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SAN MIGUEL DE LA RIBERA: ¿y qué había sido de Julián? Cuando abandonó como un...

¿y qué había sido de Julián? Cuando abandonó como un loco el castillo juro no volver. Tendría que matar a aquella mujer hasta entonces tan buena, y que le habia hecho tan feliz con su amor.
Huiré otra vez, decía: La Providencia quiere que mi destino sea la sangre, y que esté en mis manos la vida de los seres más queridos: No, no, que vivan y que sea yo el único que arrastre una vida tan parecida a la muerte.
Pero los celos pudieron más que su resolución. ¿Dejaría así para otro una mujer que Dios le había dado para él? ¿Dejaría sin castigo tal felonía?
Llegó. Entró sin que nadie le viera por aquella puerta falsa que él sólo conocía. Cautelosamente, como un ladron, se acercó a su lecho conyugal. Se oía distintamente la respiración tranquila de dos personas que dormian. Extendió el brazo y tocó. Sí, eran dos cabezas las que se apoyaban en aquella almohada. Eran los dos culpables que se habían aprovechado de su ausencia. Un arrebato de locura le cegó. Con mano trémula sacó su daga, y se la clavó a sus padres en medio del corazón.
¡La profecía del ciervo se había cumplido!
Salió desalentado del castillo, corrió calle abajo en dirección al mar, y al dar una vuelta se encontró cara a cara con Basilisa que volvía de la Iglesia.
Julian la miró despavorido abriendo los ojos y crispando las manos.
¿de donde vienes? gritó.
De la iglesia, dijo ella dulcemente; de dar gracias a Dios por la llegada de tus padres.
¡Mis padres! ¡Mis padres! clamó loco Julian, y cayó como un tronco cortado sobre el pavimento de la calle.
Ocho días estuvo Julian luchando entre la vida y la muerte.
Presa de un delirio febril trataba a veces de levantarse para lavarse las manos, que decia tenia manchadas con la sangre de sus padres. Otras veces llamaba a grandes voces a Basilisa, y le pedía perdón por haber dudado de la más buena y
más santa de las mujeres.
Basilisa no se apartaba de su lado y le consolaba con cristianas y dulcísimas palabras.
Al fin reaccionó la naturaleza joven del enfermo, y pudo pasear por los jardines del castillo. Sentía un remordimiento terrible por lo hecho, y un amor inmenso a aquella mujer a la que él había hecho desgraciada. Por eso pensó que la más dolora penitencia era separarse de ella, y llorar toda su vida en la soledad su crimen.
Un día en que ambos se sentaban a la sombra amiga de un árbol, Basilisa le dijo:
¿Pero has podido pensar, esposo mío, que voy a separarme de tí, ahora que me necesitas más que nunca? ¿Que concepto tienes de mi felicidad y de mi amor? Marcha, pero iré contigo, y juntos serviremos a Dios que te ve más desgraciado que culpable. En cuanto Julian se restableció del todo, vendieron todo lo que tenian y repartieron casi todo a criados y pobres, y con su bordón de peregrino en la mano emprendieron la marcha.
El corazón, otra vez guia, les dirigió a España, y entrando por tierras zamoranas llegaron a las riberas del Esla. Siguieron su curso, se internaron entre aquellos derrumbaderos y al fin dieron con una Cueva, no lejos de la calzada romana, que atravesando aquellas tierras iba a perderse en los valles exhuberantes de Galicia.