar allí. ¡Cuánto lo sentí! Se lo regalamos a un pastor después de explicarle el caso.
Fue entonces cuando me dio por pensar si no me convendría tener un cuchillo, o al menos una cachiporra como los pastores valientes. Mientras encontraba el negrillo adecuado bien podía ir practicando con un palo, dándole garrotazos a los cardos y a los matorrales, por si una vez me salía el lobo y tenía que defenderme.