LA SIEGA
Antaño, cuando no existían las máquinas segadoras ni cosechadoras, había que recolectar la cosecha de trigo, cebada, avena y centeno a mano. Primero segaron con la hoz, después lo hicieron con la guadaña, luego llegaron las máquinas segadoras tiradas por caballerías y con la modernidad llegaron por fin las máquinas cosechadoras. Cuando segaban con hoz, se colocaban unos “dediles” de cuero a modo de guante para proteger los dedos de los cardos y de los cortes. Penosa labor la del segador a hoz, inclinado todo el día sobre su cuerpo segando de sol a sol. Con una mano apuñaba la mies y con la otra mano la cortaba haciendo pequeñas gavillas. Era típico ver a los segadores hoz en mano con sus grandes sombreros de paja para protegerse del sol abrasador, repartidos en cuadrillas por las laderas de las tierras. Las mujeres se protegían del sol además de con sombreros de ala ancha colocándose de bajo el típico pañuelo a la cabeza y el “rodao” al cuerpo. Para hacer más llevadera la jornada, llevaban la “barrila” llena de agua y la garrafa llena de vino, envueltos en un trapo mojado para evitar que se calentaran. A media mañana se comía un cacho de pan, tortilla, chorizo y jamón. Al mediodía les llevaban a la tierra la comida caliente de la casa dentro de las alforjas con la burra. Antes no existía la concentración y las tierras distaban unas de otras, por lo que tenían que calcular en qué tierra iban a comer. Buscaban la sombra de los chopos u otros matorrales que en algunas zonas escaseaban y allí degustaban el cocido traído a es proceso soportando las molestas moscas y avispas además de algún tábano que también se querían sumar a la comida atraídos por el olfato. Luego descansaban en una especie de siesta aletargada y corta antes de iniciar de nuevo la tarea de la siega. Es que a esas horas caía un sol de justicia. Al anochecer regresaban a casa exhaustos para descansar y preparar la jornada siguiente que se hacía interminable. Y así más de lo mismo día tras día hasta que concluían la siega. Cuando segaban con la guadaña, el trabajo era más llevadero y rápido. La guadaña iba provista de un rastrillo que hacía que la mies cayera ordenadamente sobre el mismo lado. Luego, otra persona la apañaba y la colocaba en grandes “morenas” repartidas por la tierra. La guadaña se picaba sobre un pequeño yunque metálico con un martillo especial para aguzar su corte. Había que tener maña para manejar la guadaña manteniéndola a pulso a cierta distancia del suelo para evitar las piedras y al mismo tiempo que no quedara el rastrojo muy alto. Más tarde llegó la modernización y con ella la máquina segadora. Eso era otra cosa. Fue la revolución. El segador iba sentado sobre la máquina y eran las vacas las encargadas de tirar por ella. La siega se hacía en menos tiempo y el segador no se cansaba. Igualmente había que recoger la mies y colocarla en morenas formando una especie de abanico con la espiga hacia dentro. Cuando ya por fin llegó la cosechadora, la figura del segador desapareció y con ella las penurias del segador a mano. En un rato estaba la cosecha recogida y el trigo limpio de polvo y paja a buen recaudo, dentro de la “quilma” y bien atado. Desde aquí mi reconocimiento a los sufridos segadores de antaño. €1000io
Antaño, cuando no existían las máquinas segadoras ni cosechadoras, había que recolectar la cosecha de trigo, cebada, avena y centeno a mano. Primero segaron con la hoz, después lo hicieron con la guadaña, luego llegaron las máquinas segadoras tiradas por caballerías y con la modernidad llegaron por fin las máquinas cosechadoras. Cuando segaban con hoz, se colocaban unos “dediles” de cuero a modo de guante para proteger los dedos de los cardos y de los cortes. Penosa labor la del segador a hoz, inclinado todo el día sobre su cuerpo segando de sol a sol. Con una mano apuñaba la mies y con la otra mano la cortaba haciendo pequeñas gavillas. Era típico ver a los segadores hoz en mano con sus grandes sombreros de paja para protegerse del sol abrasador, repartidos en cuadrillas por las laderas de las tierras. Las mujeres se protegían del sol además de con sombreros de ala ancha colocándose de bajo el típico pañuelo a la cabeza y el “rodao” al cuerpo. Para hacer más llevadera la jornada, llevaban la “barrila” llena de agua y la garrafa llena de vino, envueltos en un trapo mojado para evitar que se calentaran. A media mañana se comía un cacho de pan, tortilla, chorizo y jamón. Al mediodía les llevaban a la tierra la comida caliente de la casa dentro de las alforjas con la burra. Antes no existía la concentración y las tierras distaban unas de otras, por lo que tenían que calcular en qué tierra iban a comer. Buscaban la sombra de los chopos u otros matorrales que en algunas zonas escaseaban y allí degustaban el cocido traído a es proceso soportando las molestas moscas y avispas además de algún tábano que también se querían sumar a la comida atraídos por el olfato. Luego descansaban en una especie de siesta aletargada y corta antes de iniciar de nuevo la tarea de la siega. Es que a esas horas caía un sol de justicia. Al anochecer regresaban a casa exhaustos para descansar y preparar la jornada siguiente que se hacía interminable. Y así más de lo mismo día tras día hasta que concluían la siega. Cuando segaban con la guadaña, el trabajo era más llevadero y rápido. La guadaña iba provista de un rastrillo que hacía que la mies cayera ordenadamente sobre el mismo lado. Luego, otra persona la apañaba y la colocaba en grandes “morenas” repartidas por la tierra. La guadaña se picaba sobre un pequeño yunque metálico con un martillo especial para aguzar su corte. Había que tener maña para manejar la guadaña manteniéndola a pulso a cierta distancia del suelo para evitar las piedras y al mismo tiempo que no quedara el rastrojo muy alto. Más tarde llegó la modernización y con ella la máquina segadora. Eso era otra cosa. Fue la revolución. El segador iba sentado sobre la máquina y eran las vacas las encargadas de tirar por ella. La siega se hacía en menos tiempo y el segador no se cansaba. Igualmente había que recoger la mies y colocarla en morenas formando una especie de abanico con la espiga hacia dentro. Cuando ya por fin llegó la cosechadora, la figura del segador desapareció y con ella las penurias del segador a mano. En un rato estaba la cosecha recogida y el trigo limpio de polvo y paja a buen recaudo, dentro de la “quilma” y bien atado. Desde aquí mi reconocimiento a los sufridos segadores de antaño. €1000io