SOLO PARA ELISA “LA MOLINERA”
El otro día...
en la taberna del pueblo, después de haber estado de coloquio con un labriego, se despidió de mí, diciéndome, “Ve con Dios molinero”
Nunca en mi vida me habían llamado así.
Me recordó a mi abuela paterna y todo lo que con ella viví.
Todo lo que a ella le debo siendo su más bonito anhelo.
Y en ese momento nació este poema que de seguro lo leerá desde el cielo.
Eran los años de la posguerra, tiempos de angustia, hambre, trabajo y miserias.
En un pequeño pueblo zamorano, vivía Elisa “La Molinera”. Así la llamaban porque trabajó con su esposo en los molinos que existían por aquellas tierras.
Se casó joven, su marido y sus cuatro hijos varones era su vida entera.
Más, el destino quiso que su compañero pronto se fuera.
Una cruel enfermedad se lo arrebató en los albores de la posguerra, quedando sola con cuatro bocas que alimentar, y pocas manos para labrar la tierra.
Día tras día, lluvias y vientos soportando, laborando sus campos yertos y a Dios clamando para tener una buena cosecha y suerte con los sembrados.
Trabajos de campesino, recogida de las espigas, de las cebadas y de los trigos para luego trillar en las eras aquellas mieses que sería el sustento de personas y animales durante los largos y fríos inviernos.
Y aquella mujer campesina, siempre vestida de luto, de blancos cabellos cubiertos por un negro pañuelo y de rostro enjuto, salió adelante derramando esfuerzos, sudor y sangre.
Se me amontonan de mi niñez sus recuerdos, sentada en su taburete al sol de media tarde, zurciendo calcetines o tejiendo chaquetas de punto que del frío nos resguarde, rezando la letanía del rosario en la iglesia del pueblo, siempre en el mismo reclinatorio de terciopelo rojo raído y barnizado descolorido con chinchetas a los lados.
Su huerto era su vida y en él dejó el sudor, para alimentar a sus cuatro hijos, que eran todo su amor. Siempre luchando por su familia hasta que Dios la llamó ante él demasiado pronto, aún no había llegado a los setenta años.
Y hoy yace en la tumba del viejo cementerio del pueblo al lado de aquel que se fue, cuando sus hijos aun eran muy pequeños, y de seguro que están los dos en el cielo, porque así se lo ganaron con su respeto y su celo.
Y agarrados de la mano nos esperan para cuando llegue el día que nosotros allí con ellos nos encontremos.
.... de un halcón que nunca olvida
El otro día...
en la taberna del pueblo, después de haber estado de coloquio con un labriego, se despidió de mí, diciéndome, “Ve con Dios molinero”
Nunca en mi vida me habían llamado así.
Me recordó a mi abuela paterna y todo lo que con ella viví.
Todo lo que a ella le debo siendo su más bonito anhelo.
Y en ese momento nació este poema que de seguro lo leerá desde el cielo.
Eran los años de la posguerra, tiempos de angustia, hambre, trabajo y miserias.
En un pequeño pueblo zamorano, vivía Elisa “La Molinera”. Así la llamaban porque trabajó con su esposo en los molinos que existían por aquellas tierras.
Se casó joven, su marido y sus cuatro hijos varones era su vida entera.
Más, el destino quiso que su compañero pronto se fuera.
Una cruel enfermedad se lo arrebató en los albores de la posguerra, quedando sola con cuatro bocas que alimentar, y pocas manos para labrar la tierra.
Día tras día, lluvias y vientos soportando, laborando sus campos yertos y a Dios clamando para tener una buena cosecha y suerte con los sembrados.
Trabajos de campesino, recogida de las espigas, de las cebadas y de los trigos para luego trillar en las eras aquellas mieses que sería el sustento de personas y animales durante los largos y fríos inviernos.
Y aquella mujer campesina, siempre vestida de luto, de blancos cabellos cubiertos por un negro pañuelo y de rostro enjuto, salió adelante derramando esfuerzos, sudor y sangre.
Se me amontonan de mi niñez sus recuerdos, sentada en su taburete al sol de media tarde, zurciendo calcetines o tejiendo chaquetas de punto que del frío nos resguarde, rezando la letanía del rosario en la iglesia del pueblo, siempre en el mismo reclinatorio de terciopelo rojo raído y barnizado descolorido con chinchetas a los lados.
Su huerto era su vida y en él dejó el sudor, para alimentar a sus cuatro hijos, que eran todo su amor. Siempre luchando por su familia hasta que Dios la llamó ante él demasiado pronto, aún no había llegado a los setenta años.
Y hoy yace en la tumba del viejo cementerio del pueblo al lado de aquel que se fue, cuando sus hijos aun eran muy pequeños, y de seguro que están los dos en el cielo, porque así se lo ganaron con su respeto y su celo.
Y agarrados de la mano nos esperan para cuando llegue el día que nosotros allí con ellos nos encontremos.
.... de un halcón que nunca olvida