«Ya podemos cuidar la tumba de mi abuelo»
El Ayuntamiento de El Piñero reconoce a la nieta de una víctima de la Guerra Civil el derecho a «señalizar y mantener» la sepultura donde fue enterrado en 1936
13.12.2013 | 12:41
Edificio del Ayuntamiento de El Piñero en el año 1936, donde estaba el calabozo.
Edificio del Ayuntamiento de El Piñero en el año 1936, donde estaba el calabozo. Foto cedida por Manuel González
Fotos de la noticia
IRENE GÓMEZ «Estoy muy contenta, esto me ha dado mucha tranquilidad. Pero solo me queda una cosa...». Y calla, con las lágrimas a la puerta, hecha un monojo de nervios; «tú lo sabes Manuel?». Y se dirige a quien ha sido su aliado principal en esta lucha personal, esta «obsesión» que no le dejaba vivir. ¿Qué?, diga lo que quiera. «Que pongan que fueron inocentes». María Candelas Toribio San Gabriel, todo temperamento, de repente se desarma. Es hablar de su abuelo Urbano, es recordar la pena con la que se fue su padre, Constante, y la energía de esta mujer se torna pura debilidad. Han pasado 77 años desde que una violenta represión acabara con la vida de once hombres en El Piñero y pareciera que no hubiera corrido el tiempo para el corazón todavía dolorido de María Candelas.
Pero el día 19 de noviembre pasado la nieta mayor de Urbano Toribio ganaba su personal batalla por la dignidad de su familia. El Ayuntamiento de El Piñero, con el apoyo unánime de toda la Corporación, aceptaba su petición para proceder a la «señalización, cuidado y mantenimiento» de la sepultura donde se encuentra enterrado su abuelo, en el cementerio del pueblo.
Un montoncillo de arena junto a la placa número 90 y unas flores encima, son por el momento las únicas señas de identidad de esta tumba que ha permanecido sin nombre durante casi ocho décadas; desde que el 20 de septiembre de 1936 el cuerpo de Urbano Toribio fuera depositado en una fosa junto al de Pedro Hernández Álvarez. Eran dos de los diez agricultores y jornaleros fusilados ese día como consecuencia de la represión desencadenada en El Piñero por el asesinato del joven falangista Pedro García Olivares.
María Candelas Toribio tenía una cuenta pendiente que el Ayuntamiento de su pueblo, por acuerdo plenario de todos los concejales, le ha permitido saldar. «Les agradezco mucho el gesto que han tenido y que nos hayan permitido cuidar la tumba de mi abuelo» reconoce.
Porque desde que siendo una niña, al calor de lumbre, escuchara en casa «muchas cosas» mientras los mayores pensaba que jugaba, esta mujer no ha parado hasta ver reparada esta íntima deuda con los suyos. Contactó con la Asociación para la Defensa de la Memoria Histórica, preguntó, indagó, le contaron cosas. Y hasta puso flores en el cementerio en sitios donde le decían que podría estar su abuelo. Pero ha sido el documento conseguido por Manuel González, estudioso de la Guerra Civil y vecino de El Piñero, el que ha desvelado las claves con el punto exacto del cementerio donde fue enterrado Urbano Toribio. «Me ha ayudado un montón» reconoce ella.
Porque el documento depositado en el Archivo del Ministerio de Defensa de La Coruña, con el sello del Tribunal Militar Territorial, es justamente la diligencia firmada por el Juez de Paz de El Piñero, Mariano Cruz, sobre el enterramiento de cinco vecinos fusilados el 20 de septiembre de 1936. «... Una vez en él (cementerio), se procedió a dar sepultura a los cadáveres de don Urbano Toribio Calvo y de don Pedro Hernández Álvarez, los que lo fueron en una misma sepultura que ocupa el número uno de la fila séptima, hallándose a veintitrés metros noventa centímetros de la pared de la parte Este, un metro de la parte Sur, veinte metros y veinte centímetros de la del Oeste y diez metros setenta centímetros de la del Norte?».
Tan detallada y meticulosa descripción no albergaba dudas sobre el lugar donde se depositó el cuerpo del jornalero. «Ahora ya podremos poner una identificación. Porque no era un perro, era una persona; era un inocente y lo mataron -se desahoga María Candelas-. Eso es lo que no entiendo». ¿Por qué lo mataron? «Qué sé yo, no pensaría como los otros; era un obrero de sindicatos del campo, estaba afiliado». Ese fue su delito y su tumba.
Urbano dejó cuatro hijos, entre 7 y 21 años, entre ellos Constante, su padre, que con 18 fue llamado a filas para combatir en la Guerra Civil. «El pobre lo pasó muy mal» cuenta ella otra vez entre lágrimas. Por eso «me eché el mundo por montera y, mira, lo he conseguido. No te puedes hacer una idea de la satisfacción que tengo, saber que he cumplido esta meta que me había marcado. Yo creo que mi padre y mis tíos, allá donde estén me lo agradecerán».
Una vez obtenida la autorización municipal deberán ponerse de acuerdo con la familia del otro hombre enterrado para identificar la sepultura. Y después, todos los nietos de Urbano, definir si compran la sepultura, de acuerdo con las condiciones del Ayuntamiento, o se mantiene como un bien de dominio público, afectado a un servicio público.
«Fueron hombres inocentes» insiste la nieta de uno de aquellos diez vecinos a los que segaron la vida en aquellos primeros meses de la Guerra Civil. Según los hechos investigados por Manuel González Hernández, el joven Pedro García Olivares se habría enterado y opuesto a la trama urdida por el sargento Gregorio Martín Mariscal que consistía en «liquidar» a dos falangistas del pueblo para poder fusilar a 22 vecinos identificados en una lista. El joven se negó y lo pagó con su vida. Fue asesinado de un disparo en la cabeza «junto al Ayuntamiento en los primeros minutos del comienzo del 20 de septiembre de 1936».
Como consecuencia de ese crimen se desató una venganza para «castigar» a los sospechosos, «con el resultado de diez muertos en un espacio de diecinueve horas del mismo día 20», explica Manuel González.
Cuatro de ellos fueron Ventura Hernández García, jornalero de 33 años; Miguel Rojo Morán, agricultor y herrero de 32; Modesto Herrero Rodríguez, agricultor de 31 años; y Jerónimo Casaseca Martín, agricultor de 30. Después de ser torturados, de acuerdo con los documentos estudiados por Manuel González, «fueron llevados hasta el kilómetro 10 de la carretera de Bermillo, siendo abatidos cada uno de ellos con un tiro de pistola en la cabeza, en un lugar llamado El Barranco, en el término de Tardobispo». Los verdugos, al mando de Martín Mariscal -conocido como sargento veneno y autor material de la muerte de Amparo Barayón, la mujer del escritor Ramón J. Sender-, abandonaron los cuerpos de los cuatro jóvenes que, a los tres días, serían enterrados juntos y sin identificar, en el cementerio de Tardobispo.
Otros cinco detenidos fueron José Casaseca Moralejo (padre de Jerónimo) y agricultor de 57 años; Alfonso Pérez Hernández, agricultor de 29; Máximo Álvarez García, agricultor de 51; Pedro Hernández Álvarez, jornalero de 37; y Urbano Toribio Calvo, jornalero de 48 años. También torturados como los anteriores, fueron ejecutados por falangistas al mando de Martín Mariscal, «a la 19 horas» de aquel fatídico día 20 de septiembre «en el pago de El Verdugal», aproximadamente a un kilómetro de El Piñero, al lado de la carretera de Fuentesaúco. A continuación serían enterrados en dos fosas en el cementerio de El Piñero, como detalla la mencionada diligencia del minucioso Juez de Paz Mariano Cruz.
Y el último de los detenidos ese fatídico septiembre fue Gregorio Rodríguez García (agricultor de 39 años), quien sería «torturado hasta su muerte» en el calabozo del Ayuntamiento de El Piñero, donde murió el día 25 del año 1936.
77 años de que ocurrieran estos hechos, numerosos documentos localizados y estudiados por Manuel González en diferentes archivos «demuestran que todos ellos eran inocentes» ratifica el investigador.
Y el Ayuntamiento de El Piñero, presidido por el popular José Luis Riego, ha atendido la petición de una ciudadana que a partir de ahora podrá colocar flores a la tumba de su abuelo sabiendo que, esta vez sí, lo hará en el lugar exacto.
El Ayuntamiento de El Piñero reconoce a la nieta de una víctima de la Guerra Civil el derecho a «señalizar y mantener» la sepultura donde fue enterrado en 1936
13.12.2013 | 12:41
Edificio del Ayuntamiento de El Piñero en el año 1936, donde estaba el calabozo.
Edificio del Ayuntamiento de El Piñero en el año 1936, donde estaba el calabozo. Foto cedida por Manuel González
Fotos de la noticia
IRENE GÓMEZ «Estoy muy contenta, esto me ha dado mucha tranquilidad. Pero solo me queda una cosa...». Y calla, con las lágrimas a la puerta, hecha un monojo de nervios; «tú lo sabes Manuel?». Y se dirige a quien ha sido su aliado principal en esta lucha personal, esta «obsesión» que no le dejaba vivir. ¿Qué?, diga lo que quiera. «Que pongan que fueron inocentes». María Candelas Toribio San Gabriel, todo temperamento, de repente se desarma. Es hablar de su abuelo Urbano, es recordar la pena con la que se fue su padre, Constante, y la energía de esta mujer se torna pura debilidad. Han pasado 77 años desde que una violenta represión acabara con la vida de once hombres en El Piñero y pareciera que no hubiera corrido el tiempo para el corazón todavía dolorido de María Candelas.
Pero el día 19 de noviembre pasado la nieta mayor de Urbano Toribio ganaba su personal batalla por la dignidad de su familia. El Ayuntamiento de El Piñero, con el apoyo unánime de toda la Corporación, aceptaba su petición para proceder a la «señalización, cuidado y mantenimiento» de la sepultura donde se encuentra enterrado su abuelo, en el cementerio del pueblo.
Un montoncillo de arena junto a la placa número 90 y unas flores encima, son por el momento las únicas señas de identidad de esta tumba que ha permanecido sin nombre durante casi ocho décadas; desde que el 20 de septiembre de 1936 el cuerpo de Urbano Toribio fuera depositado en una fosa junto al de Pedro Hernández Álvarez. Eran dos de los diez agricultores y jornaleros fusilados ese día como consecuencia de la represión desencadenada en El Piñero por el asesinato del joven falangista Pedro García Olivares.
María Candelas Toribio tenía una cuenta pendiente que el Ayuntamiento de su pueblo, por acuerdo plenario de todos los concejales, le ha permitido saldar. «Les agradezco mucho el gesto que han tenido y que nos hayan permitido cuidar la tumba de mi abuelo» reconoce.
Porque desde que siendo una niña, al calor de lumbre, escuchara en casa «muchas cosas» mientras los mayores pensaba que jugaba, esta mujer no ha parado hasta ver reparada esta íntima deuda con los suyos. Contactó con la Asociación para la Defensa de la Memoria Histórica, preguntó, indagó, le contaron cosas. Y hasta puso flores en el cementerio en sitios donde le decían que podría estar su abuelo. Pero ha sido el documento conseguido por Manuel González, estudioso de la Guerra Civil y vecino de El Piñero, el que ha desvelado las claves con el punto exacto del cementerio donde fue enterrado Urbano Toribio. «Me ha ayudado un montón» reconoce ella.
Porque el documento depositado en el Archivo del Ministerio de Defensa de La Coruña, con el sello del Tribunal Militar Territorial, es justamente la diligencia firmada por el Juez de Paz de El Piñero, Mariano Cruz, sobre el enterramiento de cinco vecinos fusilados el 20 de septiembre de 1936. «... Una vez en él (cementerio), se procedió a dar sepultura a los cadáveres de don Urbano Toribio Calvo y de don Pedro Hernández Álvarez, los que lo fueron en una misma sepultura que ocupa el número uno de la fila séptima, hallándose a veintitrés metros noventa centímetros de la pared de la parte Este, un metro de la parte Sur, veinte metros y veinte centímetros de la del Oeste y diez metros setenta centímetros de la del Norte?».
Tan detallada y meticulosa descripción no albergaba dudas sobre el lugar donde se depositó el cuerpo del jornalero. «Ahora ya podremos poner una identificación. Porque no era un perro, era una persona; era un inocente y lo mataron -se desahoga María Candelas-. Eso es lo que no entiendo». ¿Por qué lo mataron? «Qué sé yo, no pensaría como los otros; era un obrero de sindicatos del campo, estaba afiliado». Ese fue su delito y su tumba.
Urbano dejó cuatro hijos, entre 7 y 21 años, entre ellos Constante, su padre, que con 18 fue llamado a filas para combatir en la Guerra Civil. «El pobre lo pasó muy mal» cuenta ella otra vez entre lágrimas. Por eso «me eché el mundo por montera y, mira, lo he conseguido. No te puedes hacer una idea de la satisfacción que tengo, saber que he cumplido esta meta que me había marcado. Yo creo que mi padre y mis tíos, allá donde estén me lo agradecerán».
Una vez obtenida la autorización municipal deberán ponerse de acuerdo con la familia del otro hombre enterrado para identificar la sepultura. Y después, todos los nietos de Urbano, definir si compran la sepultura, de acuerdo con las condiciones del Ayuntamiento, o se mantiene como un bien de dominio público, afectado a un servicio público.
«Fueron hombres inocentes» insiste la nieta de uno de aquellos diez vecinos a los que segaron la vida en aquellos primeros meses de la Guerra Civil. Según los hechos investigados por Manuel González Hernández, el joven Pedro García Olivares se habría enterado y opuesto a la trama urdida por el sargento Gregorio Martín Mariscal que consistía en «liquidar» a dos falangistas del pueblo para poder fusilar a 22 vecinos identificados en una lista. El joven se negó y lo pagó con su vida. Fue asesinado de un disparo en la cabeza «junto al Ayuntamiento en los primeros minutos del comienzo del 20 de septiembre de 1936».
Como consecuencia de ese crimen se desató una venganza para «castigar» a los sospechosos, «con el resultado de diez muertos en un espacio de diecinueve horas del mismo día 20», explica Manuel González.
Cuatro de ellos fueron Ventura Hernández García, jornalero de 33 años; Miguel Rojo Morán, agricultor y herrero de 32; Modesto Herrero Rodríguez, agricultor de 31 años; y Jerónimo Casaseca Martín, agricultor de 30. Después de ser torturados, de acuerdo con los documentos estudiados por Manuel González, «fueron llevados hasta el kilómetro 10 de la carretera de Bermillo, siendo abatidos cada uno de ellos con un tiro de pistola en la cabeza, en un lugar llamado El Barranco, en el término de Tardobispo». Los verdugos, al mando de Martín Mariscal -conocido como sargento veneno y autor material de la muerte de Amparo Barayón, la mujer del escritor Ramón J. Sender-, abandonaron los cuerpos de los cuatro jóvenes que, a los tres días, serían enterrados juntos y sin identificar, en el cementerio de Tardobispo.
Otros cinco detenidos fueron José Casaseca Moralejo (padre de Jerónimo) y agricultor de 57 años; Alfonso Pérez Hernández, agricultor de 29; Máximo Álvarez García, agricultor de 51; Pedro Hernández Álvarez, jornalero de 37; y Urbano Toribio Calvo, jornalero de 48 años. También torturados como los anteriores, fueron ejecutados por falangistas al mando de Martín Mariscal, «a la 19 horas» de aquel fatídico día 20 de septiembre «en el pago de El Verdugal», aproximadamente a un kilómetro de El Piñero, al lado de la carretera de Fuentesaúco. A continuación serían enterrados en dos fosas en el cementerio de El Piñero, como detalla la mencionada diligencia del minucioso Juez de Paz Mariano Cruz.
Y el último de los detenidos ese fatídico septiembre fue Gregorio Rodríguez García (agricultor de 39 años), quien sería «torturado hasta su muerte» en el calabozo del Ayuntamiento de El Piñero, donde murió el día 25 del año 1936.
77 años de que ocurrieran estos hechos, numerosos documentos localizados y estudiados por Manuel González en diferentes archivos «demuestran que todos ellos eran inocentes» ratifica el investigador.
Y el Ayuntamiento de El Piñero, presidido por el popular José Luis Riego, ha atendido la petición de una ciudadana que a partir de ahora podrá colocar flores a la tumba de su abuelo sabiendo que, esta vez sí, lo hará en el lugar exacto.