Hola amigos de Tiana: Estuve en el seminario de 1950 a 1955, y muchas veces pasé por Tiana, y me subí en el tranvía en Mongat, para acercarme al seminario. Alguna vez incluso tuvimos que ayudar al ttranvía a volver a los railes, y otras veces, nos vajábamos en la curba, bebíamos de la fuente y volvíamos a subirnos en aquel caracol que nos transportaba. Tabién bajábamos a la sala de fiestas de Tiana y organizábamos conciertos de armónicas que os ofrecíamos. si os parece bien aceptadme como Tianenç por tanto como os recuerdo. Ahí os mando uno de esos recuerdo.
Extraído del libro de los recuerdos de un Ex seminarista
La primera vez qui vi la nieve.
Tendría yo entonces unos seis o siete años. Los fracasos políticos y financieros de mis padres nos han escupido de la tierra que nos vio nacer y nos han empujado a venir a esta Ciudad Condal donde es más fácil perderse entre desconocidos, aceptar cualquier trabajo por sórdido que sea para intentar enderezar el destino de la familia. Oía continuamente lamentarse a mi padre de la ruina que el “Régimen” nos ha traído, acurrucado en el rincón de la mesa camilla, tiritando todos de frío en aquella barraca de cartón, favela y ripio de la hermosa Barcelona:
¬ ¡Ojalá vuelvan pronto los del sombrero de paja!
Jaculatoria recurrente de papá, que se nos va pegando a todos, aunque sin saber bien quiénes son esos que vendrán con sombrero de paja y todo a devolvernos el bienestar perdido. Para mí, tan pequeño, la bienandanza desvanecida era tan sólo una quimera de papá. Para mí, la bonanza hasta entonces consistía en poder salir a jugar al bolindre, al sol en las pizarras de las aceras, cazar nidos de gorriones, correr detrás del perro que lleva la lata atada al rabo, empezar la escuela con el maestro don Manual, subir al castillo a buscar el tesoro de los moros, ir a acurrucarme un ratito junto a mi abuela Juana que siempre estaba rezando a las estampas que tenía en el granero, y que por subir con ella a orar, me daba unas algarrobas que debía comer de espaldas a los santos.
Pero todas esas cosas las perdí, el día que papá y mamá tuvieron que abandonar el terruño en busca de mejor vida: Una barraca húmeda, en tierra de nadie, la boira por las mañanas, un día bueno y diez lluviosos, desperdicios en el plato, cuando plato había de comida, harapos como vestimenta, alpargatas de suela de goma, abandono familiar, mamá haciendo faenas, papá por fin trabajando –bajo sospecha del gallego triunfante - en la reforma del aeropuerto.
Ahora que los años me han sumergido, me doy cuenta de que inconscientemente, el niño que yo era, buscaba soluciones a aquel estado de miserias, con lo que a su alcance y poder estaba: Ir a ayudar a sacar las barcas de los pescadores del Somatén, por un plato de morralla, recorrer las vías del tren en busca de carbonilla para la cocina de mamá, revisar los vagones del tren que traían las naranjas de Valencia, en busca de alguna entera entre las aplastadas, cuando el guarda estaba de buen humor y nos dejaba entrar.
¬ Tengo que ir al colegio a inscribirte para este curso. – Decía mi padre- Te estás haciendo un vago inculto, sólo pensando en jugar a las chapas, y en ir por ahí detrás de los gurriatos. Iré a ver a los maestros de Luis Antúnez, mañana mismo. Les pediré que te acojan aunque sea la mitad del curso.
¬ Será para el año que viene, que ahora debe que guardar al niño chico, contestaba mi madre
¬ Pues tiene que repasar algún libro: Una gramática, hacer caligrafía, aprenderse la tabla de multiplicar… No se puede quedar así, sin estudiar todo un año. Y si no, lo pongo a aprender un oficio… De lo que sea. Basta de juegos. He visto un taller de barnizados en la calle Escudillers que…
¬ El niño juega cuando yo vuelvo de las faenas. Cuando no estoy, bien que se encarga de su hermano chico, que lo hace mejor que la niña. No me lo metas ya, en el yugo, -Retruca mamá, siempre pronta a defender sus cachorros.
Cuando papá cogía la vena pedagógica, yo prefería acostarme. Hace más de un año que dejamos el pueblo y no he vuelto a la escuela, ni ganas que tenía de volver. Los últimos recuerdos de la escuela de Alconchel, se me embarrullan entre cánticos de falangistas que forman junto a la estrellas, remojones en las charcas que hace el río Táliga y caza de lagartos que luego asábamos en la lumbre de la abuela que nos ve hacer con horror.
En esta nueva vida, allá en donde la ciudad ya no es más que desperdicios, me duermo pensado en mañana, en las pelotas que podríamos Antonio el de la Fefa y yo, encontrar en la playa, de las que salían de las alcantarillas de Barcelona, o en el nido que vi en un árbol de la explanada del dispensario. Sólo un amargor de boca imaginario, me hace pensar en el otro paraíso perdido; y del presente, no quiero ver más que hoy, el juego proyectado, el plato quizás de tronchos de col o remolacha que mamá está terminando de cocinar…
Total, para lo que había de comer, no merecía el sacrificio de escuchar las recomendaciones de papá que me producían urticaria anticipada; así que metido entre mantas y abrigos, me dormí con el estómago vacío y la cabeza llena de pájaros.
¬ ¡Justito! ¡Dominguito! – Nos aporrea papá con la punta de los dedos en la cabeza para que despertemos – Levantaos, que ha nevado, venid a ver la nieve…
Apenas si ha amanecido: Papá se levanta muy temprano para ir a trabajar al aeropuerto, y ha salido a ver qué tal está el tiempo. Domingo y yo, nos envolvemos en los abrigos y excitados por la novedad, salimos a ver el prodigio: Por una vez, podemos ver el barrio de leprosas barracuchas, blanco, El lampo de la nieve recubre con su refulgencia toda la miseria acumulada por los parias que en él habitan.
¬ ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué os parece?
¬ ¿Qué les va a parecer, hombre de dios? ¿No ves que están enteleridos de frío y dormidos sonámbulos? ¡Qué ocurrencia! ¡Sacarlos del calorcito de la cama para hacerles pasar frio!
¬ Bueno, mujer, la intención era buena. Nunca vieron la nieve en el pueblo… Es bonito ¿No? Además, yo les voy a recoger un poco del tejado, y tú le preparas un helado con azúcar y huevo. Yo ya me tengo que ir; y peor lo pasaré en los camiones sin toldo ni cubierta que nos llevan al Prat.
La nieve recubre de unos tres centímetros todo lo que ofrece suficiente superficie para que adhieran sus efímeros cristales. Los montones de escombros de las barracas en construcción, parecen ahora cuajos de yeso blanco, y de los picos de los tejados a los cuales se llega con la mano, cuelgan puntas de flechas que fulguran de cualquier reflejo de luz lejano. Sombras pardas aparecen y se esfuman por entre las callejuelas: Son los hombres que se incorporan a la cola del autobús o del primer tranvía que llega a la plaza de los marmolistas.
Mamá nos ha preparado un helado, con huevo batido, azúcar y canela y la nieve recogida del tejadillo. Después, con la tripa llena aunque no caliente, nos volvemos a la cama sin ganas de salir a jugar con aquella fugaz novedad. Mamá nos lo recomienda. No tenemos unos buenos calcetines de lana ni zapatos de cuero para proteger nuestros pies del frío. Pero viene hasta nuestras camas, nos arropa en los harapos hasta el cuello y nos reconforta con su amor, cubriéndonos la cara de besos.
Mamá besaba así, con besitos cortos y fragosos, repetitivos fuertes como si quisiera hacernos entrar su cariño hasta por debajo de la piel.
¬ ¿Dónde van a estar mejor mis niños, que aquí en casita? Ala, dormid, que es muy temprano. Ya veréis la nieve después…
Pero después, cuando nos levantamos, el prodigio se ha fundido; lo blanco ha vuelto a ser gris, pardo, deslucido. El agua y la humedad se han apoderado de nuevo del barrio, la favela vuelve a ser favela, el suburbio luce de nuevo de sus peores galas: Fango, inmundicias por doquier, hormiguero dormido, “cuarto despeijo” de hurones aturrullados que asoman sus hocicos por entre las cañas y el barro.
Así fue cómo vi por primera vez la nieve.
Extraído del libro de los recuerdos de un Ex seminarista
La primera vez qui vi la nieve.
Tendría yo entonces unos seis o siete años. Los fracasos políticos y financieros de mis padres nos han escupido de la tierra que nos vio nacer y nos han empujado a venir a esta Ciudad Condal donde es más fácil perderse entre desconocidos, aceptar cualquier trabajo por sórdido que sea para intentar enderezar el destino de la familia. Oía continuamente lamentarse a mi padre de la ruina que el “Régimen” nos ha traído, acurrucado en el rincón de la mesa camilla, tiritando todos de frío en aquella barraca de cartón, favela y ripio de la hermosa Barcelona:
¬ ¡Ojalá vuelvan pronto los del sombrero de paja!
Jaculatoria recurrente de papá, que se nos va pegando a todos, aunque sin saber bien quiénes son esos que vendrán con sombrero de paja y todo a devolvernos el bienestar perdido. Para mí, tan pequeño, la bienandanza desvanecida era tan sólo una quimera de papá. Para mí, la bonanza hasta entonces consistía en poder salir a jugar al bolindre, al sol en las pizarras de las aceras, cazar nidos de gorriones, correr detrás del perro que lleva la lata atada al rabo, empezar la escuela con el maestro don Manual, subir al castillo a buscar el tesoro de los moros, ir a acurrucarme un ratito junto a mi abuela Juana que siempre estaba rezando a las estampas que tenía en el granero, y que por subir con ella a orar, me daba unas algarrobas que debía comer de espaldas a los santos.
Pero todas esas cosas las perdí, el día que papá y mamá tuvieron que abandonar el terruño en busca de mejor vida: Una barraca húmeda, en tierra de nadie, la boira por las mañanas, un día bueno y diez lluviosos, desperdicios en el plato, cuando plato había de comida, harapos como vestimenta, alpargatas de suela de goma, abandono familiar, mamá haciendo faenas, papá por fin trabajando –bajo sospecha del gallego triunfante - en la reforma del aeropuerto.
Ahora que los años me han sumergido, me doy cuenta de que inconscientemente, el niño que yo era, buscaba soluciones a aquel estado de miserias, con lo que a su alcance y poder estaba: Ir a ayudar a sacar las barcas de los pescadores del Somatén, por un plato de morralla, recorrer las vías del tren en busca de carbonilla para la cocina de mamá, revisar los vagones del tren que traían las naranjas de Valencia, en busca de alguna entera entre las aplastadas, cuando el guarda estaba de buen humor y nos dejaba entrar.
¬ Tengo que ir al colegio a inscribirte para este curso. – Decía mi padre- Te estás haciendo un vago inculto, sólo pensando en jugar a las chapas, y en ir por ahí detrás de los gurriatos. Iré a ver a los maestros de Luis Antúnez, mañana mismo. Les pediré que te acojan aunque sea la mitad del curso.
¬ Será para el año que viene, que ahora debe que guardar al niño chico, contestaba mi madre
¬ Pues tiene que repasar algún libro: Una gramática, hacer caligrafía, aprenderse la tabla de multiplicar… No se puede quedar así, sin estudiar todo un año. Y si no, lo pongo a aprender un oficio… De lo que sea. Basta de juegos. He visto un taller de barnizados en la calle Escudillers que…
¬ El niño juega cuando yo vuelvo de las faenas. Cuando no estoy, bien que se encarga de su hermano chico, que lo hace mejor que la niña. No me lo metas ya, en el yugo, -Retruca mamá, siempre pronta a defender sus cachorros.
Cuando papá cogía la vena pedagógica, yo prefería acostarme. Hace más de un año que dejamos el pueblo y no he vuelto a la escuela, ni ganas que tenía de volver. Los últimos recuerdos de la escuela de Alconchel, se me embarrullan entre cánticos de falangistas que forman junto a la estrellas, remojones en las charcas que hace el río Táliga y caza de lagartos que luego asábamos en la lumbre de la abuela que nos ve hacer con horror.
En esta nueva vida, allá en donde la ciudad ya no es más que desperdicios, me duermo pensado en mañana, en las pelotas que podríamos Antonio el de la Fefa y yo, encontrar en la playa, de las que salían de las alcantarillas de Barcelona, o en el nido que vi en un árbol de la explanada del dispensario. Sólo un amargor de boca imaginario, me hace pensar en el otro paraíso perdido; y del presente, no quiero ver más que hoy, el juego proyectado, el plato quizás de tronchos de col o remolacha que mamá está terminando de cocinar…
Total, para lo que había de comer, no merecía el sacrificio de escuchar las recomendaciones de papá que me producían urticaria anticipada; así que metido entre mantas y abrigos, me dormí con el estómago vacío y la cabeza llena de pájaros.
¬ ¡Justito! ¡Dominguito! – Nos aporrea papá con la punta de los dedos en la cabeza para que despertemos – Levantaos, que ha nevado, venid a ver la nieve…
Apenas si ha amanecido: Papá se levanta muy temprano para ir a trabajar al aeropuerto, y ha salido a ver qué tal está el tiempo. Domingo y yo, nos envolvemos en los abrigos y excitados por la novedad, salimos a ver el prodigio: Por una vez, podemos ver el barrio de leprosas barracuchas, blanco, El lampo de la nieve recubre con su refulgencia toda la miseria acumulada por los parias que en él habitan.
¬ ¿Eh? ¿Eh? ¿Qué os parece?
¬ ¿Qué les va a parecer, hombre de dios? ¿No ves que están enteleridos de frío y dormidos sonámbulos? ¡Qué ocurrencia! ¡Sacarlos del calorcito de la cama para hacerles pasar frio!
¬ Bueno, mujer, la intención era buena. Nunca vieron la nieve en el pueblo… Es bonito ¿No? Además, yo les voy a recoger un poco del tejado, y tú le preparas un helado con azúcar y huevo. Yo ya me tengo que ir; y peor lo pasaré en los camiones sin toldo ni cubierta que nos llevan al Prat.
La nieve recubre de unos tres centímetros todo lo que ofrece suficiente superficie para que adhieran sus efímeros cristales. Los montones de escombros de las barracas en construcción, parecen ahora cuajos de yeso blanco, y de los picos de los tejados a los cuales se llega con la mano, cuelgan puntas de flechas que fulguran de cualquier reflejo de luz lejano. Sombras pardas aparecen y se esfuman por entre las callejuelas: Son los hombres que se incorporan a la cola del autobús o del primer tranvía que llega a la plaza de los marmolistas.
Mamá nos ha preparado un helado, con huevo batido, azúcar y canela y la nieve recogida del tejadillo. Después, con la tripa llena aunque no caliente, nos volvemos a la cama sin ganas de salir a jugar con aquella fugaz novedad. Mamá nos lo recomienda. No tenemos unos buenos calcetines de lana ni zapatos de cuero para proteger nuestros pies del frío. Pero viene hasta nuestras camas, nos arropa en los harapos hasta el cuello y nos reconforta con su amor, cubriéndonos la cara de besos.
Mamá besaba así, con besitos cortos y fragosos, repetitivos fuertes como si quisiera hacernos entrar su cariño hasta por debajo de la piel.
¬ ¿Dónde van a estar mejor mis niños, que aquí en casita? Ala, dormid, que es muy temprano. Ya veréis la nieve después…
Pero después, cuando nos levantamos, el prodigio se ha fundido; lo blanco ha vuelto a ser gris, pardo, deslucido. El agua y la humedad se han apoderado de nuevo del barrio, la favela vuelve a ser favela, el suburbio luce de nuevo de sus peores galas: Fango, inmundicias por doquier, hormiguero dormido, “cuarto despeijo” de hurones aturrullados que asoman sus hocicos por entre las cañas y el barro.
Así fue cómo vi por primera vez la nieve.