ACTOS REFLEJOS
Hubo una vez en Q un hombre que viniendo de acarrear se le atolló el carro. Creo que era un gran conductor pero por un despiste del hijo, por haber llovido recientemente o por su mala suerte una de las ruedas se hundió en el fango. Mandó al hijo que por delante tirase de la cabezada y los ramales, cuando se lo indicase, mientras que él por detrás arrearía con la tralla. Confiado en su experiencia se dispuso a cantar a las caballerías lo que tan bien se sabía y con tanto ahínco siempre les había inculcado. Ya con la tralla en el aire tuvo que quedarse con la frase en la boca, pues vio venir por el camino muy cerquita al Sr. Cura, así que sólo acertó a decir muy tímido y entrecortado:
- ¡Macho, arre! ¡Arre, arre, mula!
Al llegar el párroco, el labrador siguió con las mismas o muy similares palabras. No había modo de salir de allí y era un gran problema, había riesgo de volcar. Así estuvieron un buen rato hasta que el sacerdote, que conocía muy bien el percal, por iniciativa propia lo autorizó a hacer y decir cuanto fuera preciso. No bien oyó y entendió el campesino el permiso del Sr Cura, cuando echando mano a la tralla de nuevo, la alzó y la batió enérgicamente sobre el lomo de la mula -silbaba en el aire- al tiempo que soltó rabioso:
- ¡Me c....., mula! ¡Me c....., macho! -lo dijo con gran furia, llevaba un rato conteniéndose y se le hizo eterno.
Las caballerías arrancaron, ¡huy!, como si tuvieran muelles de acero en las patas. Tan íntimamente tenían asociados palo y taco los animales que en seguida salieron del atolladero.
Esto era tan común que a menudo los amos no pegaban a las caballerías, bastaba con que soltasen el taco y ya se ponían a trotar. Había algunos que cantaban una retahíla y, acostumbradas a ella los animales, funcionaba casi lo mismo que el taco.
Cuando fui a la ciudad observé sorprendido esto mismo en la escuela. Los maestros repartían leña a diario y a destajo, casi todos. Unos con una regla en la mano, otro con una goma de butano y D. Justo con el compás del encerado. (Y lo de D. Zacarías era un juego de niños... Se salvaba D Marcial Ramírez -natural de Morales de Rey, tenía algún amigo de Quiruelas-, era más humano. Estiraba por detrás a veces de las patillas o del pelo de la nuca. Pequeño y delgado, con la mano muy pesada cuando quería -raras veces-, de mozo había trabajado en el campo) Esto hasta los 13 años. Yo probé varias veces el compás. Al día siguiente la mano te seguía doliendo, notabas el hormigueo al cerrar los dedos, algún hueso dolorido. Pero había profesionales que recibían leña todos los días. D Justo cogía una mano del chico con su izquierda, con la derecha le arreaba con el compás el estacazo y mientras le decía: "usted va a estudiar Matemáticas, ¡soidiota!", automáticamente la mano esa del niño iba a su axila. Luego le daba el estacazo en la otra diciéndole: "y también va a estudiar Ciencias", y la llevaba de inmedito a la otra axila. Algunos eran tan expertos y avezados en esto que con sólo oír la palabra "compás", sin darse ni cuenta se llevaban la mano al sobaco, aunque esa vez no fuese con ellos o se tratase sólo de dibujar una circunferencia en la pizarra.
Hubo una vez en Q un hombre que viniendo de acarrear se le atolló el carro. Creo que era un gran conductor pero por un despiste del hijo, por haber llovido recientemente o por su mala suerte una de las ruedas se hundió en el fango. Mandó al hijo que por delante tirase de la cabezada y los ramales, cuando se lo indicase, mientras que él por detrás arrearía con la tralla. Confiado en su experiencia se dispuso a cantar a las caballerías lo que tan bien se sabía y con tanto ahínco siempre les había inculcado. Ya con la tralla en el aire tuvo que quedarse con la frase en la boca, pues vio venir por el camino muy cerquita al Sr. Cura, así que sólo acertó a decir muy tímido y entrecortado:
- ¡Macho, arre! ¡Arre, arre, mula!
Al llegar el párroco, el labrador siguió con las mismas o muy similares palabras. No había modo de salir de allí y era un gran problema, había riesgo de volcar. Así estuvieron un buen rato hasta que el sacerdote, que conocía muy bien el percal, por iniciativa propia lo autorizó a hacer y decir cuanto fuera preciso. No bien oyó y entendió el campesino el permiso del Sr Cura, cuando echando mano a la tralla de nuevo, la alzó y la batió enérgicamente sobre el lomo de la mula -silbaba en el aire- al tiempo que soltó rabioso:
- ¡Me c....., mula! ¡Me c....., macho! -lo dijo con gran furia, llevaba un rato conteniéndose y se le hizo eterno.
Las caballerías arrancaron, ¡huy!, como si tuvieran muelles de acero en las patas. Tan íntimamente tenían asociados palo y taco los animales que en seguida salieron del atolladero.
Esto era tan común que a menudo los amos no pegaban a las caballerías, bastaba con que soltasen el taco y ya se ponían a trotar. Había algunos que cantaban una retahíla y, acostumbradas a ella los animales, funcionaba casi lo mismo que el taco.
Cuando fui a la ciudad observé sorprendido esto mismo en la escuela. Los maestros repartían leña a diario y a destajo, casi todos. Unos con una regla en la mano, otro con una goma de butano y D. Justo con el compás del encerado. (Y lo de D. Zacarías era un juego de niños... Se salvaba D Marcial Ramírez -natural de Morales de Rey, tenía algún amigo de Quiruelas-, era más humano. Estiraba por detrás a veces de las patillas o del pelo de la nuca. Pequeño y delgado, con la mano muy pesada cuando quería -raras veces-, de mozo había trabajado en el campo) Esto hasta los 13 años. Yo probé varias veces el compás. Al día siguiente la mano te seguía doliendo, notabas el hormigueo al cerrar los dedos, algún hueso dolorido. Pero había profesionales que recibían leña todos los días. D Justo cogía una mano del chico con su izquierda, con la derecha le arreaba con el compás el estacazo y mientras le decía: "usted va a estudiar Matemáticas, ¡soidiota!", automáticamente la mano esa del niño iba a su axila. Luego le daba el estacazo en la otra diciéndole: "y también va a estudiar Ciencias", y la llevaba de inmedito a la otra axila. Algunos eran tan expertos y avezados en esto que con sólo oír la palabra "compás", sin darse ni cuenta se llevaban la mano al sobaco, aunque esa vez no fuese con ellos o se tratase sólo de dibujar una circunferencia en la pizarra.