No me enorgullece mi temor a las cucarachas. Quizás si fuera mujer la gente comprendería un poco mi pavor hacia esos bichos del demonio. Yo sé que las cucarachas no pueden hacerme nada, que sólo con aplastarlas con el pie ya todo está arreglado. Lo sé con la mente, cuando no están, pero no lo entiendo cuando se aparecen. Las peores son las que de repente alzan vuelo, y me provocan un asco tal que me inmovilizo. Si esa noche no se hubiera aparecido esa cucaracha volando, yo creo que hubiera podido salvar a mi mujer y a mis hijos de aquel desastre.
Desde pequeño padezco de eso. Yo puedo agarrar una rata a escobazos y matarla, puedo acariciar a una iguana, hasta aprendí a matar gallinas con mi abuela. Pero sucede que mi manía hacia las cucarachas es desproporcionada. Es una mezcla de miedo, asco y repugnancia, es irracional, claro, estoy consciente de eso.
El titular del periódico fue terrible. “Por temor a una cucaracha su familia muere”, rezaba el diario amarillista. Mucha gente lo habrá leído y le habrá parecido de lo más ridículo. Se habrán reído de mí en las pláticas de sobremesa, habrán hecho chistes. Afortunadamente, al día siguiente hubo otras noticias, yo sólo duré un día en la memoria de la gente. Pero igual tengo que seguir viviendo conmigo mismo, con mi temor ridículo y con la muerte de mi familia.
Ya hace algunos meses del suceso. Yo estaba tranquilo en mi dormitorio, viendo un poco de televisión, mi mujer hacía la cena y mis hijos jugaban en la sala. Todo estaba tranquilo, hacía un poco de calor. Mi casa está (o debería decir estaba) a la orilla de la carretera, pero en desnivel, es decir, el techo de mi casa estaba por debajo del nivel de la carretera. No fue así desde el principio, el gobierno expropió algunos terrenos colindantes para hacer una nueva carretera y mi casa quedó en esa mala situación, porque no quise venderla por la miseria que pagaban. No era tanto el ruido de los carros lo que me molestaba, sino el peligro que había de que algún auto cayera en el techo y nos jodiera, como finalmente sucedió.
Estaba yo entonces en mi dormitorio y todo transcurría con normalidad. Luego fui al baño y me llevé un libro para leer. Marcia, mi mujer, había anunciado que la cena estaba casi lista. Fabián y Alfonso gritaban contentos en la sala, jugando. De repente, de la nada, se escuchó un gran estruendo en la casa y los gritos de juego se convirtieron en gritos de angustia.
Marcia me gritaba que saliera, que algo había caído en el techo. Ella salió con los niños al patio y gritó desde afuera que había sido un cabezal el que había caído. Yo me subí el pantalón y justo cuando iba a abrir la puerta, veo una horrible cucaracha volar hacia mí. Quedé petrificado, inmovilizado y entré en pánico. Afuera estaba mi familia y no podía salir por mi miedo irracional. De las tantas veces que podía haber pasado, uno de estos animales del demonio se asoma en el peor de los momentos. Estaba atrapado.
Escuché el crujir del concreto, que al parecer iba cediendo al peso del cabezal. No pude advertirle a mi gente que debían permanecer afuera, que el techo seguro iba a ceder. Estaba aterrado por una pinche cucaracha. El bicho siguió volando durante algunos segundos por todo el baño y se posó en la manija de la puerta, como si supiera que debía encerrarme para que se cumpliera un macabro destino.
No estoy loco, mi vida ha sido productiva y mi trabajo es apreciado. Cada quien tiene sus propios demonios, y quizá a mí me tocó uno de los más ridículos, qué quieren que haga. Al vecino de a la par le aterra perder el empleo, otro teme que un temblor se lleve a su familia, otro teme que un delincuente acabe con su vida. Unos temores, a simple vista, parecerán más racionales que otros, pero al fin todos son temores. Temores que te paralizan, que te nublan la mente y te hacen perder el rumbo y la consciencia de la realidad. Quien no haya sentido pánico alguna vez en su vida que me cuente, quien no haya sentido angustia ante algún peligro real o aparente, que me cuente, que me diga que no se paraliza uno, que su sentido de realidad puede perderse.
Ellos entraron de nuevo a la sala, no pude siquiera atinar un grito para que salieran, para que siguieran afuera, porque iba a caer el techo. No sé si el susto le bloqueó también la mente de Marcia, yo sólo escuchaba que me suplicaba que saliera del baño, que había que sacar las cosas para que no se dañaran, que los niños estaban asustados y llorando. Yo seguía preso del pánico por el animal y no podía contestarle. Lloré mi inutilidad, mi cobardía y mi impotencia. Afuera se agolpaban los vecinos en la puerta, mientras Marcia y los niños estaban en la sala esperando que yo saliera y les dijera qué hacer.
Luego vino un segundo estruendo, más sonoro y más temible que el primero, el techo finalmente había cedido. Me angustié a muerte, pensé lo peor. La gente gritó aterrada cuando cedió el techo, pero luego ya no pude oír más a Marcia y a los niños. La cucaracha seguía en la puerta, seguía cuidando que no saliera, aunque ahora ya no sirviera de nada. Preguntaban por mí los vecinos, algunos pensaron que yo también estaba bajo los escombros.
Los bomberos vinieron rápidamente y escarbaron los escombros para finalmente anunciar las muertes. La cucaracha estuvo en la puerta todo el tiempo, hasta que voló hacia mi cara y se me pegó en la nariz. Hasta entonces pude gritar del terror y los bomberos derribaron la puerta, para descubrirme tirado en el baño, con una cucaracha en el rostro, pataleando como loco. Al abrirse la puerta, la maldita voló de nuevo y salió por la ventana. Su misión estaba cumplida.
Los bomberos no me preguntaron nada, supongo que la escena de muerte los hizo respetar. Los cadáveres de mis nenes estaban esperándome. Fabián tenía un golpe en el rostro que se lo había desfigurado por completo, Alfonso tenía el tronco aplastado. Mi Marcia también tenía un golpe en la cabeza. Mucha sangre, demasiada.
Uno de los bomberos contó a un periodista lo que había visto, pero no conectó la cucaracha con mi pataleta, supuso que el miedo a morir me había encerrado en el baño. Fue uno de los vecinos el que le dijo al periodista lo de mi miedo por las cucarachas, y éste armó su nota amarillista. El periodismo de nota sensacionalista sólo anda viendo en dónde encuentra su próxima víctima y justo ahí estaba yo.
Después de la muerte de mi familia, quedé devastado. Nunca en mi vida había estado tan triste, tan solo. Me hubiera gustado evitarles la muerte, o morir con ellos. Yo sé que al lector mi caso puede parecerle de lo más estúpido y que me considere un loco de remate, y yo le daré la razón. Pero es que ya puestos, nadie puede ser normal visto de cerca.
Desde pequeño padezco de eso. Yo puedo agarrar una rata a escobazos y matarla, puedo acariciar a una iguana, hasta aprendí a matar gallinas con mi abuela. Pero sucede que mi manía hacia las cucarachas es desproporcionada. Es una mezcla de miedo, asco y repugnancia, es irracional, claro, estoy consciente de eso.
El titular del periódico fue terrible. “Por temor a una cucaracha su familia muere”, rezaba el diario amarillista. Mucha gente lo habrá leído y le habrá parecido de lo más ridículo. Se habrán reído de mí en las pláticas de sobremesa, habrán hecho chistes. Afortunadamente, al día siguiente hubo otras noticias, yo sólo duré un día en la memoria de la gente. Pero igual tengo que seguir viviendo conmigo mismo, con mi temor ridículo y con la muerte de mi familia.
Ya hace algunos meses del suceso. Yo estaba tranquilo en mi dormitorio, viendo un poco de televisión, mi mujer hacía la cena y mis hijos jugaban en la sala. Todo estaba tranquilo, hacía un poco de calor. Mi casa está (o debería decir estaba) a la orilla de la carretera, pero en desnivel, es decir, el techo de mi casa estaba por debajo del nivel de la carretera. No fue así desde el principio, el gobierno expropió algunos terrenos colindantes para hacer una nueva carretera y mi casa quedó en esa mala situación, porque no quise venderla por la miseria que pagaban. No era tanto el ruido de los carros lo que me molestaba, sino el peligro que había de que algún auto cayera en el techo y nos jodiera, como finalmente sucedió.
Estaba yo entonces en mi dormitorio y todo transcurría con normalidad. Luego fui al baño y me llevé un libro para leer. Marcia, mi mujer, había anunciado que la cena estaba casi lista. Fabián y Alfonso gritaban contentos en la sala, jugando. De repente, de la nada, se escuchó un gran estruendo en la casa y los gritos de juego se convirtieron en gritos de angustia.
Marcia me gritaba que saliera, que algo había caído en el techo. Ella salió con los niños al patio y gritó desde afuera que había sido un cabezal el que había caído. Yo me subí el pantalón y justo cuando iba a abrir la puerta, veo una horrible cucaracha volar hacia mí. Quedé petrificado, inmovilizado y entré en pánico. Afuera estaba mi familia y no podía salir por mi miedo irracional. De las tantas veces que podía haber pasado, uno de estos animales del demonio se asoma en el peor de los momentos. Estaba atrapado.
Escuché el crujir del concreto, que al parecer iba cediendo al peso del cabezal. No pude advertirle a mi gente que debían permanecer afuera, que el techo seguro iba a ceder. Estaba aterrado por una pinche cucaracha. El bicho siguió volando durante algunos segundos por todo el baño y se posó en la manija de la puerta, como si supiera que debía encerrarme para que se cumpliera un macabro destino.
No estoy loco, mi vida ha sido productiva y mi trabajo es apreciado. Cada quien tiene sus propios demonios, y quizá a mí me tocó uno de los más ridículos, qué quieren que haga. Al vecino de a la par le aterra perder el empleo, otro teme que un temblor se lleve a su familia, otro teme que un delincuente acabe con su vida. Unos temores, a simple vista, parecerán más racionales que otros, pero al fin todos son temores. Temores que te paralizan, que te nublan la mente y te hacen perder el rumbo y la consciencia de la realidad. Quien no haya sentido pánico alguna vez en su vida que me cuente, quien no haya sentido angustia ante algún peligro real o aparente, que me cuente, que me diga que no se paraliza uno, que su sentido de realidad puede perderse.
Ellos entraron de nuevo a la sala, no pude siquiera atinar un grito para que salieran, para que siguieran afuera, porque iba a caer el techo. No sé si el susto le bloqueó también la mente de Marcia, yo sólo escuchaba que me suplicaba que saliera del baño, que había que sacar las cosas para que no se dañaran, que los niños estaban asustados y llorando. Yo seguía preso del pánico por el animal y no podía contestarle. Lloré mi inutilidad, mi cobardía y mi impotencia. Afuera se agolpaban los vecinos en la puerta, mientras Marcia y los niños estaban en la sala esperando que yo saliera y les dijera qué hacer.
Luego vino un segundo estruendo, más sonoro y más temible que el primero, el techo finalmente había cedido. Me angustié a muerte, pensé lo peor. La gente gritó aterrada cuando cedió el techo, pero luego ya no pude oír más a Marcia y a los niños. La cucaracha seguía en la puerta, seguía cuidando que no saliera, aunque ahora ya no sirviera de nada. Preguntaban por mí los vecinos, algunos pensaron que yo también estaba bajo los escombros.
Los bomberos vinieron rápidamente y escarbaron los escombros para finalmente anunciar las muertes. La cucaracha estuvo en la puerta todo el tiempo, hasta que voló hacia mi cara y se me pegó en la nariz. Hasta entonces pude gritar del terror y los bomberos derribaron la puerta, para descubrirme tirado en el baño, con una cucaracha en el rostro, pataleando como loco. Al abrirse la puerta, la maldita voló de nuevo y salió por la ventana. Su misión estaba cumplida.
Los bomberos no me preguntaron nada, supongo que la escena de muerte los hizo respetar. Los cadáveres de mis nenes estaban esperándome. Fabián tenía un golpe en el rostro que se lo había desfigurado por completo, Alfonso tenía el tronco aplastado. Mi Marcia también tenía un golpe en la cabeza. Mucha sangre, demasiada.
Uno de los bomberos contó a un periodista lo que había visto, pero no conectó la cucaracha con mi pataleta, supuso que el miedo a morir me había encerrado en el baño. Fue uno de los vecinos el que le dijo al periodista lo de mi miedo por las cucarachas, y éste armó su nota amarillista. El periodismo de nota sensacionalista sólo anda viendo en dónde encuentra su próxima víctima y justo ahí estaba yo.
Después de la muerte de mi familia, quedé devastado. Nunca en mi vida había estado tan triste, tan solo. Me hubiera gustado evitarles la muerte, o morir con ellos. Yo sé que al lector mi caso puede parecerle de lo más estúpido y que me considere un loco de remate, y yo le daré la razón. Pero es que ya puestos, nadie puede ser normal visto de cerca.