¿tienes un bar?

QUIRUELAS DE VIDRIALES: CHUSQUEROS (Cont. VI)...

CHUSQUEROS (Cont. VI)
Según el diccionario de la RAE, chusquero es: “Dicho de un suboficial o de un oficial del Ejército: Que ha ascendido desde soldado raso.” Vale como primera aproximación, pero nada más. Yo tras cinco años en el ejército, guerra incluida, nada sabía de sus matices y connotaciones hasta que no pasé por la academia del cuartel de Zamora (Mucha instrucción y teórica insufrible recibí: fusil máuser español, “el chopo”. ¿Qué es punto de mira?, etc, etc.) Así que quien haya llegado hasta aquí, mucha paciencia y barajar. Como yo la tuve, infinita.
Chusquero viene de chusco de pan. Adivinanza: “Entre un soldao y un banquillo, comieron un panecillo, el soldao no lo comió y el panecillo no apareció.” (Lo comió el chusquero). Es casi siempre peyorativo. El que come los chuscos de los soldados, quien trafica con ellos, roba al cuartel, etc. No atañe sólo a bajas graduaciones ni es exclusivo de la milicia. Un general puede ser chusquero, sí; lo mismo que un alto funcionario o un político pueden serlo por extensión. Yo mismo pude haber devenido en uno de ellos, de haber sobrevivido el capitán Nájera. Recomendado por él habría llegado qué menos que a sargento -la ínsula Barataria varias veces prometida-. A algunos de mis compañeros los hicieron sargentos, pero yo arrastraba una ligera cojera y estaba sin mi capitán.
Chusqueros abundaban entonces en Zamora (y quizá en todos los cuarteles de España). Siempre en la retaguardia o nunca habían estado en el frente. No sabían mandar, ni tenían respeto ni consideración con los soldados, y especialmente con los veteranos que habíamos pasado las de Caín. Un sargento chusquero, con el toque de diana, seguía allí, cinturón en mano, la música a rajatabla: “Quinto levanta, tira de la manta, quinto levanta, tira del mantón, que viene el sargento, que viene el sargento, con el correón.” Tuve que pararle los pies al llegar hasta mí: “ ¡Para la jaca!”-sujetándole la mano. (Otro de mis compañeros lo paró de peor modo: Ya llegará)
Mi capitán, Nájera, sería la antítesis del chusquero. Otros con la cuarta parte de sus méritos, o ninguno, llegarían luego al generalato. Él siempre arriesgándose, compitiendo con otros oficiales por ser el mejor. (Espíritu agonal, el mismo Aquiles en busca de la fama, kleos, gloria inmortal. Lo que implicaba morir joven). Renunció a comandante. Famosos se hicieron algunos de los otros y llegaron a viejos.
Ninguna coincidencia, nada imaginario. Ni trato de hacer literatura, sobraría todo. Lo que he contado hasta aquí y lo que sigue es real, como yo lo vi y viví, y los personajes también lo son. No creo que le importe a ninguno, todos o la mayoría, están en el otro barrio. No creo que me demanden. Fui uno de tantos, coincidimos unos cuantos zamoranos en el cuartel maldito, entre ellos otro de Quiruelas al que los de cierta edad conocimos: Alonso “Gomillo”. Si acaso hallaréis alguna hipérbole para que mejor se entienda.
------------------------------ ----------
A mí entonces me importaba un bledo, pero ¿pintaba yo algo en Canarias, donde pasé más de un año sabático? (Que me quiten lo bailao) ¿Así, por la cara, regalan algo a los pobres? No. El régimen de Franco pensaba cobrárnoslo muy caro. La 2ª Guerra Mundial había empezado, Hitler codiciaba una de estas islas como base naval y éramos la tropa de guarnición por si España entraba en el conflicto. A buen seguro Churchill –como haría luego su fan Fraga en Palomares- ansiaba mojar su oronda barriga en la Playa del Inglés, donde también me bañé, y fumarse un puro en Las Palmas si España dejaba de ser neutral. Si Hitler hubiese tomado el Peñón de Gibraltar para Franco quizá hoy alguna de las Canarias -si no todas ellas- sería aún del pirata inglés.
Muy a mi pesar nos trasladaron después a Sidi Ifni –pequeño enclave al norte del hoy conflictivo Sáhara Occidental, ambos entonces colonias españolas- donde permanecí otra temporada. Podías hacerte un huevo a la plancha sobre una piedra “embrasinada”al sol. Seguía “de miranda” como mutilado, bien comido y bien bebido, solo que ya se me hacía monótono y aburrido, algo cuesta arriba. Nada que ver con mi gozosa vida de Las Palmas.
Finalmente embarcamos para la Península. ¡Al fin feliz licenciado! No, un mísero permiso en el pueblo y vuelven a llamarme. Al origen: Cuartel Viriato, Zamora. La misma muerte. ¡Ay, Don Pablos, a Indias me embarcara yo! “Nunca mejora su estado quien muda solo de lugar…” El único consuelo es que no me dejó pesar ni culpa, pues la mudanza no fue elegida por mí, sino que me vino impuesta.
Nada más entrar el hacinamiento saltaba a la vista y, por añadidura, el rancho era ínfimo y pésimo hasta herir ojos y estómago (mejor no recordar lo que nos daban, prefiero callarme). Allí revueltos en una mezcolanza infernal, los veteranos de la guerra con los reclutas quintos, hambrientos todos. “No puede ser real. Un espejismo. Estos si pudieran se comerían un gitano atravesao, a Dios por los pies. Pobre de mí, ¿pero dónde me he metido yo? ¡Que vuelvan Nájera y los moros!” No era ya que me hubiese acostumbrado al solaz de la buena vida y añorase Gran Canaria, es que llegué a echar de menos los tiempos de la guerra. El escuálido moro de intendencia -pellejo seco, carcamal en los puros huesos-, era joya al lado de estos.
Los soldados seguían dos patrones. Ambos, si bien carentes de volumen, finísimamente dotados para pinchar o cortar. Unos eran unidimensionales y respondían al tipo alfiler. (Rectas o segmentos de recta. Afiladísimos, pinchaban que no veas). Los otros bidimensionales, tablas, o mejor modelo cuchilla, capaces de afeitar en seco. Planos perfectos.
A los alfileres resultaba imposible verlos, salvo cuando la luz solar incidía sobre ellos directamente; entonces, al reflejarse los rayos, podía intuirse aproximadamente por donde quedaban esqueletos. A las cuchillas de afeitar más o menos, según, dependía del ángulo de visión. De frente sí, pero de perfil en absoluto, tampoco se veían en modo alguno. A veces, si el sol les daba de refilón, se distinguían como unos destellos uniformados, nunca con nitidez, para luego en seguida hacerse invisibles. (Y hablo hasta aquí de observador y soldados en reposo entre sí, estos en formación, pues, en movimiento, las marchas eran una quimera. Los desfiles en invierno, de risa. No desfilábamos, hacíamos la puntilla de la araña). La aritmética en el cuartel era soluble solo en teoría, en la práctica peor que la cuadratura del círculo. El problema se volvía titánico para los sargentos a la hora de contarnos y dar la novedad a los superiores. Siempre faltaban reclutas, no les salían las cuentas, cada uno decía un número diferente. Al pasar revista los soldados aparecían desde un sitio para luego aparecer desde otro. El baile de cifras fabuloso entre ellos. Vuelta a empezar y a correr muy apurados de aquí para allá temiendo un arresto. Venga a repetir y repetir, sin que casaran los cálculos… Como consecuencia todos los chusqueros se volvían locos, y lo bueno es que nos contaban con aparente rigor de uno en uno, lo hacían correctamente.
El jefe del cuartel, exasperado, exigió que dos capitanes le entregasen diariamente sendas planillas con las estadísticas del recuento definitivo, donde figurasen gráficas, medias, modas, desviación típica y mediana. Debió hacerse la ilusión de que así obtendría una especie de fotografía de la tropa. Pronto una mañana desistió al percibir que valían tan poco como las estimaciones a bulto que antes le daban. Ese día él creyó estar también majareta perdido al contemplar la nada mientras le decían: “sin novedad, hay entre tantos y cuantos, mi coronel.” No era un efecto óptico, no, ocurrió que todos estábamos en posición de firmes y él miraba y no veía absolutamente a nadie, ni a los alfileres ni a las cuchillas de afeitar. Era incapaz de ver soldados, sólo eran visibles los chusqueros. Desde su punto de vista el patio de armas era un espacio vacío hasta que nos mandaron romper filas.
La conclusión que sacamos es que cada chusquero veía su verdad, una realidad subjetiva en función de su perspectiva; según su punto de vista, una porción de verdad. Pero la auténtica realidad, ¿quién sabe, sería una especie de suma?
No sé ni cómo sobreviví y salí de allí tiempo después, ya licenciado vidriera. Visité Sitrama y me encontré con el maestro. Me hizo muchas preguntas; me puso unas cuentas, me mandó escribir y vio que sabía leer con alguna fluidez. Se sorprendió bastante con esto y la aritmética, pero quedó maravillado cuando notó mis dotes para la matemática abstracta que había aprendido en el cuartel. Mis profundos conceptos geométricos sobre rectas, planos y espacios vacíos. “Hay que ver –dijo-, hay que ver los progresos que ha hecho este cuidador de pavos.”