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QUIRUELAS DE VIDRIALES: La cachiporra (Cont. V)...

La cachiporra (Cont. V)

El problema me surge al seleccionar andanzas y desventuras entre tantas como recuerdo. Asimismo al desechar tristezas. Hay mucho de truculento, son tantas las atrocidades… Ya conocéis la sevillana: "no me cuentes penas, cuéntame alegrías, que yo a nadie le cuento la penita mía." Luego al leerlas he visto que el haragán que me las escribe comete fallos cronológicos imperdonables, ciertos lapsus de bulto, o me atribuye hechos y pensamientos que yo hubiera callado por discreción, o por el contrario omite otros para mí imprescindibles. Claro que puede que sea mi memoria la que me traicione en algún aspecto dado el largo tiempo transcurrido, pero el culpable final es este truhán que no sabe de la misa la media y solo ha oído campanas. Ahora ya es imposible intercalar episodios y arreglarlo, se complicaría. Se pierde el hilo, en fin... ¿Qué es eso de aparatos de radio en Sitrama en los años veinte? Eran gramófonos los que yo escuchaba de niño si no recuerdo mal. Y la paga de 17 pesetas mensuales me la dieron después en Canarias, pero a los moros les pagarían al menos veinte duros, digo yo.
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A partir de aquí el destino o el azar torcieron las cosas. Me zarandeó por Lérida y Aragón, siempre de la ceca a la meca. Relevé a un compañero herido e hice de cartero y de soldado de enlace desplazándome a pie, a veces corriendo largas distancias, llevando órdenes y mensajes cifrados a otras unidades cuando los de transmisiones no podían comunicarse. Ágiles piernas y buena orientación, imprescindibles. Yo tenía veinte años. Suponía ir a campo través por terreno a veces agreste o boscoso y verte obligado a regresar por otro camino sorteando los peligros mayores. Destino arriesgado y más allí porque el frente era elástico, inestable, con continuas infiltraciones del enemigo, ofensivas y contraofensivas, en territorio que parecía conquistado. Me pasó varias veces tener ya la contraseña en la boca y darme cuenta in extremis de que eran del bando republicano. (Al hablar ellos también español no era difícil confundirte). Tenía que volver sobre mis pasos con sigilo y dar un rodeo. O perderme en tierra de nadie.
Una vez advertí cuando hube regresado que tenía la cantimplora agujereada. Las balas te pasaban silbando. Otra, iba junto a un molino y me disparó un francotirador desde la otra orilla del río. El proyectil me dejó sordo. Me arrojé por instinto al suelo y cuando recobré la noción dije, “ ¡ya me han jodido!”, mientras vi que me sangraba la nariz. Deduje que la bala impactó en una cañería vertical a escasos centímetros de mi cabeza, de ahí el sonido como un tañido de campana, rebotó y fue una esquirla del canalón metálico lo que hirió mi nariz, que no paraba de sangrar (Aún hoy tengo la señal aquí, mira). Me arrastré hasta ocultarme en un almacén del molino un largo rato. Una locura salir de allí, ¿serían dos? Puse la gorra en la punta de un palo, era asomarla y venir el balazo. Hasta que por ventura llegó un perro salvador. ¡Chito! -exclamé, lo asusté para que saliera-; oí los disparos y justo un segundo más tarde corrí yo tras él a toda velocidad. Fue la única vez en toda la guerra que fui consciente de que me tiraban a mí, no a un enemigo o bulto abstracto.
En otra ocasión, después de comer, estábamos reunidos unos cuantos cantando y armando jaleo mientras se hacía “el café” cuando nos asustó el estruendo de un cañonazo que cayó lejos. Parecía que nada. ¡Venga, pongámonos a cubierto! –dijo uno. Tres se quedaron, no por fanfarrones y hacerse los valientes -creo yo, los conocía bien-, sino por pereza. Desgraciadamente cayó justo allí, junto al fuego, un segundo cañonazo. Los destrozó la metralla. Así, de la manera más tonta. Te acostumbras a todo, a veces llega a no importarte la vida según tu estado de ánimo. Tan amable como es, la desprecias; no solo por ardor guerrero en medio del fragor de la batalla.
A comienzos del 39, en un traslado de tropas, volcó el camión en el que íbamos y a mí se me fracturó el fémur en el accidente. No hay mal que por bien no venga, lo mismo gracias a esto salvé el pellejo. Nos evacuaron a los heridos, estuve 68 días en el hospital tumbado boca arriba con la pierna en alto. Luego una larga temporada con muletas. El hueso me soldó bien, solo que me quedó la pierna 2 cm más corta.
A diferencia de otros muchos, quizá destinados en lugares de menor peligro, nunca pasamos hambre, comíamos relativamente bien. Además yo tenía ciertos privilegios para acceder al suministro mientras estuve de asistente. El encargado de intendencia era un respetado oficial moro, macilento curiosamente, un viejo carcamal de poco más de 50 años, pero que aparentaba 70. (Conoció a Franco de teniente en la guerra de África). Muy estricto, mas alguna vez le cogía latas y alguna que otra cosa para una fiestecilla. Unas veces por tener autorización del capitán y otras por hacérselo creer si la cosa se ponía fea: “Yo ahora, chau, chau –hacía el gesto del pulgar en la boca- decir a capitán Nájera”. Un sanabrés al que conocí en Zaragoza llenó la andorga gracias a mí. Las había pasado de a kilo, no sabía cómo agradecérmelo el pobre.
Sí pasé un frío atroz en Teruel o en Huesca, noches en vela moviéndote para no morir congelado. O largas marchas caminando dormido, vencido por el sueño y la fatiga. Hasta que, como dijo aquel, cautivo y desarmado, se rindió el ejército rojo y acabó la guerra. La paz, no obstante, no vino para todos.
Seguí mi convalecencia y, permiso en el pueblo de por medio, embarqué con mi tabor de Tiradores para las islas Afortunadas. En Gran Canaria pasé el año nuevo 1940 y permanecí aquí 13 meses maravillosos. La eterna primavera. Por primera vez en mucho tiempo fui feliz. Cuando media España se moría de hambre y la otra media malvivía del estraperlo yo gocé del Paraíso. ¡Este gato vidrialés al fin vio el mar y se bañó en el Atlántico! (Durante la guerra se lavó lo justo: menos que un gato con la lengua mala) Más que nadar había aprendido a flotar en el Tera y en la Almucera, en Quintanilla. Uno es de secano, tanta agua, tanta agua me daba miedo, para qué engañarnos. Luego fui cogiendo paulatinamente cierto gusto por las olas.
Los mutilados de guerra teníamos un estatus y privilegios especiales. Rebajados de guardias, por supuesto, no teníamos que formar, etc. Tenía una paga de 17 pesetas mensuales que entonces daba para algo. (¿El sueldo de un jornalero no llegaría a 25 pesetas? En proporción era carísimo el venganós, como me gusta llamar la comida) El alojamiento y el venganós eran gratis naturalmente. ¡Y podíamos ir al cine gratis! Todos los días. Me sabía las películas de Benito Perojo y de Florián Rey de memoria. Y algunas extranjeras. Y las canciones de Imperio Argentina, Estrellita Castro, Conchita Piquer o Angelillo. Y el cómico Miguel Ligero. ¡Y entrar a salones de baile gratis también! Así que me eché varias novias canarias… ¿Quién da más?
Muchas veces, y ahora mismo al recordarte, ¡oh, Gran Canaria querida!, siento como una punzada de nostalgia, y acuden dulcemente a mi memoria esos alegres días de aquel tiempo tan lindo que se fue.