Las sinrazones de Andrés, Enrique y Matías
Publicado: 10/01/2013
Andrés se vino de Barcelona donde trabajaba entre humo y ruido. Regresó a su pueblo, perdido en el corazón agrio de Zamora. La tierra tira y lo hace tanto a veces que arrastra. Andrés volvió con toda la familia y montó un cebonero de cerdos para lo que tuvo que empeñarse hasta las quijadas. Hace ya casi una veintena de años.
Enrique es joven. Se marchó a estudiar. Acabó una ingeniería ligada al campo y volvió a su lugar de origen a ejercerla. Gestiona una explotación de vacuno de leche. Lo hizo pensando que iba a ser su trabajo para toda la vida e invirtió sin pena. Se hipoteco él y su familia: su padre, su hermano y hasta el abuelo. La granja todavía huele a limpia, tiene poco más de diez años.
Matías no tiene raíces campesinas. Sus ancestros, hasta lo que él tiene referencias, siempre vivieron en Madrid. Lo de venirse a un pueblecito de Zamora fue casi una casualidad, una búsqueda de la Arcadia feliz de Cervantes. Salió de la gran ciudad buscando un sitio donde encontrarse. Con los ahorros de casi veinte años de trabajo compró 200 ovejas y las estabuló en una nave, inversión que le obligó a pedir varios préstamos. En el proyecto, claro, implicó también a su compañera, que también vendió su futuro a los bancos.
Andrés, Enrique y Matías no se conocen, pero tienen varias cosas en común. A los tres, y por distintos motivos, les gusta el campo, vivir pegados a la tierra, como han hecho miles de generaciones de hombres y mujeres. También producir alimentos, dar sustento a sus semejantes, llevar el placer a las mesas. Trabajar y ver el fruto del esfuerzo. Pero, sobre todo, por lo que más se igualan ahora es porque los tres están en el saco de los desilusionados, aquellos que airearon todas sus esperanzas en proyectos de futuro y han visto como se han ido marchitando. Los tres están en la ruina, producen por debajo de costes y lo que hacen es alimentar las deudas con la caja que, por cierto, ya se niega a seguir echándoles una mano.
¿Qué ha ocurrido -se preguntan los tres muchas veces- para que el tarro de las ilusiones se haya vaciado en pocos años? Los precios -muy altos- de los piensos, los costes enormes de las naves -construyeron cuando las edificaciones estaban a coste de oro-, la endeblez de un sistema que los desprecia, donde sus precios de referencia los fijan los que compran.
Falta sentido común, equilibrio en la cadena alimentaria. No se puede despreciar a quien produce, dándole todo el poder al que compra a lo bestia. Ahora está sobre la mesa un anteproyecto de ley del Gobierno para mejorar el funcionamiento del sistema, que pretende acabar con el desfase entre lo que percibe el agricultor y lo que paga el consumidor en el punto de venta. Hasta un 500%, en algunos casos, según ha denunciado el Observatorio de Precios, una vergüenza en una sociedad que se llama de derecho. Difícil lo tiene la propuesta del Gobierno cuando lo que está por medio es un muro infinito de intereses.
Andrés, Enrique y Matías se han hecho especialistas en esperar. ¿Qué? Quién lo sabe. En el campo nada es lo que parece.
Publicado: 10/01/2013
Andrés se vino de Barcelona donde trabajaba entre humo y ruido. Regresó a su pueblo, perdido en el corazón agrio de Zamora. La tierra tira y lo hace tanto a veces que arrastra. Andrés volvió con toda la familia y montó un cebonero de cerdos para lo que tuvo que empeñarse hasta las quijadas. Hace ya casi una veintena de años.
Enrique es joven. Se marchó a estudiar. Acabó una ingeniería ligada al campo y volvió a su lugar de origen a ejercerla. Gestiona una explotación de vacuno de leche. Lo hizo pensando que iba a ser su trabajo para toda la vida e invirtió sin pena. Se hipoteco él y su familia: su padre, su hermano y hasta el abuelo. La granja todavía huele a limpia, tiene poco más de diez años.
Matías no tiene raíces campesinas. Sus ancestros, hasta lo que él tiene referencias, siempre vivieron en Madrid. Lo de venirse a un pueblecito de Zamora fue casi una casualidad, una búsqueda de la Arcadia feliz de Cervantes. Salió de la gran ciudad buscando un sitio donde encontrarse. Con los ahorros de casi veinte años de trabajo compró 200 ovejas y las estabuló en una nave, inversión que le obligó a pedir varios préstamos. En el proyecto, claro, implicó también a su compañera, que también vendió su futuro a los bancos.
Andrés, Enrique y Matías no se conocen, pero tienen varias cosas en común. A los tres, y por distintos motivos, les gusta el campo, vivir pegados a la tierra, como han hecho miles de generaciones de hombres y mujeres. También producir alimentos, dar sustento a sus semejantes, llevar el placer a las mesas. Trabajar y ver el fruto del esfuerzo. Pero, sobre todo, por lo que más se igualan ahora es porque los tres están en el saco de los desilusionados, aquellos que airearon todas sus esperanzas en proyectos de futuro y han visto como se han ido marchitando. Los tres están en la ruina, producen por debajo de costes y lo que hacen es alimentar las deudas con la caja que, por cierto, ya se niega a seguir echándoles una mano.
¿Qué ha ocurrido -se preguntan los tres muchas veces- para que el tarro de las ilusiones se haya vaciado en pocos años? Los precios -muy altos- de los piensos, los costes enormes de las naves -construyeron cuando las edificaciones estaban a coste de oro-, la endeblez de un sistema que los desprecia, donde sus precios de referencia los fijan los que compran.
Falta sentido común, equilibrio en la cadena alimentaria. No se puede despreciar a quien produce, dándole todo el poder al que compra a lo bestia. Ahora está sobre la mesa un anteproyecto de ley del Gobierno para mejorar el funcionamiento del sistema, que pretende acabar con el desfase entre lo que percibe el agricultor y lo que paga el consumidor en el punto de venta. Hasta un 500%, en algunos casos, según ha denunciado el Observatorio de Precios, una vergüenza en una sociedad que se llama de derecho. Difícil lo tiene la propuesta del Gobierno cuando lo que está por medio es un muro infinito de intereses.
Andrés, Enrique y Matías se han hecho especialistas en esperar. ¿Qué? Quién lo sabe. En el campo nada es lo que parece.