LA VIRGEN DORMIDA:
Tarde de invierno en Castilla. Nubes cárdenas atropellandose sin piedad en un cielo de plomo. Chubascos, ráfagas de agua helada que bordan, al caer sobre el páramo frío y reseco, un tapiz de diamantes de espuma. Tiritando de frio se despierta la noche.
Por el camino lodoso, que se aparta con miedo del río, camina perezosa una gran carreta entoldada tirada por dos robustas mulas valencianas. Dentro de ella cinco monjas de hábito franciscano se arrebujan temblando en sus mantos de sarga y luchan contra el viento que convierten sus velos en banderas.
Una de ellas, muy joven, fija en la noche sus ojos negros como ella, y rompe el silencio, diciendo con voz dulcisima:
Que bien lo hace el amigo.
Eso lo decia siempre su abuelo, querida Sor Ana, comento la mas vieja. Pero el P. Franciscano era un santo, y yo no lo soy temo morir en esta noche terrible.
Sor Ana sonrió
Tarde de invierno en Castilla. Nubes cárdenas atropellandose sin piedad en un cielo de plomo. Chubascos, ráfagas de agua helada que bordan, al caer sobre el páramo frío y reseco, un tapiz de diamantes de espuma. Tiritando de frio se despierta la noche.
Por el camino lodoso, que se aparta con miedo del río, camina perezosa una gran carreta entoldada tirada por dos robustas mulas valencianas. Dentro de ella cinco monjas de hábito franciscano se arrebujan temblando en sus mantos de sarga y luchan contra el viento que convierten sus velos en banderas.
Una de ellas, muy joven, fija en la noche sus ojos negros como ella, y rompe el silencio, diciendo con voz dulcisima:
Que bien lo hace el amigo.
Eso lo decia siempre su abuelo, querida Sor Ana, comento la mas vieja. Pero el P. Franciscano era un santo, y yo no lo soy temo morir en esta noche terrible.
Sor Ana sonrió