La cachiporra IV (cont.)
Cuando estalló la guerra vivía yo en Quintanilla. Mis hermanas, ya casadas en Benavente, enviudaron pronto. A uno de mis cuñados -y al padre de éste; nada de particular, en Zamora para limpiar la retaguardia y sin ser frente bélico, con poco ruido, hubo al menos dos Paracuellos de víctimas civiles inocentes. Todo dirigido desde arriba, desde los mandos militares- lo asesinaron los falangistas por ser un albañil pobre afiliado a la UGT. Trabajé de peón en Benavente una temporada con ellos a los quince años, de haber seguido igual hubiese corrido su misma suerte. Había palizas, los obligaban a beber aceite de ricino… Mi tío Francisco también estaba amenazado por los falangistas, así que decidí alistarme voluntario por si las moscas y porque de todas formas en unos meses me iban a llamar.
Tras breve instrucción me tocó en el tabor Ifni, del batallón de los Tiradores de Ifni, una fuerza de choque mixta -casi idéntica a los Regulares, vestíamos igual-, y donde los indígenas moros serían más del doble que nosotros, los españoles. Un cuerpo de élite, siempre en primera línea de fuego, junto a las banderas de la Legión y los Regulares, sufríamos continuas bajas, tarde o temprano me acabaría tocando a mí, presentía que iba a caer. ¿Pero por qué habré nacido yo?, me dije infinidad de veces, hasta que hubo un suceso que quizá cambiase el destino a mi favor. En el 37, en el frente de Toledo estábamos cinco de nosotros disparando a una lata con unos fusiles rusos que les quitamos a los rojos, haciendo puntería, cuando un teniente nos retó a que no le acertábamos a su gorra de plato. Mandó ponerla muy lejos e insistió en el desafío. Dos fallaron y llegó mi turno. “Mire mi teniente que…” Él siguió con las mismas, relumbraba al sol. Apunté y atiné con el primero, dio un bote y se fue más lejos. Y lo mismo sucedió con el segundo y el tercer disparo. Ya ni se veía la gorra. “Bonita ocurrencia, su gorra perforada, llena de agujeros, mi teniente. Ahora va a tener bien ventilada la mollera” –pensé-.
Al día siguiente se dirige a mí el capitán riéndose:
-Ven acá. Así que fuiste tú quien hizo ayer un colador de la gorra del teniente, ¿eh?
-Sí, mi capitán, el mismo soy, se empeñó y…
- ¿De dónde eres?
-De la provincia de Zamora, mi capitán.
-Vaya, hombre, buen vino por esa tierra. ¿No serás de Toro?
-No, de la parte de Benavente. Pero también allí tenemos bodegas y hay buen vino, no crea.
-No me digas más, yo soy de Logroño. Te propongo que seas mi asistente, ¿quieres serlo?
-Sssí, mi capitán, yooo… ¡A sus órdenes siempre! –dije con cierto titubeo, por lo inesperado.
-Bueno, pues ya está; pero esto no son deberes, son quereres, que te quede claro. No estás obligado a ello, es voluntario. Si no te interesa aún estás a tiempo de decirlo. Sólo tienes que ocuparte de mi maleta, traerme lo que te pida cuando esté con otros oficiales o Jefes… Lo irás viendo sobre la marcha.
Fue así como me hice asistente del capitán Nájera. Estaría con él año y medio o así, tenía 23 años, yo no había cumplido los 19. Dentro del riesgo que allí se corría por estar siempre en vanguardia tuve suerte, pues el capitán me protegía, no me dejaba intervenir en las operaciones de mayor peligro. En ciertas misiones nocturnas me entregaba su pistola. “No la necesito” - me decía, y se la guardaba en la maleta junto a la otra que tenía de él-. Le gustaba llevar una cachiporra a modo de bastón de mando, con la cual dejó a más de uno en el sitio silenciosamente, sin armar alboroto. Antes de llegar yo, siendo teniente tomó así un puente en el Jarama, con lo que obtuvo una medalla y el ascenso. Iba siempre en cabeza, no como otros oficiales cucos que se quedaban atrás; por esto era muy apreciado por todos los soldados. Los moros lo adoraban. Al principio de la guerra arrasaban, creían que iban al Cielo o al Paraíso si morían. Después, cuando se encontraban con otros conocidos, se animaban y empezaban largas pláticas y las preguntas “dónde está fulano, y el otro, ¿te acuerdas de aquél?. ¿Y el de más allá?” Y la respuesta casi siempre era “uala majan duchis”, a la que yo sacaba el consonante con el significado de “ya no están con nosotros, Alá se los llevó”. Poco a poco el entusiasmo de los moros fue decayendo algo, vino a menos, aparte de que el enemigo aprendió a combatir. Con la paga de 17 pesetas al mes que nos daban, un moro lo mismo podía mantener a su familia en Marruecos varios meses.
Estuvimos en el frente de Teruel y en Albarracín. Casi siempre junto al Ebro. Había noches en que nos voceaban del otro lado: “Aquí está la división tal de Enrique Líster, o la otra del Campesino. ¡Mañana preparaos!” Y La Pasionaria nos habló varias veces por un altavoz animándonos a que nos cambiásemos de bando. Que éramos de la clase trabajadora, no burgueses ni del clero ni terratenientes, que ellos nos tratarían mejor, que eran de los nuestros. Nosotros les contestábamos: “ ¡Aquí estamos los Tiradores de Ifni! Los que os tenéis que preparar sois vosotros, salaos. No creáis que os vais a enfrentar a los italianos. Somos la División 13. ¡Ya podéis atar bien las zapatillas!” (Y los de las brigadas internacionales creo que se cagaban por la pata abajo). Me decía el capitán: “Se van a enterar estos marxistas. No somos unos mierdas, unos cagaos como los italianos que no saben por qué luchan. Se pensaban que en España todo iba a ser correr, como en Abisinia. Pero aquí los rojos no son como los negros africanos. Siempre tenemos nosotros que venir detrás, a arreglar los desaguisados de estos italianos. ¡Me cago en la madre que los parió!...”
En el año 38 el tabor mío estaba en la desembocadura del Ebro, en Tortosa, y después en Gandesa. Había unos cerros o tesos desde donde se controlaba toda la posición y que había que conquistar. “Mañana déjeme ir”, le digo al capitán. Me contesta: en un par de meses la guerra se acaba. Qué necesidad hay de que muera más gente. Vamos a dejar aislada Barcelona, lo mismo que Madrid. Va a pasar lo mismo que en la Bolsa de Bielsa, en los Pirineos, ¿te acuerdas?, donde asfixiamos a aquella división. Pero tú quédate aquí, cada uno tiene que estar en su sitio. Los valientes y el buen vino duran poco…No me hagas caso, cuando esto acabe te vendrás conmigo, estarás en el ejército español. Ya te llegará algún ascenso.
Al día siguiente me despedí de él y ya no lo volví a ver. Todo por ir delante, siempre en cabeza. Hacía poco que lo habían ascendido a comandante y lo rechazó. Le suponía un traslado, lo destinaban a otra unidad y prefirió seguir aquí como capitán. (También ganaba más aquí de capitán que allí de comandante). Con sus compañeros de armas, en su sitio, -me decía.
Cuando estalló la guerra vivía yo en Quintanilla. Mis hermanas, ya casadas en Benavente, enviudaron pronto. A uno de mis cuñados -y al padre de éste; nada de particular, en Zamora para limpiar la retaguardia y sin ser frente bélico, con poco ruido, hubo al menos dos Paracuellos de víctimas civiles inocentes. Todo dirigido desde arriba, desde los mandos militares- lo asesinaron los falangistas por ser un albañil pobre afiliado a la UGT. Trabajé de peón en Benavente una temporada con ellos a los quince años, de haber seguido igual hubiese corrido su misma suerte. Había palizas, los obligaban a beber aceite de ricino… Mi tío Francisco también estaba amenazado por los falangistas, así que decidí alistarme voluntario por si las moscas y porque de todas formas en unos meses me iban a llamar.
Tras breve instrucción me tocó en el tabor Ifni, del batallón de los Tiradores de Ifni, una fuerza de choque mixta -casi idéntica a los Regulares, vestíamos igual-, y donde los indígenas moros serían más del doble que nosotros, los españoles. Un cuerpo de élite, siempre en primera línea de fuego, junto a las banderas de la Legión y los Regulares, sufríamos continuas bajas, tarde o temprano me acabaría tocando a mí, presentía que iba a caer. ¿Pero por qué habré nacido yo?, me dije infinidad de veces, hasta que hubo un suceso que quizá cambiase el destino a mi favor. En el 37, en el frente de Toledo estábamos cinco de nosotros disparando a una lata con unos fusiles rusos que les quitamos a los rojos, haciendo puntería, cuando un teniente nos retó a que no le acertábamos a su gorra de plato. Mandó ponerla muy lejos e insistió en el desafío. Dos fallaron y llegó mi turno. “Mire mi teniente que…” Él siguió con las mismas, relumbraba al sol. Apunté y atiné con el primero, dio un bote y se fue más lejos. Y lo mismo sucedió con el segundo y el tercer disparo. Ya ni se veía la gorra. “Bonita ocurrencia, su gorra perforada, llena de agujeros, mi teniente. Ahora va a tener bien ventilada la mollera” –pensé-.
Al día siguiente se dirige a mí el capitán riéndose:
-Ven acá. Así que fuiste tú quien hizo ayer un colador de la gorra del teniente, ¿eh?
-Sí, mi capitán, el mismo soy, se empeñó y…
- ¿De dónde eres?
-De la provincia de Zamora, mi capitán.
-Vaya, hombre, buen vino por esa tierra. ¿No serás de Toro?
-No, de la parte de Benavente. Pero también allí tenemos bodegas y hay buen vino, no crea.
-No me digas más, yo soy de Logroño. Te propongo que seas mi asistente, ¿quieres serlo?
-Sssí, mi capitán, yooo… ¡A sus órdenes siempre! –dije con cierto titubeo, por lo inesperado.
-Bueno, pues ya está; pero esto no son deberes, son quereres, que te quede claro. No estás obligado a ello, es voluntario. Si no te interesa aún estás a tiempo de decirlo. Sólo tienes que ocuparte de mi maleta, traerme lo que te pida cuando esté con otros oficiales o Jefes… Lo irás viendo sobre la marcha.
Fue así como me hice asistente del capitán Nájera. Estaría con él año y medio o así, tenía 23 años, yo no había cumplido los 19. Dentro del riesgo que allí se corría por estar siempre en vanguardia tuve suerte, pues el capitán me protegía, no me dejaba intervenir en las operaciones de mayor peligro. En ciertas misiones nocturnas me entregaba su pistola. “No la necesito” - me decía, y se la guardaba en la maleta junto a la otra que tenía de él-. Le gustaba llevar una cachiporra a modo de bastón de mando, con la cual dejó a más de uno en el sitio silenciosamente, sin armar alboroto. Antes de llegar yo, siendo teniente tomó así un puente en el Jarama, con lo que obtuvo una medalla y el ascenso. Iba siempre en cabeza, no como otros oficiales cucos que se quedaban atrás; por esto era muy apreciado por todos los soldados. Los moros lo adoraban. Al principio de la guerra arrasaban, creían que iban al Cielo o al Paraíso si morían. Después, cuando se encontraban con otros conocidos, se animaban y empezaban largas pláticas y las preguntas “dónde está fulano, y el otro, ¿te acuerdas de aquél?. ¿Y el de más allá?” Y la respuesta casi siempre era “uala majan duchis”, a la que yo sacaba el consonante con el significado de “ya no están con nosotros, Alá se los llevó”. Poco a poco el entusiasmo de los moros fue decayendo algo, vino a menos, aparte de que el enemigo aprendió a combatir. Con la paga de 17 pesetas al mes que nos daban, un moro lo mismo podía mantener a su familia en Marruecos varios meses.
Estuvimos en el frente de Teruel y en Albarracín. Casi siempre junto al Ebro. Había noches en que nos voceaban del otro lado: “Aquí está la división tal de Enrique Líster, o la otra del Campesino. ¡Mañana preparaos!” Y La Pasionaria nos habló varias veces por un altavoz animándonos a que nos cambiásemos de bando. Que éramos de la clase trabajadora, no burgueses ni del clero ni terratenientes, que ellos nos tratarían mejor, que eran de los nuestros. Nosotros les contestábamos: “ ¡Aquí estamos los Tiradores de Ifni! Los que os tenéis que preparar sois vosotros, salaos. No creáis que os vais a enfrentar a los italianos. Somos la División 13. ¡Ya podéis atar bien las zapatillas!” (Y los de las brigadas internacionales creo que se cagaban por la pata abajo). Me decía el capitán: “Se van a enterar estos marxistas. No somos unos mierdas, unos cagaos como los italianos que no saben por qué luchan. Se pensaban que en España todo iba a ser correr, como en Abisinia. Pero aquí los rojos no son como los negros africanos. Siempre tenemos nosotros que venir detrás, a arreglar los desaguisados de estos italianos. ¡Me cago en la madre que los parió!...”
En el año 38 el tabor mío estaba en la desembocadura del Ebro, en Tortosa, y después en Gandesa. Había unos cerros o tesos desde donde se controlaba toda la posición y que había que conquistar. “Mañana déjeme ir”, le digo al capitán. Me contesta: en un par de meses la guerra se acaba. Qué necesidad hay de que muera más gente. Vamos a dejar aislada Barcelona, lo mismo que Madrid. Va a pasar lo mismo que en la Bolsa de Bielsa, en los Pirineos, ¿te acuerdas?, donde asfixiamos a aquella división. Pero tú quédate aquí, cada uno tiene que estar en su sitio. Los valientes y el buen vino duran poco…No me hagas caso, cuando esto acabe te vendrás conmigo, estarás en el ejército español. Ya te llegará algún ascenso.
Al día siguiente me despedí de él y ya no lo volví a ver. Todo por ir delante, siempre en cabeza. Hacía poco que lo habían ascendido a comandante y lo rechazó. Le suponía un traslado, lo destinaban a otra unidad y prefirió seguir aquí como capitán. (También ganaba más aquí de capitán que allí de comandante). Con sus compañeros de armas, en su sitio, -me decía.