La virgen dormida:
Diciendo esto, estrechó contra su corazón Sor Ines que temblaba en sus brazos, como un pajarito empapado por la tempestad, en las manos calientes de un niño.
De pronto, el hombre que guiaba las mulas, y que miraba a las monjas con ojos de cariño y de asombro advirtió:
Madres, la lluvia no cesa y el río va teniendo ganas de comerse el camino. Agarrense bien, que voy arrear un poco el ganado antes de que nos quedemos sin paso.
Se enrosco el látigo y silbó en el aire como una serpiente emboscada. Las mulas emprendieron un galope loco, arrastrando la carreta donde las monjas iban unas contra otras, como trigo en cedazo, en aquella noche infernal. Un rayo de luna alumbró el camino que la lluvia habia convertido en espejo. Los animales detuvieron el paso, cuando el frío del agua, subiendo hasta sus corvas cansadas, les aviso el peligro.
El Mayoral dijo:
Lo que yo temía, Madres. El río se ha comido el camino, vamos a coger este sendero, y a ver si por el convento de las Dueñas podemos coger el puente en Cabañales.
Otra vez el latigo acompañado de algunas interjecciones inocentes. Las mulas tiraron por la izquierda, y la carreta, dando tumbos, llegó al barrio dominico donde se detuvo un momento.
Un hombre salió de una tienda oscura, baja la cabeza por la lluvia, miró a la carreta, y al divisar a las monjas, las saludó con respeto diciendo:
¿A dónde van, Madres, con esta tormenta y esta inundación?
A nuestro convento nuevo de Zamora vamos, respondió suavemente Sor Ana. ¿No es éste el puente que nos conducirá a la ciudad?
Bueno está el puente y bueno está el río, advirtió el buen hombre. El Señor Corregidor ha dado orden de que no pase nadie, pues las aguas están llegando a la baranda.
No hay otro remedio que irse derecho a los Padres Jerónimos, y pedirle hospitalidad en la Hospedería de mujeres.
¿Ve usted, añadió dirigiendose al mayoral, aquel edificio tan grande en aquel montículo? Allí es.
Diciendo esto, estrechó contra su corazón Sor Ines que temblaba en sus brazos, como un pajarito empapado por la tempestad, en las manos calientes de un niño.
De pronto, el hombre que guiaba las mulas, y que miraba a las monjas con ojos de cariño y de asombro advirtió:
Madres, la lluvia no cesa y el río va teniendo ganas de comerse el camino. Agarrense bien, que voy arrear un poco el ganado antes de que nos quedemos sin paso.
Se enrosco el látigo y silbó en el aire como una serpiente emboscada. Las mulas emprendieron un galope loco, arrastrando la carreta donde las monjas iban unas contra otras, como trigo en cedazo, en aquella noche infernal. Un rayo de luna alumbró el camino que la lluvia habia convertido en espejo. Los animales detuvieron el paso, cuando el frío del agua, subiendo hasta sus corvas cansadas, les aviso el peligro.
El Mayoral dijo:
Lo que yo temía, Madres. El río se ha comido el camino, vamos a coger este sendero, y a ver si por el convento de las Dueñas podemos coger el puente en Cabañales.
Otra vez el latigo acompañado de algunas interjecciones inocentes. Las mulas tiraron por la izquierda, y la carreta, dando tumbos, llegó al barrio dominico donde se detuvo un momento.
Un hombre salió de una tienda oscura, baja la cabeza por la lluvia, miró a la carreta, y al divisar a las monjas, las saludó con respeto diciendo:
¿A dónde van, Madres, con esta tormenta y esta inundación?
A nuestro convento nuevo de Zamora vamos, respondió suavemente Sor Ana. ¿No es éste el puente que nos conducirá a la ciudad?
Bueno está el puente y bueno está el río, advirtió el buen hombre. El Señor Corregidor ha dado orden de que no pase nadie, pues las aguas están llegando a la baranda.
No hay otro remedio que irse derecho a los Padres Jerónimos, y pedirle hospitalidad en la Hospedería de mujeres.
¿Ve usted, añadió dirigiendose al mayoral, aquel edificio tan grande en aquel montículo? Allí es.