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Qué solo en aquella estación de enlace
estaba el vejete de pelo cano
con su mugriento sombrero en la mano
que hacía girar como una hélice,
sabiéndose puede; sólo humano
frágil expuesto en medio del vértice
donde confluyen ojos de hermano
que febriles asienten si él le dice
que, quizá sus recuerdos y el recuerdo
casi mejor que no se exteriorice
evitando así ese desasosiego
que él, desde muy chicos sufre y padece.
Por eso, y porque está flaco y ya viejo,
mira cómo aquel tren desaparece.
Tiritití, ay ayayai.
Suena la voz de un flamenco
en la máquina tragaperras.
A él le parece un lamento
que va provisto de garras
y que lo rompen por dentro.
Salud.
Qué solo en aquella estación de enlace
estaba el vejete de pelo cano
con su mugriento sombrero en la mano
que hacía girar como una hélice,
sabiéndose puede; sólo humano
frágil expuesto en medio del vértice
donde confluyen ojos de hermano
que febriles asienten si él le dice
que, quizá sus recuerdos y el recuerdo
casi mejor que no se exteriorice
evitando así ese desasosiego
que él, desde muy chicos sufre y padece.
Por eso, y porque está flaco y ya viejo,
mira cómo aquel tren desaparece.
Tiritití, ay ayayai.
Suena la voz de un flamenco
en la máquina tragaperras.
A él le parece un lamento
que va provisto de garras
y que lo rompen por dentro.
Salud.