A propósito de palabras del terruño, ya encontrarás muchas en boca de los personajes de esta enmarañada historia: Saludos Juan Alfreo. Otro abrazo para tí.
I. -Las manías de Justo.
Siempre le ha gustado poseer cosas. Es su manera de afirmarse entre los suyos, que tantos son, sin necesidad de tener en cuenta a todos los allegados y ajenos que se les arriman. No es que tenga nada de gran valor, pero lo poco que posee, lo defiende a uña y diente de sus hermanos y de los que se le pongan por delante con la idea de quitárselo.
¬ ¿Justito? ¿Me darás el portalibros y el plumier cuando te vayas al seminario? Le ha preguntado Domíngo.
“—Justo: ¿Esas agujas que tienes escondidas entre las tablas del techo (No digas que no, que te he visto) te las vas a llevar? ¿Tendrás que coserte tú mismo la ropa y los botones? ¡Dámelas! A mamá le harán falta.
¬ Ni hablar: Yo las encontré, yo las limpié de herrumbre refregando unas con otras debajo del zapato. Te daré una o dos, pero las otras las esconderé en otro sitio, y cuando venga de vacaciones te daré alguna más.
¬ ¿Te crees listo? Pues yo las buscaré y cuando encuentre el escondrijo, me las quedaré todas.
¬ ¿Y el plumier? – Insiste Dominguito – Me lo vas a dar, ¿sí o no? Lloriquea y le tira de la manga para enternecerlo. ¿Eh? ¿Eh?
Justo, en plena vocación sacerdotal, queriendo ser bueno, y más, reflexiona. Recuerda la parábola de discípulo rico, y oye al Señor Jesús que le dice
“Da todo lo que posees a tus pobres hermanillos: La goma del tirachinas, las agujas oxidadas, las chapas de cerveza aplastadas en las vías, los bolindres de cristal, el plumier... Sí, el plumier también...
Antes de que el Señor siga con la lista de cosas a dar, le interrumpe el futuro misionero, quizás futuro Papa,
“—Vale. ¡Vale! Les daré todo. Pero, el porta libros de madera con pinturas policromas, no. Lo necesitaré en el Semi.
“—Si de verdad quieres seguir al Maestro...” Le está diciendo en su cabeza el Señor. Y él se precipita a no seguir oyendo y dice en voz alta: “¬ ¡Sí quiero!”
“... Abandona, pues, todos esos bienes terrenales y...”
“—El porta-libros no.”
“—Haz como Francisco de Asís, como Tomás de Aquino: Ven desnudo a Mí.
¬ Bueno, concede en su sueño despierto, o pesadilla: Pero La cajita portalibros, con sus correas y sus pinturas, me hace falta. ¡Ea!
Tres cosas apreciaba poseer Justo, cuando era niño. Tres cosas más que nada en el mundo: Un tren de cinco vagones de lata y máquina con chimenea de detonador de cartucho del doce, que su padre le mandó desde su prisión, en el Fuerte de San Cristóbal de Badajoz, el plumier que olía a mina de lápiz, el camión y el porta-libros. O sea, que en vez de tres cosas son cuatro, como los mosqueteros.
El tren, bonito tren: Su hermano Manolo, con falaces promesas de mejorarlo, lo desmontó e hizo ciscos, para tirarlo a la caja del camión que su padre, -No. Un presidiario que estaba con su padre - le fabricó con tablillas de cajas de fruta, corchos y pintura roja. Parecía al camión Ford de tío Antonio. Dominguito lo redujo a dos dimensiones, el día que se sentó encima. Y un portalibros que él le compró al hijo de la estanquera del pueblo para su entrada en clase.
También apreciaba el plumier por lo que brillaba, y lo bien que olía a mina de carbono. Pero por encima de todas estas cosas, amaba el portalibros. Era precioso: Tenía pintados unos monigotes que parecían compases. Y durante el tiempo que lo conservó, su penetrante olor a aguarrás de la pintura y el barniz le hacían adquirir a sus ojos un aire de cosa nueva. Del portalibros no se separaría por todo el oro del mundo, ni por el Señor, ni si por eso, dejara de ser Papa. Sin embargo, el portalibros se extravió un día, sin gloria ni beneficio, sin que Justito pudiera achacar esta pérdida, a su extremo sacrificio en aras de su vocación misionaria, sacerdotal, papal, santoral. Justo sigue recordando aquel plumier. Muchas veces se dijo: “Tú eres capaz de hacerte uno, con las pinturas, el olor a barniz, las correíllas y todo” Apuntó esta resolución en el imaginario carné, donde va apuntando todo lo que no hará algún día.
Entre tanto, en la barraca, se ultiman los preparativos para su marcha a la Conrería, donde se encuentra el seminario menor de la diócesis de Barcelona. Consiste en meter el portalibros en la maleta de madera que sirve a todos: A papá para ir a la guerra. A mamá para emigrar a Barcelona. A Manolito para ir al servicio militar, y ahora, a Justito, para meter su santa ropita, su santísima sotana, su seráfico cepillo de dientes, y su queridísimo portalibros con los monigotes pintados que parecen compases y que huele a terebentina.
Inciso fuera de tiempo
Otra de las manías de Justo, de antes y de después del seminario, son las piedras: Los chinos le llaman en Cataluña. De todos los rincones de la geografía a la piel de toro, la más seca reseca es sin duda Badajoz. Por lo menos Alconchel. Por allí, con las piedras redondas, los cantos rodados, empiedran las calles, pero a pesar de haber tantas, les faltan para empedrarlas todas. Cuando Justo llega a Casa Antúnez y ve el mar, no se le ocurre decir como al francés: ¡Qué d’eau! ¡Qué d’eau! Él mira la inmensa e inacabable llanura líquida con distraída indiferencia y suelta la primera palabrota que había oído decir a los críos de las barracas:
¬ ¡Ostres! ¡Ostres!
Se vuelve Manolo para reprenderlo, pero viendo que lo que mira Justo no es precisamente el mar, sino la grava, cree que estas exclamaciones son por que Ha encontrado una moneda.
¬ ¿Qué es, un duro?
¬ No. ¡Todos estos chinarros! ¡Qué bonitos! ¡Y cuántos!
Y así empieza a coleccionar aquellos cantos rodados por las olas, primero por redondas, luego, por que dan chispas en la oscuridad, por los colores, por las formas de cara o de cabezas de animales. A la larga hasta llega a encontrar parecidos: “Este: Parece la cara de Jesucristo”. “ ¿Y éste?” “ ¿A que parece un loro?” “Mira Domíngo: Aquí la boca, aquí el ojo...” “Si le das la vuelta, ¿Verdad que parece un hocico de perro?” Pena perdida; Domíngo no ve más que piedras, piedras para tirar a los cristales de la fábrica de “Mosaicos Amargos” que dan la espalda para las barracas
Con el tiempo, esa manía de coleccionar pedruscos se fue afinando. Así tiene Pirita que se trajo de un viaje que hizo a Linares. Pecblenda, mica que le dio su prima que trabajaba en la fábrica donde la utilizaban para elementos de transistores. Un pegote de cemento del muro de Berlín. Un cascote rojizo de la ladera del castillo de Alconchel, una piedra plana, que le encargó a su hermano Domíngo, y que intercaló con las de la terraza de su casa de Lyón. Una flor del desierto que le trajo Joseph Sam, de uno de sus viajes a Argelia. Rocas volcánicas de Tenerife y otros rebollos de Ibiza, Holanda, de Italia, y muchos de las playas de la costa brava. Así, cambia sus preferencias, no ya por su forma, sino por su origen. Llegará un día, en que a diario se traerá a casa en la mochila, algunas chinas. Puede que blancas; pero Justo no desprecia los pedazos de loza pulidos por el agua, o los curiosos restos de ¿platos? Con dibujos rojos y puntitos que arroja el mar, quién sabe si restos fenicios. A la larga, llenará todos los rincones de sus sucesivos coches y terminará por no saber qué hacer con tanto peñasco. Tiene algunos expuestos entre los libros de la biblioteca. Pero lo que más le emociona es, abrir una cajita en donde ha metido, un puñado de tierra del camino del castillo de Miraflores, piedras viejísimas, desmoronadas, mezcladas con un puñado de aceitunas acebuche secas y renegridas que cogió allí mismo de un olivo salvaje.
Con el tiempo, la tenaz raíz que lo tiene sujeto al pueblo, lo empuja a abrir el cofrecito, hurgar en el montoncito de aquella tierra deshidratada, y acariciar mentalmente a todos sus antepasados que, una vez o muchas, pisaron aquel camino de donde la recogió. Algunas de las piedras que se trajo de Blanes, de la playa de S’Abanell, las esparce por las jardineras de su casa de Villeurbanne y casi ve los hilos que intentan tejer y unir así estos dos sitios tan queridos de él. Ignoraba entonces el niño Justo que ya hombre, recordará aquella inocente y poco costosa afición de coleccionista guijarreño.
Incluso más tarde, cuando conoce los nombres y particularidades de los minerales, él, seguirá recogiendo pedruscos por su color o forma sin más. Es, como si presintiera que con aquellos, sobretodo los de la playa de S’Abanell, se iría atando a Blanes, para cuando dé el salto, deje Lyón y familia y se retire a la orilla del mar, a vivir sus últimos años, placenteros. Solo. Para terminar su libro, solo para dar el último paso atrás e ir a reunirse con sus antepasados, sus raíces, y que estos le sigan mirando por detrás de la espalda.
En este capítulo tan cortito, se mezclan prácticamente, todas las épocas de la vida del autor de este recito. Incapaz de desechar cualquier línea de sus escritos, sin ton ni son, justo lo ha puesto aquí. Sábado, 01 de enero de 2005.
I. -Las manías de Justo.
Siempre le ha gustado poseer cosas. Es su manera de afirmarse entre los suyos, que tantos son, sin necesidad de tener en cuenta a todos los allegados y ajenos que se les arriman. No es que tenga nada de gran valor, pero lo poco que posee, lo defiende a uña y diente de sus hermanos y de los que se le pongan por delante con la idea de quitárselo.
¬ ¿Justito? ¿Me darás el portalibros y el plumier cuando te vayas al seminario? Le ha preguntado Domíngo.
“—Justo: ¿Esas agujas que tienes escondidas entre las tablas del techo (No digas que no, que te he visto) te las vas a llevar? ¿Tendrás que coserte tú mismo la ropa y los botones? ¡Dámelas! A mamá le harán falta.
¬ Ni hablar: Yo las encontré, yo las limpié de herrumbre refregando unas con otras debajo del zapato. Te daré una o dos, pero las otras las esconderé en otro sitio, y cuando venga de vacaciones te daré alguna más.
¬ ¿Te crees listo? Pues yo las buscaré y cuando encuentre el escondrijo, me las quedaré todas.
¬ ¿Y el plumier? – Insiste Dominguito – Me lo vas a dar, ¿sí o no? Lloriquea y le tira de la manga para enternecerlo. ¿Eh? ¿Eh?
Justo, en plena vocación sacerdotal, queriendo ser bueno, y más, reflexiona. Recuerda la parábola de discípulo rico, y oye al Señor Jesús que le dice
“Da todo lo que posees a tus pobres hermanillos: La goma del tirachinas, las agujas oxidadas, las chapas de cerveza aplastadas en las vías, los bolindres de cristal, el plumier... Sí, el plumier también...
Antes de que el Señor siga con la lista de cosas a dar, le interrumpe el futuro misionero, quizás futuro Papa,
“—Vale. ¡Vale! Les daré todo. Pero, el porta libros de madera con pinturas policromas, no. Lo necesitaré en el Semi.
“—Si de verdad quieres seguir al Maestro...” Le está diciendo en su cabeza el Señor. Y él se precipita a no seguir oyendo y dice en voz alta: “¬ ¡Sí quiero!”
“... Abandona, pues, todos esos bienes terrenales y...”
“—El porta-libros no.”
“—Haz como Francisco de Asís, como Tomás de Aquino: Ven desnudo a Mí.
¬ Bueno, concede en su sueño despierto, o pesadilla: Pero La cajita portalibros, con sus correas y sus pinturas, me hace falta. ¡Ea!
Tres cosas apreciaba poseer Justo, cuando era niño. Tres cosas más que nada en el mundo: Un tren de cinco vagones de lata y máquina con chimenea de detonador de cartucho del doce, que su padre le mandó desde su prisión, en el Fuerte de San Cristóbal de Badajoz, el plumier que olía a mina de lápiz, el camión y el porta-libros. O sea, que en vez de tres cosas son cuatro, como los mosqueteros.
El tren, bonito tren: Su hermano Manolo, con falaces promesas de mejorarlo, lo desmontó e hizo ciscos, para tirarlo a la caja del camión que su padre, -No. Un presidiario que estaba con su padre - le fabricó con tablillas de cajas de fruta, corchos y pintura roja. Parecía al camión Ford de tío Antonio. Dominguito lo redujo a dos dimensiones, el día que se sentó encima. Y un portalibros que él le compró al hijo de la estanquera del pueblo para su entrada en clase.
También apreciaba el plumier por lo que brillaba, y lo bien que olía a mina de carbono. Pero por encima de todas estas cosas, amaba el portalibros. Era precioso: Tenía pintados unos monigotes que parecían compases. Y durante el tiempo que lo conservó, su penetrante olor a aguarrás de la pintura y el barniz le hacían adquirir a sus ojos un aire de cosa nueva. Del portalibros no se separaría por todo el oro del mundo, ni por el Señor, ni si por eso, dejara de ser Papa. Sin embargo, el portalibros se extravió un día, sin gloria ni beneficio, sin que Justito pudiera achacar esta pérdida, a su extremo sacrificio en aras de su vocación misionaria, sacerdotal, papal, santoral. Justo sigue recordando aquel plumier. Muchas veces se dijo: “Tú eres capaz de hacerte uno, con las pinturas, el olor a barniz, las correíllas y todo” Apuntó esta resolución en el imaginario carné, donde va apuntando todo lo que no hará algún día.
Entre tanto, en la barraca, se ultiman los preparativos para su marcha a la Conrería, donde se encuentra el seminario menor de la diócesis de Barcelona. Consiste en meter el portalibros en la maleta de madera que sirve a todos: A papá para ir a la guerra. A mamá para emigrar a Barcelona. A Manolito para ir al servicio militar, y ahora, a Justito, para meter su santa ropita, su santísima sotana, su seráfico cepillo de dientes, y su queridísimo portalibros con los monigotes pintados que parecen compases y que huele a terebentina.
Inciso fuera de tiempo
Otra de las manías de Justo, de antes y de después del seminario, son las piedras: Los chinos le llaman en Cataluña. De todos los rincones de la geografía a la piel de toro, la más seca reseca es sin duda Badajoz. Por lo menos Alconchel. Por allí, con las piedras redondas, los cantos rodados, empiedran las calles, pero a pesar de haber tantas, les faltan para empedrarlas todas. Cuando Justo llega a Casa Antúnez y ve el mar, no se le ocurre decir como al francés: ¡Qué d’eau! ¡Qué d’eau! Él mira la inmensa e inacabable llanura líquida con distraída indiferencia y suelta la primera palabrota que había oído decir a los críos de las barracas:
¬ ¡Ostres! ¡Ostres!
Se vuelve Manolo para reprenderlo, pero viendo que lo que mira Justo no es precisamente el mar, sino la grava, cree que estas exclamaciones son por que Ha encontrado una moneda.
¬ ¿Qué es, un duro?
¬ No. ¡Todos estos chinarros! ¡Qué bonitos! ¡Y cuántos!
Y así empieza a coleccionar aquellos cantos rodados por las olas, primero por redondas, luego, por que dan chispas en la oscuridad, por los colores, por las formas de cara o de cabezas de animales. A la larga hasta llega a encontrar parecidos: “Este: Parece la cara de Jesucristo”. “ ¿Y éste?” “ ¿A que parece un loro?” “Mira Domíngo: Aquí la boca, aquí el ojo...” “Si le das la vuelta, ¿Verdad que parece un hocico de perro?” Pena perdida; Domíngo no ve más que piedras, piedras para tirar a los cristales de la fábrica de “Mosaicos Amargos” que dan la espalda para las barracas
Con el tiempo, esa manía de coleccionar pedruscos se fue afinando. Así tiene Pirita que se trajo de un viaje que hizo a Linares. Pecblenda, mica que le dio su prima que trabajaba en la fábrica donde la utilizaban para elementos de transistores. Un pegote de cemento del muro de Berlín. Un cascote rojizo de la ladera del castillo de Alconchel, una piedra plana, que le encargó a su hermano Domíngo, y que intercaló con las de la terraza de su casa de Lyón. Una flor del desierto que le trajo Joseph Sam, de uno de sus viajes a Argelia. Rocas volcánicas de Tenerife y otros rebollos de Ibiza, Holanda, de Italia, y muchos de las playas de la costa brava. Así, cambia sus preferencias, no ya por su forma, sino por su origen. Llegará un día, en que a diario se traerá a casa en la mochila, algunas chinas. Puede que blancas; pero Justo no desprecia los pedazos de loza pulidos por el agua, o los curiosos restos de ¿platos? Con dibujos rojos y puntitos que arroja el mar, quién sabe si restos fenicios. A la larga, llenará todos los rincones de sus sucesivos coches y terminará por no saber qué hacer con tanto peñasco. Tiene algunos expuestos entre los libros de la biblioteca. Pero lo que más le emociona es, abrir una cajita en donde ha metido, un puñado de tierra del camino del castillo de Miraflores, piedras viejísimas, desmoronadas, mezcladas con un puñado de aceitunas acebuche secas y renegridas que cogió allí mismo de un olivo salvaje.
Con el tiempo, la tenaz raíz que lo tiene sujeto al pueblo, lo empuja a abrir el cofrecito, hurgar en el montoncito de aquella tierra deshidratada, y acariciar mentalmente a todos sus antepasados que, una vez o muchas, pisaron aquel camino de donde la recogió. Algunas de las piedras que se trajo de Blanes, de la playa de S’Abanell, las esparce por las jardineras de su casa de Villeurbanne y casi ve los hilos que intentan tejer y unir así estos dos sitios tan queridos de él. Ignoraba entonces el niño Justo que ya hombre, recordará aquella inocente y poco costosa afición de coleccionista guijarreño.
Incluso más tarde, cuando conoce los nombres y particularidades de los minerales, él, seguirá recogiendo pedruscos por su color o forma sin más. Es, como si presintiera que con aquellos, sobretodo los de la playa de S’Abanell, se iría atando a Blanes, para cuando dé el salto, deje Lyón y familia y se retire a la orilla del mar, a vivir sus últimos años, placenteros. Solo. Para terminar su libro, solo para dar el último paso atrás e ir a reunirse con sus antepasados, sus raíces, y que estos le sigan mirando por detrás de la espalda.
En este capítulo tan cortito, se mezclan prácticamente, todas las épocas de la vida del autor de este recito. Incapaz de desechar cualquier línea de sus escritos, sin ton ni son, justo lo ha puesto aquí. Sábado, 01 de enero de 2005.