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QUIRUELAS DE VIDRIALES: CALLEJÓN (civiles y ladrones)...

CALLEJÓN (civiles y ladrones)

¡Vamos a jugar a civiles y ladrones! Lo típico con la llegada del verano, desde que aflojaba el sol hasta la hora de la cena, bien entrada la noche. Era fácil que nos juntásemos 30 chicos, se hacía un sorteo para formar los dos grupos, las edades irían desde los siete u ocho años hasta los doce o trece. Los civiles, la mitad, tenían que encontrar a todos los del otro bando, los ladrones. Generalmente no se acotaba el territorio de juego –no valía esconderse dentro de las casas y tampoco tendría sentido ir a una bodega lejana, allá "an ca´el demonio" en el Calvario-, podía uno esconderse en cualquier lugar del pueblo, en un carro, en una huerta, etc, pero cuando llegaba la noche había uno perfecto, el escondite ideal era el callejón de la bodega, ¡ahí estaba toda la gracia del juego! Si en la entrada veías aparecer un civil normalmente no se atrevía a bajar él solo, llamaba a más. Los ladrones, escondidos en el fondo, con la vista acostumbrada a la oscuridad, los veíamos perfectamente –teníamos que reprimir la risa-, mas los civiles no veían ni torta, c... por la pata abajo iban descendiendo como ciegos, deslizando la mano por la pared. A tientas trataban de engancharnos. Lo mismo un ladrón daba un grito monstruoso o soltaba una frase con voz ronca y huían despavoridos, tenían más miedo que su chaqueta (de guardia) "que vestían para la ocasión". Les llevaba su tiempo atreverse a bajar de nuevo, finalmente conseguían pillarnos a todos o casi: alguno siempre lograba subir al techo del callejón. Utilizando las paredes de estribos, donde iba apoyando manos y pies se escarrincaba (trepaba), poniéndose arriba a horcajadas, pasándole los civiles por abajo. Muy raras veces los civiles traían cerillas, si era así había que soplar o estabas perdido. Con el nerviosismo tampoco era fácil que les prendiese a la primera.
Un buen día (¿año 70?) D. Zacarías tuvo una de sus ocurrencias que nos dejaban perplejos: nos prohibió, bajo toda clase de amenazas, ir a jugar por las bodegas en el recreo. Así, por las bravas, pretendiendo de un plumazo acabar con tan añeja costumbre. Lo cierto es que había zarceras muy peligrosas, alguna hundida, otras sin los palos atravesados protectores, o con ellos, pero comidos por la humedad y la carcoma. Cuando jugábamos a pistoleros nada de pin, pan, pun; había que encontrar al malo, verlo del todo, a cuerpo completo, y sin remisión, cual sheriff de Kansas City decirle con determinación la palabra clave: ¡quieto! –y era ya hombre muerto, no hacía falta nada más, bastaba con esto para que perdiese la vida al instante, como por arte de magia matábamos sin dispar una sola bala. Decidme si no éramos más certeros y rápidos con el revólver Colt que los famosos forajidos Jesse James, Billy el Niño o que el mismísimo Clint Eastwood. Había quienes llegaban a esconderse en las mismas zarceras para evitar perder –o jugando al escondite-, introduciéndose por el agujero de la losa que hace de tapadera y apoyando los pies en los palos, así era imposible verlos completamente.