TIANA: Hoy empiezo aquí, la Historia de un seminarista de...

Hoy empiezo aquí, la Historia de un seminarista de la Conrería
LOS PANDUROS EN BARCELONA

Un miembro de esta familia va a descubrir su vocación sacerdotal

He intentado muchas de veces, dar por terminado esto que escribo: No consigo finalizarlo. Pero a través de mis notas, he descubierto, que he escrito mucho sobre, a cerca de, “El seminario Menor” o “La Conrería” de sus alumnos y profesores, y de los personajes que orbitaban alrededor de la institución conciliar. En Onofre, el señor Ventura, El enfermero limpiador de los dormitorios, las monjitas que nos hacían la comida...

Así pues, en cuanto tuve acceso a la red, me puse a buscar “Seminario” “Conrería” Y con más suerte que experiencia, me encontré con WWW. Seminariconrería Y empecé a enviar retazos de mis vivencias en el “Conrer”.
Una gran parte mi existencia gira alrededor de esos años de estudios, propósitos de enmienda, oraciones y sueños con música de coros celestiales, tanto durante los años que estuve entre los seminaristas, como después de mi marcha de la Conrería.

Sin embargo, mi existencia no consiste solamente en mi estancia entre los “llamados”: Mi vida está ligada a la de mi familia, al pueblo de Alconchel en Extremadura donde nacía, a Barcelona donde me crié y por último a Lyón en Francia, donde vivo y sigo recordando pensando, escribiendo...

Esta es la historia de un seminarista; está cuajada de tropiezos. Me es imposible quitar todo lo que no es conveniente. Pero lo intentaré. No tendrá el mismo sabor. Se va a hacer incomprensible por falta de hilos. Si en algo no soy lo suficiente explícito, preguntadme y os lo aclarararé Capítulo – 1º
Hay un dicho castellano que dice: “Era un hombre sin esquinas” “Era una persona que no tenía esquinas. Justo, el hijo de en medio de la familia de los Panduros, en cuanto se refiere a su manera de interpretar lo que oye o dicen, a su alrededor, es una de esas personas. Pero si miramos en su interior, y tratamos de apreciar sus pensamientos, entonces, se puede decir que tiene más esquinas que una estrella de ocho puntas. Otro sí, era averiguar quién se fijaría en aquel mocoso – en sentido propio y figurado – y en sus estados de ánimo. Justo Siempre ha estado en medio de todo: En medio de sus otros hermanos – ni el más chico, ni el más grande – en medio de la familia, en medio de todos los acontecimientos que acaecían en la casa, y que unas veces lo atañen, y otras, resbalan sobre él, sin implicarlo directamente.
Se pregunta a menudo, si tan siquiera los otros, lo ven. A veces, esta peculiaridad le da cierta ventaja sobre sus otros hermanos. Y otras veces se cargaba él, el mochuelo de cualquier fechoría por falta de sospechosos.
Como fuere, Justo se aplica asiduamente a comprender cuanto sucede a su alrededor. Y con una idea fija, trata de recapitular sus vivencias que archiva en su memoria. Un día contará todas estas cosas que le sucedieron o que sucedieron a sus familiares y conocidos. Un día escribirá, escribirá, escribirá.

II. - Los Panduros en Barcelona y ecos del pueblo.
Como a todo se acostumbra la gente, aquella familia de pueblerinos por fuerza se va acostumbrando a la nueva vida que se les ofrece en Barcelona. De momento, dan un enorme bajón en la escala social. Ellos, aunque vencidos republicanos, perseguidos por sus ideas, sus pretensiones tenían: Familias, las dos muy honradas, católicas, carrera militar de él, fama de trabajadores incansables, y todas esas pamplinas y vulgaridades de las que se vanaglorian los que no pueden pretender a otros títulos o blasones.
Sin embargo, con la tierra del pueblo, pegada en la suela de sus zapatos, y un coquillo de resentimiento y desazón, les dan amagos de añoranza a menudo: Cada vez que comparan lo que tienen con lo que perdieron. Fermina podía presumir en el pueblo, de casa –a repartir entre todos los hermanos – De tierra y dominios – el huerto de detrás de la casa de unos cien metros cuadrados, dividido entre cuatro – Y si bien la casa donde últimamente había vivido la familia de los Mariposos, fue de alquiler, y estaba muy destartalada, se le podía llamar casa. En el pueblo, aunque no fuera de ellos, tenían el sol de cálido aliento, y la clara luz de los días tranquilos; El cacareo de las gallinas en el corral, los huevos frescos, recién puestos; El murmullo del Lejío que acariciaba los berros de sus orillas con el verde lino; el trino de los pájaros en los tejados y en las moreras del paseo, el sonajear de los garbanzales acariciados por la brisa, y, el arropo de los suyos. Ahora sólo tienen un cartón alquitranado encima de sus cabezas, una sola habitación con el suelo de tierra, sin agua corriente, sin luz eléctrica, sin sanitarios, sin calles ni alcantarilladas, en las afueras de una ciudad.
Aquello, es una nueva Favela, parecida a la que Candel llamó “Donde la ciudad pierde su nombre”. La constante humedad de la orilla del mar, les atosiga aún más, hasta cuado la ropa que se ponen estuviese limpia y recién planchada.
Por allí no había campos sembrados ni de trigo, ni de garbanzos, Y gracias a que los que había, de lechugas y zanahorias, estaban algo alejados de las barracas, pues los “pagessos”, (solían regarlos con los excrementos que sacaban de las fosas sépticas) A decir verdad, no habían ganado mucho en el cambio. A pesar de que a Justo el ruido de las olas rompiendo en el muelle de la CAMPSA le encantaba, como dormirse escuchando el ulular del faro que avisaba a los barcos del peligro, la humedad constante, y la suciedad de aquel deshecho de barracones mal alineados, mal construidos le ensombrecía el ánimo a cualquiera. No. No habían ganado, sino perdido en el cambio. Tan solo ganaron el derecho a encontrar un trabajo y ganarse penosamente la vida. Sus pasados de pobres gentes, sus fracasos políticos se los trajeron consigo, muy a pesar de ellos. O quizá se vinieron detrás de ellos solos. O quizá le vinieron con la cédula de tránsito, o con los antecedentes penales de Manuel.

Cuando el señor Manuel Hernández hablaba del traslado familiar a Barcelona, le daba tintes de viaje a la Marco Polo: “Mi viaje por el nordeste de la península” Había empezado a escribir, pretendiendo imitar al preclaro veneciano. Sólo una página llegó a llenar con su letra de molde. Y en ella, una lista de precios: patatas 3.20 el kilo. Plátanos 5. Ptas. Pan 60 cts. el cuarto. Sardinas a 1.50 Ptas. el kilo en la lonja. Etc. ¿La triste realidad? Pues eso: Unos cuantos inmigrados castellanos más en Cataluña, que soporta ya la carga de los muchos miles escupidos de todos los rincones de la España Franquista.
“.
Pero como en todos los casos de emigración económica, los autóctonos, – al principio gritaron se rasgaron las vestiduras y tiraron al suelo sus barretinas, pero pronto se percataron de que aquellos parias, aceptaban cualquier trabajo, a no importa que salario. Y como el “Negoçi es el Negoçi” los puestos de trabajo que los catalanes ocupaban a regañadientes, se los ofrecieron a los “Charnegos” por la mitad del sueldo.
Y, como en las historias de los turcos, que cosen día y noche. Los japoneses que pegan transistores noche y día. Las negras que recogen habichuelas de luna a luna, o las rumanas, rusas, y latinas que vienen ahora a ser empleadas de hogar, los Hernández, se prestaron a todos los abusos, por ganarse la vida. La idea era, llegar un día a atar ellos también los perros con “longanizas” como se decía que los catalanes hacían.

Precisamente en ese momento de la historia, llegaron los Mariposos a Barcelona y encontraron algo que hacer. Manolo padre se colocó de guardián nocturno en el Puerto Franco. Si no ganaba mucho, ese puesto le dejaba el día para dormir y hasta incluso buscarse un segundo trabajo. Pluriempleo le llamaban entonces. Manolito (Loly, y ya no lo llamo más así) vigilaba el montón de copra de al lado de su padre y para redondear su sueldo, se buscó faena por las tardes en una carpintería donde se puso a chapar cajas de radio.
Fermina, cuando se reunió con su marido, enseguida encontró horas de limpieza que hacer en las casas de los ricos de las ramblas: Se pasaba el día quitando mugre catalana, lavando ropa catalana, aspirando polvo catalán - que por cierto encontró más pegajoso que el polvo Extremeño a causa de la terrible humedad con que el mar les obsequiaba- para luego, por las tardes, recorrer las callejas de las barracas, vendiendo “menudos” entre aquellos parias, que no se podían pagar otra cosa más apetitosa de comer.